La muerte inspiradora

Raúl Fernández Martínez, profesor de Filosofía

Cuando somos pequeños nadie nos dice que algún día tendremos que morir. Todo lo contrario, los adultos intentamos ocultar la muerte, aunque somos conscientes de que, tarde o temprano, todos los niños tendrán que transitar por el más universal de los silogismos: Todos los hombres son mortales. Yo soy hombre. Luego, soy mortal.

Decía Unamuno que la muerte nos individualiza, dado que nos hace conscientes en primera persona de que somos algo completamente distinto a todo lo demás. Sin embargo, en el ámbito de lo humano, no hay nada individual que no sea, a la vez, colectivo. Por este motivo, la muerte de José Antonio Arrabal, que grabó un video para explicar por qué había decidido suicidarse, ha copado las portadas de los principales periódicos. La muerte, el tema filosófico por excelencia, vuelve a visitar los parlamentos.

Podríamos escribir una historia de personas que, como José Antonio Arrabal, han cambiado nuestra vida colectiva por su manera de enfrentarse a la muerte. Sócrates fue, sin duda, el maestro esencial en este transitar histórico, ya que su muerte inspiró una corriente de pensamiento que sigue viva más de dos mil quinientos años después. Al ingerir la cicuta de manera voluntaria, Sócrates inauguró un nuevo tipo de héroe, que ya no muere en el campo de batalla luchando por la fama, sino como sabio. Sócrates murió por propios ideales y legó a la posteridad un poderoso mensaje: merece la pena morir por ser fiel a uno mismo.

Otro de los sabios que, con su muerte, inspiró a millones de personas fue Séneca, que nos enseñó en qué consiste la dignidad con la que debemos afrontar el fin de nuestros días. Acusado de participar en la conjura de Pisón contra Nerón, Séneca planeó un suicidio médicamente asistido y decidió morir dignamente antes de sufrir el escarnio público que, sin duda, le tenía preparado el emperador. Su estoicismo nos enseñó que no hay mayor dignidad en el ser humano que la de afrontar con entereza nuestro destino inevitable: ¿Qué necesidad hay de llorar la muerte si la vida entera es digna de llanto?

Tras la Antigüedad, la muerte de Cristo inspiró también un poderoso movimiento que acabó convirtiéndose en religión universal. La muerte de los santos y de los mártires, ahora modelos de virtud, sustituyeron a la figura del sabio. Recientemente, Juan Pablo II inspiró a millones de personas al rechazar el ensañamiento terapéutico o alargamiento artificial de la vida. Cuando le dijeron que una nueva hospitalización no servía para curarse, prefirió permanecer en el Vaticano y ponerse en manos de Dios.

La sociedad de consumo, a fuerza de evitar un debate serio sobre la muerte, nos está privando de estos modelos de virtud y de sabiduría. Solamente el buen cine y el teatro parecen querer poner de manifiesto que necesitamos inspirarnos en la muerte para saber cómo vivir nuestras vidas. En Sangre de amor engañado, Don Delillo pone en escena a un niño que, en el vagón de un metro, se da cuenta de que uno de los pasajeros - al que todo el mundo cree dormido- está muerto: un pasajero de tren, atravesando el túnel a tumba abierta. Ese mismo niño, que no ve nada amenazador en aquel señor con los ojos cerrados, sufrirá de mayor múltiples infartos cerebrales que sumirán a su familia en un doloroso trance: ¿Cuándo la vida acaba y cuándo debería terminar?

José Antonio Arrabal ha vuelto a repetir la misma hazaña que sus sabios predecesores: ser dueño de su vida hasta su muerte. Su voz ha quedado inmortalizada en internet: “Si estás viendo este video, es que he conseguido ser libre”, nos dice cada vez que reproducimos su video. Su último acto libre fue morir con dignidad, reivindicando el suicidio médicamente asistido y la eutanasia para no tener que dejar el mundo en la clandestinidad. Su muerte inspiradora nos ha vuelto a señalar el camino para que no tengamos que llorar la vida a cada parte.