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Un alumno graba con su móvil el miedo de los demás
Camino por los pasillos del instituto donde trabajo. En el sueño es de noche y enciendo la pantalla del móvil para ver mejor. Podría ser cerca del amanecer o en medio de la madrugada. Cuando pienso en mis años de instituto, casi siempre me centro en hablarle a la gente de los últimos dos o tres cursos. A partir de los 16 fui más o menos feliz: tenía un grupo de amigos, había decidido que quería ser escritor y la universidad parecía cada vez más cerca. Lo que casi nunca menciono es que fue también la época en que se atenuaron los insultos —nunca se acaban, ni siquiera hoy—, convirtiéndose unas veces en un eco lejano y otras, en preguntas incómodas y directas sobre mi orientación sexual, tan íntimas que ni siquiera yo había pensado demasiado en ellas hasta entonces.
El acoso escolar es algo de lo que apenas hablo. Una vez, en una conversación cualquiera, un amigo que había ido conmigo al instituto dijo: “Lo debiste de pasar fatal”. Le quité importancia con un gesto de la mano, seguramente sonreí. La supervivencia siempre ha tenido para mí esa forma de indiferencia apurada. Lo que espantaba con el gesto de la mano, ahora estoy seguro, es la vergüenza.
La mayoría de las veces, la reticencia a hablar de los insultos tiene que ver con cómo salpica a los demás nuestra confesión. La culpa que sienten las víctimas es una semilla que las miradas ajenas y su aparente normalidad han puesto en ellas. De niños, de adolescentes, uno nunca quiere implicar a los adultos. Crear un problema, convertir su diferencia en una batalla colectiva, en una preocupación extra.
Pero también los demás temen el reflejo de su propia violencia. Una confesión —en el momento o años más tarde— es un espejo que les devuelve a los culpables el relato de aquello que hicieron. Yo mismo he recordado muchas veces a aquella chica a la que llamamos fea durante toda la primaria. Dibujábamos cerdos en su mesa. Yo buscaba una víctima más débil: si ella era lo suficientemente fea, yo era un poco menos maricón, mariquita, marica. ¿Veían eso en mí mis propios acosadores? La crueldad que ejercía contra aquella niña tapando mi vergüenza y mi miedo. El juego del poder. Los niños llevan dentro toda la esperanza y toda la violencia de este mundo. Nada les es ajeno. Les enseñamos a no correr con cuchillos o tijeras en la mano. Permitimos que lleven armas entre los dientes.
Ahora, ya de adulto, he pensado mucho también en las cosas que hacemos cuando se descubre a los culpables. ¿Qué hacen las familias de los acosadores? ¿Lxs amigxs de los acosadores? Mi sola existencia, la sola existencia de un niño que camina moviendo las caderas, de un niño pobre, de una niña con acné, de alguien poco sociable o gordo… puede manchar, herir a demasiado adultos. Puedo leer en sus ojos el miedo a que yo explote. A medida que pasa el tiempo tengo menos amigxs con amigos homófobos, no soporto ni un grado de separación.
Solo una vez, en el instituto, acusé a un compañero de llamarme maricón. Muchos de los que fueron conmigo a clase tiene un buen recuerdo de aquel chico. A mí me cuesta hasta recordar su cara. La profesora a la que se lo dije sigue ejerciendo. No hizo nada. Quizá hoy en día sí lo haga. Puede que en otros casos lo hiciese. Pero allí, en aquel momento, no hubo una larga conversación, no hubo una sospecha, una pregunta, una preocupación. En mi casa nunca he contado esto. Pasé mucho tiempo en la biblioteca, odié educación física. Todos estos tópicos, este relato que parece caricaturesco siendo real, me han convertido en la persona que soy hoy. “¡Y ni tan mal!”, podría pensar alguien. “Por algún lado hay que romperse”, me dijeron una vez. Y no les quito razón, pero ¿tenía que ser a cambio de tanto tiempo?, ¿de tanta vida convertida en tan poca?
Durante esos años hubo también manos tendidas: las preguntas directas de la profesora Carme, que buscaba que yo me rebelase autoafirmándome; las lecturas de Carlos y el verano en que leí By nightfall de Michael Cunningham y no hubo vuelta atrás.
Por supuesto que en la última década han cambiado cosas: se han habilitado espacios seguros, existe una mayor aceptación social hacia la diferencia, pero hay también cada vez más puntos ciegos que sirven para burlar esas redes de seguridad. Percibo estos días una enorme preocupación por prohibir los teléfonos móviles en los centros educativos porque afectan al desarrollo de la atención y pueden dificultar el aprendizaje. Quizá habría que hablar más de la soledad de los teléfonos móviles, de la edad temprana a la que uno se expone a esa independencia feroz. De los móviles como arma. A veces, sigo sintiendo que hay demasiado público, demasiados espectadores de la violencia, demasiadxs niñxs a punto de explotar. En el sueño, enciendo la pantalla del móvil no para ver mejor, sino para grabar el miedo de los demás.
Camino por los pasillos del instituto donde trabajo. En el sueño es de noche y enciendo la pantalla del móvil para ver mejor. Podría ser cerca del amanecer o en medio de la madrugada. Cuando pienso en mis años de instituto, casi siempre me centro en hablarle a la gente de los últimos dos o tres cursos. A partir de los 16 fui más o menos feliz: tenía un grupo de amigos, había decidido que quería ser escritor y la universidad parecía cada vez más cerca. Lo que casi nunca menciono es que fue también la época en que se atenuaron los insultos —nunca se acaban, ni siquiera hoy—, convirtiéndose unas veces en un eco lejano y otras, en preguntas incómodas y directas sobre mi orientación sexual, tan íntimas que ni siquiera yo había pensado demasiado en ellas hasta entonces.
El acoso escolar es algo de lo que apenas hablo. Una vez, en una conversación cualquiera, un amigo que había ido conmigo al instituto dijo: “Lo debiste de pasar fatal”. Le quité importancia con un gesto de la mano, seguramente sonreí. La supervivencia siempre ha tenido para mí esa forma de indiferencia apurada. Lo que espantaba con el gesto de la mano, ahora estoy seguro, es la vergüenza.