50 años siendo legales: arte marica en la Tate de Londres

Victor Manuel Casco Ruiz, activista LGBT

Un enorme retrato de Oscar Wilde, pintado por Robert Goodloe, preside la exposición de la Tate de Londres, con la cual se quiere conmemorar y celebrar los 50 años de la despenalización de la homosexualidad masculina, aprobada por el Parlamento Británico en 1967. 

Junto al cuadro del escritor, poeta y dramaturgo irlandés, se encuentra también la puerta de su celda en la cárcel de Reading, donde estuvo encerrado en cumplimiento de una sentencia judicial que lo condenaba a dos años de trabajos forzados y privación de libertad  por el delito de practicar la “sodomía”. 

La pintura de Robert Goodloe nos muestra a un Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde de 27 años, a punto de conocer los mayores triunfo vitales y literarios que lo convertirían en el icono del esteticismo inglés, un hombre que pondría todo su genio en la vida y sólo algo de talento en sus obras (en expresión del propio Wilde). Una imagen que contrasta con las descripciones que tendremos del Oscar Wilde que cruzó los muros de la cárcel de Reading, tras cumplir sus dos años de trabajo forzados. Aquel era un hombre abatido, demacrado, humillado, que optó por refugiarse bajo un nombre falso en Europa y que moriría en el humilde Hôtel d’Alsace de París, en los brazos de su antiguo amante y siempre amigo, Robert Ross. Tenía 46 años. 

C.3.3. El número que lo identificó como preso. Wilde es la víctima más famosa del sistema penal británico que condenaba la homosexualidad, pero no fue la única. El caso del matemático Alan Turing también debe recordarse, juzgado y condenado, aunque se libró de la prisión al optar por la castración química. Pero fue tanto el dolor y tan graves las consecuencias de semejante brutalidad, que Turing, héroe de la guerra contra los nazis, se suicidará al poco tiempo, tras morder una manzana inyectada en veneno. 

La despenalización de la homosexualidad en Inglaterra y en Gales (en Escocia seguiría siendo ilegal ¡hasta 1980!) fue, sin embargo, incompleta. Se llegaron a establecer varias discriminaciones frente al amor heterosexual, como, por ejemplo, la prohibición de poder mantener relaciones sexuales con otro hombre hasta la edad de 21 años, frente a los 16 entre un hombre y una mujer, o la persecución bajo el delito de escándalo público de toda muestra de cariño y afectividad entre personas gays en la calle. Se aceptaba a regañadientes las relaciones homosexuales, pero en la intimidad, en silencio, ocultas a la vista. Habrá que esperar ¡hasta 1999! para conocer la plena igualdad de derechos. Inglaterra ha sido, junto con Irlanda e Italia, uno de los países europeos que más ha tardado en legislar en favor de los colectivos LGBTI. 

Aún hoy, mientras escribo estas líneas, en 75 naciones los homosexuales podemos ser detenidos, castigados y condenados. En 13 todavía existe la pena de muerte. En uno de ellos, con el que mantenemos excelentes relaciones diplomáticas y comerciales, incluso se ha ejecutado a un famoso caballo de carrera, al-Hadiye, por intentar mantener relaciones homosexuales con otro caballo. Este es el nivel de paroxismo en Arabia Saudí. Y los seres humanos no conocen mejor suerte. Ser mujer, demócrata, gay o lesbiana en el reino saudita es un camino al sufrimiento, la exclusión y el dolor.   

La necesaria exposición de la Tate de Londres quiere contribuir al examen de conciencia de Gran Bretaña sobre su pasado más reciente. Bajo la advocación de “Queer British Art”, las salas nos permiten contemplar las obras de reconocidos pintores homosexuales y lesbianas, como Francis Bacon, David Hockney, Dora Carrington, John Singer Sargent, Ethel Sands o Duncan Grant, entre otros. Podríamos añadir muchos más, cuya orientación sexual suele ser desconocida por el gran público, como Miguel Ángel Buonarroti, Leonardo Da Vinci o Caravaggio, por citar a tres de envergadura. 

Queer. La palabra ha generado controversia en el ambiente intelectual de la capital británica, pero resulta más que acertada su elección. Queer podemos traducirlo como “extraño”. Algunos prefieren “torcido” o “invertido”. Probablemente estas dos últimas propuestas se aproximen mejor al sentido que tiene en el lenguaje común anglosajón. 

Queer era la manera despectiva para referirse a una persona homosexual, igual que en castellano tenemos marica o bujarrón. Pero también se ha convertido en una seña de identidad, en un relato personal de afirmación y orgullo. Una reapropiación del insulto para reivindicar otra forma de vida y de amar, que no quiere ser asimilada, que se niega a camuflarse o esconderse, que no quiere asumir los roles morales impuestos por una sociedad heteropatriarcal. 

Porque el heteropatriarcado puede llegar a aceptar la homosexualidad, pero a cambio de que sea discreto y sus códigos de conducta no difieran de los del hombre o la mujer heteros: se puede ser un gay acomodado, burgués y masculino, quien, salvo pública confesión, es indistinguible de la gente normal. Frente a esta homofobia velada (te acepto, siempre que vivas públicamente como yo), el activismo queer reivindica la heterodoxia, la transgresión y la disidencia que representa nuestra forma de amar y de querernos. Es la otra historia de los maricas, de los chaperos, de los bears, de los travestis, de las bolleras, de los afeminados, de las marimachos y del infinito universo queer que es más amplio, diverso y rico que el barrio de Chueca. 

Como aquel Oscar Wilde que paseaba por las calles con un atrevido traje de terciopelo morado y calzón corto y una escandalosa flor verde en el ojal. Tan distinto. Tan raro.