Muchas han sido y continuarán siendo las polémicas y controversias sobre el arte de las corridas de toros. Algunas personas están a favor de las mismas, con sus tradiciones intocables de lucha y sacrificio ritual, y otras están en contra y exigen su abolición completa por atentar contra los derechos de los animales. Otra parte de ciudadanos opinamos, no obstante, que es preciso encontrar un punto de equilibrio para que el actual desencuentro se torne en comprensión, de unos y de otros, fijando unas nuevas reglas del juego, que permitan pervivir a una tradición ancestral ligada a la propia evolución de nuestra cultura mediterránea.
Cada una de las acciones que se pueden realizar en la corrida se denominan “suertes”. A este respecto quiero centrar este artículo en la necesidad o no de reformar la “suerte de de matar”, como ha propuesto el presidente Guillermo Fernández Vara, abriendo un necesario debate. Como buen oliventino y aficionado a los toros, ya firmó en 2010 el manifiesto a favor de los toros. Se trataba de un manifiesto en contra de la prohibición de la tauromaquia, contrapunto a los movimientos en algunas comunidades autónomas a favor de su prohibición, el más fuerte en Cataluña, cuyo Parlamento prohibió las corridas de toros en 2010.
Según nuestro presidente hay un cambio en la sociedad que así lo demanda. Quizás ese cambio responda al deseo de no querer presenciar una muerte tan de cerca, tan sangrienta y pública, o quizá sea realmente una defensa a ultranza de los derechos de los animales, garantizados por la Ley 32/2007, eso sí salvo para el toro bravo y las especies cinegéticas. Sea como fuere, hay ciudadanos a los que les gustan los toros pero rechazan el trágico final de la corrida; en este sentido, quizá tengamos que fijarnos en nuestros vecinos portugueses, donde no se le da muerte al toro en la plaza desde 1836.
El toro de lidia (Bos taurus ibericus) es una muy especial variedad de bovino, descendiente del uro, que está dotado de un instinto de fiera defensa de su territorio. No es para nada un apacible rumiante, el toro bravo es un animal que embiste a lo que se mueve y cuando lo alcanza lo cornea; de forma que el torero, para evitar ser cogido y dominarlo, utiliza la “fiesta del engaño”, empleando el capote y la muleta.
Desde la antigüedad grecolatina, la lidia del toro bravo era una lucha a vida o muerte. Si el torero, o matador podía morir en la lucha, también el toro debía terminar con esa suerte. Las suertes del toreo no se realizan arbitrariamente, sino que se ejecutan siguiendo un determinado orden establecido durante la lidia, para lograr el máximo rendimiento artístico. Precisamente el orden en el que se interpretan las distintas suertes, permiten que la lidia se divida en tercios, que son: primero, tercio de capa y varas; segundo, tercio de banderillas; tercero, tercio de muleta y muerte.
Las formas de matar a un toro pueden ser varias: recibiendo, a volapié, a un tiempo, aguantando y arrancando. Desde la suerte del puñal de José Cándido, o el salto al trascuerdo de “Martincho”, a la suerte de matar era a la que se daba la mayor importancia como también a su ejecución. Las primeras normas escritas que se dictan para la práctica de las suertes aparecen en la Tauromaquia de José Delgado “Pepe-Hillo”, publicadas en Cádiz en el año 1796; a dicha Tauromaquia le sigue otra que fue editada en 1836 por el chiclanero “Paquiro”, base y principio fundamental del toreo. Con el transcurrir de los tiempos, es el sevillano Juan Belmonte (1892-1962) el verdadero revolucionario y artífice del toreo, entre otros.
El culto al toro como divinidad y su sacrificio ritual está constatado en las civilizaciones minoica y otras del mediterráneo oriental desde al menos la Edad del Bronce. Como otros espectáculos sangrientos, hemos de recordar que hubo precedentes en la Roma Clásica, en las luchas entre gladiadores y con diferentes animales, con destino de muerte en todo caso. En el año 325 D.C. el emperador Constantino emitió la primera prohibición de estos espectáculos, que él mismo había alentado anteriormente, por la presión del culto cristiano.
No obstante, en la Península Ibérica pervivió esta tradición de lidiar a los toros. En Hispania, hay noticias documentadas sobre fiestas de toros en Cuéllar (Segovia) en el año 1215; en el mismo siglo Alfonso X El Sabio prohibió que dichos juegos se celebrasen por dinero, lo cual apunta a la existencia de una “profesionalidad” incipiente entre los dedicados a lidiar reses bravas (los llamados «matatoros» o «toreadores»). También D. Miguel de Cervantes apuntó la existencia de explotaciones ganaderas de intrínseco fin taurino en el incidente que sufre Don Quijote de la Mancha, quien grita a quien transportaba las reses “¡Ea, canalla, para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas!”,
Desde su nacimiento como espectáculo moderno, en el siglo XVIII, las corridas de toros han sufrido críticas y prohibiciones. La nueva dinastía de los Borbones, despreciaba estos espectáculos por considerarlos indignos y propios del pueblo bajo, Felipe V prohibió su ejercicio a sus cortesanos, y Fernando VI solo consintió las corridas a cambio de que sus beneficios se destinasen a obras de caridad. Algunos ilustrados como Jovellanos también criticaban estos espectáculos por considerarlos una muestra del atraso español, y Carlos III los prohibió en 1771. El pueblo, sin embargo, hizo caso omiso a la prohibición y siguió entregándose con entusiasmo a las nuevas figuras del toreo, que el genial Francisco de Goya recogió en su serie de grabados sobre tauromaquia. A partir de entonces no se ha abordado la prohibición directa, pero todos los regímenes posteriores, hasta nuestra actual Democracia, han puesto dificultades. En otros países, como Francia, el toro se considera bien de interés cultural; y hay que decir que las corridas de toros en Asia están teniendo un notable éxito. Los más ancianos del lugar todavía recordarán el dibujo animado corto de Disney “Ferdinando el toro”, de 1936, que obtuvo un Óscar, y el cariño que siempre ha despertado esta figura entre los más pequeños.
Únicamente cuando los argumentos que giran alrededor del dolor del toro comienzan a agotarse, el detractor de la fiesta escoge el punto central de la lidia: la improcedencia de la muerte del toro. La protesta contra la muerte del toro se formula de manera imprecisa, no se sabe bien lo que se condena, si el acto de matar un animal, o el hecho de matarlo en público. No obstante, festejos como el del Toro de la Vega sobrepasan con creces los límites de la humanidad y el trato a los animales. Según el escritor taurino Delgado de la Cámara, «la Fiesta … sólo se mantiene viva por el gran cariño que la profesa gran parte del pueblo español», pero todo tiene un límite. De todos y estos asuntos habrá que hablar, más pronto que tarde, para evitar el ocaso de las corridas de toros, y alcanzar un consenso que garantice también, no se olvide, la supervivencia biológica de este animal, que en otro caso podría terminar en un zoológico: ¿se lo imaginan?. Yo no.