“Ahí viene el loco”. Con frases como esa varios periodistas del la órbita del Partido Popular saludaron la llegada de Anxo Lugilde a una rueda de prensa de 2018 en la que, con lágrimas en los ojos, Alberto Núñez Feijóo anunció que no optaba a la presidencia del Partido Popular. Corresponsal del diario La Vanguardia en Galicia, Lugilde ha destacado durante años por un periodismo ajeno a las normas que imperan en el ecosistema gallego. Todo, hasta que le identificaron: “El loco”.
“Aquel día fue terrible”, recuerda en conversación telefónica con elDiario.es: “Te preguntas para qué te estás ocultando si quien te quiere joder lo sabe perfectamente”. Aquella rueda de prensa apartó a Feijóo de la política nacional y empujó a Lugilde fuera del armario en el que ocultaba su dolencia: la depresión.
Tras varios ingresos en instituciones psiquiátricas enfrenta ahora su historia en un libro en el que lo cuenta todo: ocasiones en las que buscó los mejores viaductos desde los que arrojarse, hasta los buenos momentos en los que sus terapeutas le ayudaron a avanzar en la mejoría. Los médicos le han recomendado espaciar entrevistas como la que sigue. En las librerías, con sus respectivas versiones en gallego, catalán y castellano, La vieja compañera está a disposición de quién quiera acompañar el diario de guerra de una persona acosada por el dolor.
¿Cuántas veces has redactado tu nota de suicidio?
Una nota como tal, nunca. Es cierto que en el libro hago un epílogo que parece una nota. La vez que hice una tentativa de saltar desde un puente en Lugo no escribí ninguna nota.
En el libro cuentas que la depresión ha estado rondándote durante 30 años. ¿Cómo se vive así?
Es muy fastidiado. Cuando me dicen de adolescente que tengo una depresión no sabía muy bien qué era. Fue a finales de los 80 y sabes que es algo jodido pero poco más.
Es una vida fastidiada porque por una parte está lo que sufres, que es mucho. Dicen los psiquiatras que solo el depresivo sabe lo que sufre. Luego está la felicidad cesante. No solo está todo lo que sufres, está todo lo que dejas de disfrutar. Todo lo que te pierdes. La vida del depresivo es la suma de lo que sufres y lo que dejas de disfrutar.
¿De esos 30 años, cuánto tiempo sin contarlo?
Cuando tuve el primer intento de suicidio en mi trabajo solo lo sabía una persona. Para ir a la psicóloga yo cogía horas de trabajo pero no decía que iba al médico. Después, el círculo se fue ampliando. Luego me di cuenta de que los que me querían joder sí que lo sabían desde el principio y eso también me empujó a salir del armario.
Hubo un día muy importante: el 10 de junio de 2018. El Partido Popular nos convocó en un hotel en Santiago para una cosa que parecía una boda y el presidente de la Xunta (Alberto Núñez Feijóo) lloró porque no podía ir a Madrid. Yo llegué, contrariamente a mis costumbres, de primero. Mientras estaba preparando mi ordenador los de prensa del PP y los periodistas avenidos estaban riéndose de mi. Que si ya había tomado la pastilla... Yo no me encontraba bien y aquello me sentó como un tiro.
Es un momento en el que te preguntas para qué te estás ocultando si quien te quiere joder lo sabe perfectamente. Al contarlo te liberas y encuentras que gente que no lo sabía está dispuesta a ayudarte.
¿Aquello te empujó a contarlo?
Aquel día fue muy terrible. Pero recuerdo cosas parecidas cuando el diputado del PP, Gerardo Conde Roa, le decía a Xosé Manuel Beiras que se tomase la pastillita.
En el Congreso un diputado del PP, Carmelo Romero, le dijo a Íñigo Errejón que visitara al médico y lo hizo durante un debate sobre salud mental...
Me contaron el episodio y sentí una gran repulsión.
¿Tu vida ha mejorado desde que has contado que tienes un problema de salud mental?
Sí. Lo que pasa es que yo no he vuelto a trabajar porque he tenido la mala suerte de tener tres episodios muy graves en cinco años, muchísimo según los psiquiatras. Perdí varios trabajos. A otros renuncié. Para contestarte a esto tendría que haber vuelto a la vida laboral pero de momento no me ha causado ningún perjuicio sino al contrario. He encontrado apoyo, solidaridad y admiración por el paso.
¿Recomiendas que las personas con dolencias similares exterioricen lo que les pasa?
En la medida que puedan sí. Luego, la casuística es de cada uno. En el armario el depresivo se ve en hábitat en el que quiere estar: encerrado en uno mismo y autodestruyéndose. El estigma social y de incomprensión social hace muchísimo daño y agrava la enfermedad.
¿Cómo es posible que haya un estigma sobre algo que le puede pasar a cualquiera?
Lo hay. Cada vez hay más gente que me cuenta que lo ha tenido y no dejo de sorprenderme. La clave es esa. La sociedad tiene que tomar conciencia de que ya no es una cuestión de respeto al enfermo. Esto se puede plantear en términos egoístas porque le puede pasar a cualquiera y no se sabe muy bien por qué. No hay ninguna vacuna para la depresión. Es más, es que no se la ve ni venir.
El bicho de la depresión está al acecho sobre toda la humanidad y eso debería llevar a tomar una conciencia máxima. Frente a eso lo que hay es ocultación, estigma, muy poco gasto en salud mental, muy pocos recursos... Yo estuve ingresado en un centro en Barcelona 30 días y no me vio un psicólogo. Solo había psiquiatras y pastillas.
¿Cómo es cruzar la puerta de un psiquiátrico para quedarse dentro?
Lo primero que hay que tener en cuenta es que entras muy jodido. La posición en la que llegas es extrema. Yo lo comparo con el botón nuclear que el psiquiatra pulsa cuando no hay otra opción. En mi caso la decisión se tomó de acuerdo conmigo pero si llego a decir que no, acabamos en el juzgado.
La primera vez fue una noche de invierno y oscureció muy temprano. Yo entré a las tres o cuatro pero a las cinco ya era noche cerrada. Fue una noche eterna. Yo sentía que había llegado al vertedero máximo de la sociedad, el lumpen absoluto.
Aunque era un ingreso voluntario me aplicaron un protocolo como si fuese un problema peligroso, con hombres armados, recogiéndome las cosas, obligándome a desnudarme parcialmente. Fueron momentos muy dolorosos en los que cosas que parecen chorradas, como llevar un pijama que me había regalado mi madre y que también tiene mi sobrino de repente adquieren mucho valor. El psiquiátrico está a cuatro kilómetros de mi hospital y a mí me trasladaron en una ambulancia atado. Me aplicaron todo el procedimiento.
Después, en cambio, no era nada tenebroso. Era un lugar que acababan de inaugurar, muy amplio y con mucha luz. Luego piensas, 'hostia, a ver si me voy a quedar aquí de por vida'.
Hubo una enfermera que me ayudó bastante. Cuando vieron mi currículum me empezaron a buscar en Google. Después me contó que mi primera noche ella y los del turno de guardia estuvieron viendo en bucle un vídeo mío en TV3 de una vez que me hicieron una entrevista y le regalé chorizos a la entrevistadora.
¿En enfermería mirando vídeos tuyos y tú atado a una cama?
No exactamente. La limitación de movimientos fue en el segundo ingreso. La primera vez no. Lo que funciona en un psiquiátrico es la sumisión química, ya no hay correas ni porras. Lo que te dan es Rivotril a chorro. La relación en general con la gran mayoría de los enfermeros es excepcional.
¿El psiquiátrico cura?
Sí. Al final yo era un enfermo y una parte de mi cuerpo estaba descompensada, así que fui al hospital. Estuve hasta que me compensaron. Mi psiquiatra dice que un depresivo tiene que entrar en planta como entra uno de hepatitis.
También es verdad que tienes deseos de muerte. Yo hice muchos planes allí. Mientras revierte el cuadro y estás dentro te dedicas a pensar cómo se puede hacer.
¿Cómo era tu día a día entre esos muros?
Me tocó compartir cuarto y pasé por diversas situaciones. Al principio tuve un compañero de habitación muy complicado que me despertó dos veces por la noche y cuando encendí la luz me dijo que me iba a matar. Yo estaba medio grogui y pensé, 'pero tú, gilipollas, lo que vas a hacer es dejarme más tullido porque si me fueras a matar aún hacíamos un trato'.
La última vez, en cambio, mi compañero era maravilloso: un disidente político chino que no podía volver a su país y se quería suicidar. Él no sabía ni gallego, ni portugués, ni catalán, ni inglés. Era muy complicado que me tocase las narices con nada y era muy afectuoso. No nos molestábamos mutuamente.
¿Tú penúltimo ingreso se produce en medio de la pandemia?
En lo peor del COVID. Estaban totalmente prohibidas las visitas. Era un régimen carcelario que no tenía nada que ver con la siguiente ocasión en la que entré y sí podía recibir a mis familiares. Fue un tiempo muy tenebroso. Era en enero en Barcelona.
La estadística dice que en España se producen diez suicidios diarios, ¿crees el estigma mata personas?
El estigma agrava y, supongo, que acabará matando. Un titular tan redondo no sé si te lo puedo dar pero lo pensaría. Me faltan conocimientos de psiquiatría para opinar pero el estigma lo agrava todo. Atentar contra tu vida es muy fuerte, es matarte a tí mismo. Es una cosa muy violenta.
Pienso en los pocos recursos que hay para la salud mental, el estigma social y otra cosa de la que no hemos hablado, que es la incomprensión, porque el desconocimiento social es gravísimo. Si reviertes todos esos factores negativos está claro que evitas muertos. Quien quiera ver el suicidio como un accidente meteorológico está en una posición muy cómoda.
¿Cómo es la depresión para los que te quieren, para la gente que está cerca?
Es complicado porque muchas veces no lo entiendes ni tú. Yo he tenido problemas de incomprensión pero nunca graves. Y siempre me han ayudado con las dificultades que hay de no saber muy bien qué hacer. A mi me pasaría lo mismo si tengo que ayudar a un depresivo.
¿Cómo ves el futuro?
En términos politológicos y considerando que esta enfermedad es totalitaria diría que estoy en transición. Saliendo de un estado grave, intentando llegar a uno estable.
Mi transición de 2019, sin medicación, fue una transición a la portuguesa, con ruptura con el pasado. En la que estoy ahora me temo que va a ser española o chilena, vigilada y con mediación.
Lo he pasado mal el último mes por la ansiedad anticipatoria de este momento en torno a la presentación del libro. Los médicos me han dosificado las entrevistas y reconozco que me dejan agotado.