“Parece que la estoy viendo, iba así pelaíta, rapá”. Xica tiene 92 años pero no olvida la desesperación de la española que se coló en el campo de refugiados pidiendo a los militares portugueses que la mataran antes de caer en manos de las tropas franquistas.
“Se oían los gritos de la zagala diciendo, os pido, autoridad portuguesa, que me peguen dos tiros aquí, no quiero ir a morir a manos de los asesinos”, detalla la anciana, memoria viva de la solidaridad del pueblo de Barrancos con los republicanos españoles durante la Guerra Civil.
“La pelaron porque la iban a matar. ¿Eso era guerra? Esos eran asesinos, ya estaba preparada en el cementerio de Oliva”. Han pasado más de 80 años, pero Francisca de los Santos Agudo no ha olvidado a aquella “zagala” con su vestido “de crepe”.
Clareaba el 8 de octubre de 1936. La “zagala” se tiró delante de los camiones que conducirían hasta Lisboa a más de mil refugiados desde el improvisado campo de la Coitadinha, al pie del castillo de Noudar, muy cerca de la frontera española.
Una peripecia única que fue posible por la ayuda de sus vecinos portugueses y la valentía del teniente Antonio Augusto Seixas, el héroe que desafió a la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar para salvar a los españoles.
Barrancos
Tras el golpe del 18 de julio en España, el avance de las tropas franquistas desde Andalucía dejó un rastro de destrucción y muerte. La brutal represión en Badajoz forzó a miles de personas a buscar asilo en Portugal a sabiendas de que enfrentaban un futuro incierto porque Salazar era aliado de Franco.
“El factor diferenciador de Barrancos es que ya habían ocurrido los fusilamientos de Badajoz”, explica la escritora y periodista lusa Dulce Simoes. “Se sabía que no acoger a aquellas personas era condenarlas a fusilamientos sumarios”.
“Determinante” también “fue la relación de vecindad” que existía en la frontera, continúa Simoes, quien indagó durante años en este capítulo de la historia.
“Barrancos tiene una historia de proximidad con España. Basta con ver los registros parroquiales desde el siglo XVII, la mayor parte eran de localidades españolas vecinas”. No en vano su lengua es el “barranqueño”, una mezcla única de portugués y español con acento andaluz que viene a demostrar que la frontera en la Raya no existe. Y es, además, el único lugar de Portugal donde se permite matar al toro en la plaza, siguiendo la tradición española.
En aquellos años, además, tanto Extremadura como el Alentejo eran regiones agrícolas, dominadas por el latifundio, con trabajadores empobrecidos y una gran conciencia social.
Hubo otros -pocos- campos de refugiados en Portugal, pero ninguno fue reconocido por Salazar y su suerte fue desigual.
Coronado por el castillo de Noudar, Barrancos se levanta entre cerros, rodeado de dehesas y cercado por el río Ardila, que marca una estrecha frontera con España.
A los pies del castillo, en una vaguada de la finca de la Coitadinha, se improvisó un campamento de refugiadas con mantas y ramas de árboles. A pocos kilómetros, en las Russianas, otro campo se ocultó al régimen.
En conjunto eran más de mil españoles. Llegaron el 21 de septiembre de 1936 y abandonaron Barrancos el 8 de octubre en camiones militares que les condujeron a Lisboa, donde tomaron un barco -Nyassa- rumbo a Tarragona, bajo control de la República. Ahí se separaron sus vidas.
Hoy, una placa recuerda la ubicación del campamento.
“Los refugiados venían con lo puesto, huyeron con lo que tenían”. explica Lidia Caçador, del Museo de Barrancos, mientras señala los límites imaginarios del asentamiento.
“Algunos traían armas, pero una de las condiciones que se impusieron es que tenían que entregar sus armas, incluidas las navajas pequeñas”. Muchos las escondieron en el lado español de la frontera “por si alguna vez podían volver”.
Sobrevivieron con la ayuda de los militares lusos comandados por los tenientes Antonio Augusto Seixas y Oliveira Soares. Y con la atención del doctor Pelícano, el médico de Barrancos.
Desbordados por la tragedia que desangraba a su vecinos, los habitantes de Barrancos dejaban las puertas de sus casas abiertas incluso en la noche para darles cobijo en su huida.
“Impactó tanto la llegada masiva de la gente y en las condiciones que venían que, por mucho que quieran, no pueden olvidar lo que pasó. No se puede olvidar”.
La tía Xica
Todos en Barrancos conocen a “tía Xica”. Sentada en una butaca de la sala de su casa, Francisca Agudo, menuda y frágil, desgrana sus recuerdos guiada por una memoria prodigiosa.
Tenía 9 años cuando llegaron los españoles. Sus padres eran pastores en la Coitadinha. Hoy es la única en Barrancos que vivió en primera persona los acontecimientos del 36.
“De noche aparecían personas gritando, llorando, que los recogieran allí”, relata en “barranqueño” con un acusado acento andaluz. “A uno, pasando la ribera corriendo, le pegaron el tiro y le partieron la piernita y fue curado allí, debajo de una encina. Tapado con una encina le hicieron una camita”.
“La gente allí pasó mucha calamidad”. Y hace una pausa, como para ordenar los recuerdos. “Entraban aquellos bandidos, gritando y matando gente...”.
Ella fue testigo. Un militar portugués la encaramó a la torre del castillo para “ver la guerra” del otro lado. “Todo eso lo vi yo con 9 años”.
“Mi padre no era persona muy aventurera, tenia como miedo”, pero ayudó a los españoles. “Linares corrió y se escondió en el castillo. El otro se fue y luego lo mataron”.
“De la miseria que ganábamos, de los garbanzos, los faisanes, la sopa...se apartaba en un pucherito. De noche, iba mi padre a llevarle de comer”. Y Xica le acompañaba porque siempre fue así: “atiradiza (valiente)”.
“Pasamos mucho ahí también”. Y se le empañan los ojos. Cuando retoma el relato habla de la “zagala” y su vestido de “crepe”, “pelaíta”. Y de que, después de gritar y tirarse bajo el camión, consiguió salir para Lisboa.
Un día -se le iluminan los ojos- apareció un hombre. “Estaba yo en la majá (majada del río), mi madre estaba en el cortijo haciendo el cosido de paja, y me dijo mira zagalita, mira si me dieras un poquito de pan... ”. Y le dio pan y queso.
Tiempo después, en la feria de Barrancos, un hombre le regaló papeletas para una rifa. “¿No te acuerdas? Pues yo nunca me olvido. Hacía 15 días que no comía y me mataste el hambre”.
Agradecido es también el joven español, nieto de un republicano, que visita a Xica y le lleva pasteles. Ella muestra orgullosa una placa de cerámica con la bandera tricolor de la República y sus fotos. “Siempre viene para agradecer. No mataron a su abuelo por causa de Barrancos”.
Pero Xica tiene también recuerdos de antes de la guerra, de las meriendas en el río. “Vamos Xica, vamos esta tarde a lanchar (merendar) a la majá. Y nos veíamos, nosotros, las muchachas, y jugábamos... todo así, unos lidiando unos con los otros. Era así antes de entrar aquellos asesinos. Después que entró, aquello se acabó, habían matado ahí a personas que la gente conocía”.
El héroe
La historia sería distinta sin Antonio Augusto Seixas. Responsable de la seguridad de la frontera, desafió a la dictadura de Salazar y aprovechó la presión internacional para salvar a los republicanos españoles.
Salazar apoyó sin reparos a Franco. Brindó apoyo logístico a sus tropas y ordenó detener a los republicanos que cruzaban la frontera y entregarlos a los golpistas.
Seixas desoyó la orden de disparar contra los cientos de españoles que pasaron el Ardila el 21 de septiembre de 1936.
Lidió con el régimen portugués, con la amenaza franquista y medió en la negociación de una salida segura para los refugiados en el Nyassa, el barco alquilado por la República para trasladarles a Tarragona y que, años después, conduciría a miles de españoles al exilio en México.
Cuando el 8 de octubre los camiones militares evacuaban a los republicanos de la Coitadinha, Seixas se la jugó de nuevo. En el último momento, metió en el grupo a los refugiados de Russianas, destapando la existencia de un segundo campo en Barrancos.
Todo estuvo a punto de estallar. Seixas llegó a alquilar camiones privados para sacar a todos. En conjunto, más de mil personas.
“La decisión de Seixas de juntar a los otros en el momento del transporte es, de hecho, una estrategia de resistencia extraordinaria”, resume Simoes.
Pero Salazar no iba a permitir que la hazaña quedara impune. Acusado de traición, Seixas fue encarcelado y suspendido de su cargo hasta 1938. Después, fue enviado a Sines, donde permaneció hasta su muerte, en 1958.
La aventura del Nyassa sirvió de excusa a Salazar para romper con la II República. En 1938, antes del final de la guerra, Lisboa recibía con honores al nuevo embajador español: Nicolás Franco, hermano del dictador. Y la represión en la frontera lusa se endureció.
El líder
La de Fermín Velázquez es la historia de un luchador incansable. Juró lealtad a la República y pagó el precio. Jefe de carabineros, tras coordinar la resistencia en Oliva de la Frontera (Extremadura), su ciudad natal, lideró a los refugiados de Barrancos.
Como el resto, fue conducido a Lisboa y abordó el Nyassa. Ya en Tarragona, volvió a primera línea. Avanzada la guerra, llegó al grado de mayor, mientras su mujer y sus hijos se exiliaban en Francia y terminaban en el campo de Argeles Sur Mer.
En su combate agotador por la vida superó la reclusión en los campos de concentración, una condena a muerte por “rebelión” y un rosario de cárceles.
Por fin en libertad provisional, volvió a Oliva con su familia. Pero la calidez de sus vecinos en su recibimiento le costó el destierro. Nunca logró encontrar un trabajo formal con su historial. Cruzó el río y buscó cobijo en Barrancos. Ni siquiera su familia conocía su paradero. Era más seguro para ellos.
“Había sido carabinero y se transformó en contrabandista para sobrevivir”, cuenta Dulce Simoes. De carabinero a contrabandista.
El fantasma de la delación le obligó a escapar transcurridos unos años. Esta vez a Montijo, cerca de Lisboa, donde fue de nuevo detenido por indocumentado, devuelto a España y encarcelado.
En “La espera”, un poema escrito en la cárcel en 1940 y dedicado su esposa, sueña: Llegaré a ti, no lo dudes... Y voy traerte el regalo de unas ilusiones nuevas/ Que borrarán la memoria de la presente tristeza“.
Una vida de idas y vueltas que terminó en Badajoz, sin perder la esperanza de ver el final del franquismo.
No lo consiguió. Fermín murió en 1972.