El poder y la legitimidad son dos conceptos básicos para entender la realidad política. Los que gobiernan necesitan de la legitimidad para mantenerse en el poder y los que somos gobernados demandamos no sentirnos como títeres en manos de los poderosos, sino como seres con dignidad que obedecemos cargados de razones y no solo movidos por el miedo. Las personas necesitamos creer, por tanto, que damos nuestro consentimiento a los que nos gobiernan con la condición de que aprueben y hagan cumplir leyes justas.
En España, el poder siempre ha estado en manos de las derechas. Desde los comienzos de nuestra historia constitucional, esas derechas no sólo han sabido vencer, sino que también han sido capaces de convencer, entre otras cosas porque han contado con el suplemento de legitimidad que le aportaba la fe cristiana, representada aquí por la Iglesia Católica. Esta peculiaridad se mantuvo más o menos estable hasta las primeras elecciones libres, tras la larga dictadura franquista, del 15 de junio de 1977.
Si algo ha quedado claro en el cuadragésimo aniversario de la democracia que acabamos de celebrar, es que la derecha, a pesar de acaparar todo el poder, se presentó a aquellas elecciones carente de toda legitimidad. Por el contrario, los partidos de izquierda - que habían luchado en la clandestinidad contra la dictadura-, tenían toda la legitimidad, aunque carecían de poder.
La Iglesia Católica necesitó igualmente volver a legitimarse garantizándose un lugar de privilegio en la educación (pública y concertada) dos años después de aquellas elecciones, y lo hizo gracias a los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede, actualizando en clave “constitucional” el Concordato de 1953 firmado por el Gobierno franquista.
Durante las décadas de los ochenta y de los noventa, la Iglesia y todas las fuerzas reaccionarias de la derecha se vieron obligadas a mantener un perfil bajo, a pesar de que su poderío económico e institucional permanecía casi intacto. Recordemos, por ejemplo, el sonoro fracaso de la oposición de la Iglesia y de los democristianos de la UCD a la Ley del Divorcio de 1981, una de las más progresistas de la Europa de entonces. A pesar del rechazo descomunal de la jerarquía católica, la legitimidad seguía del lado de las fuerzas progresistas, las únicas capaces de comprender que, dada la imposibilidad de impedir que los matrimonios se rompan, la ley está obligada a paliar el sufrimiento de los matrimonios rotos.
Esta famosa cita del ministro Fernández Ordoñez expresa muy bien el déficit de legitimidad de unas fuerzas conservadoras que, por aquel entonces, eran ya incapaces de convencer con una doble moral difícilmente asumible por una sociedad que, a pesar del miedo, anhelaba la libertad y no estaba dispuesta a asumir ningún tipo de tutela.
Lo mismo sucedió en 1985 con la legalización del aborto y con la ley de plazos aprobada por Zapatero. Y algo más sorprendente si cabe: en el año 2005 España se adelantaba en más de una década a la mayoría de los países europeos aprobando el matrimonio igualitario. Contra todo pronóstico, el país que seguía siendo reconocido en el imaginario europeo por la Inquisición y por la más feroz de las intolerancias religiosas y que tenía, al mismo tiempo, el dudoso honor de haber expulsado a los judíos de sus fronteras, se colocaba a la vanguardia del progresismo en el mundo.
Quizás, lo más llamativo de estas conquistas es que siguen celebrándose y ampliándose cuarenta años después con la misma oposición de la Iglesia Católica y de la derecha más reaccionaria. Comparemos esta situación con la que se vive, por ejemplo, en un país como Escocia, que aprobó el matrimonio homosexual en 2014 y que cuenta con el respaldo de la Iglesia episcopaliana, que desde el pasado 8 de junio permite el matrimonio a las parejas del mismo sexo.
Muchos de nosotros tenemos la certeza de que no viviremos lo suficiente para ver cómo dos personas del mismo sexo son casadas por un cura católico. Frente a eso la Iglesia, aceptando la ayuda de plataformas de dudosa legitimidad como Hazte Oír, sigue intentando boicotear todos los avances legales en contra de la homofobia.
Y no solo eso: la Iglesia se encuentra hoy más empoderada que nunca en los ámbitos escolares, ya que, además de controlar una red cada vez más amplia de escuelas concertadas, impone su doctrina en la mayoría de los colegios públicos con la asignatura de Religión, que vuelve a ser evaluable y que ha consolidado unos privilegios que ya quisieran para sí el resto de materias.
Desde los tres a los diecisiete años, las próximas generaciones van a continuar “aprendiendo” de manera más o menos explícita que las personas divorciadas deben sentirse culpables de su fracaso a los ojos de Dios, que el aborto es un crimen y no un derecho, o que el único amor carnal sagrado es el que se profesan un hombre y una mujer. Un avance social sin precedentes sería que la jerarquía católica llegara a ser consciente algún día de que, con esta actitud, se convierte a sí misma en heredera directa de lo peor del espíritu inquisitorial y de la leyenda negra de esa España que, por primera vez en su larga historia, está en condiciones de redimirse de su oscuro pasado.
Mientras tanto, deseamos seguir confiando en el abrumador apoyo de la población a la legitimidad de unas leyes que, como afirmó Manuela Carmena en su emotivo discurso del Madrid World Pride, deben estar al servicio de la vida y de la felicidad de todas las personas, nunca a la inversa. Sabemos que este respaldo es frágil y que no está garantizado en el futuro, pero nos sentimos afortunados de pertenecer a una patria que se siente orgullosa de sus conquistas ciudadanas. Ojalá que el patriotismo de nuestro país consiga construirse de una vez por todas en la defensa de unas leyes justas, las únicas que merecen ser obedecidas.