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La Europa de la bandera y la Europa del kebab

11 de septiembre de 2021 21:27 h

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A las puertas de la plaza del Tapal, en Noia, un turista rezagado, septembrino, se cruza en mi camino, espanta una paloma y pregunta con acento extranjero: “¿Dónde puedo comer un kebab?”. La fachada de la iglesia de San Martiño, con todos sus músicos celestiales y santos y otros monstruos, con su gótico marinero, se erige a sus espaldas, pero rápidamente se convierte en pura circunstancia ante la urgencia del guiri. Indico: primero a la izquierda, luego todo recto y otra vez a la izquierda ya casi al final. Y añado: “El olor es inconfundible”. Quiero cabrearme con el chico extranjero pero no puedo. Al contrario, me hace sonreír. Sonrío pensando en el kebab de este pueblo de 15.000 habitantes, tan idéntico y traicionero –indigesto o delicioso– al de cualquier capital europea.

Pienso en lo que significa Europa para mí. Acuden a mi cabeza dos o tres imágenes: el programa Erasmus, la tercera bandera en los balcones municipales y un color gris y brillante como del cielo toldado en verano o traje de chaqueta. En mi imaginario, el anillo de estrellas es sobre todo sinónimo de subvenciones: sobrevive a las inclemencias climáticas en carteles publicitarios de obras públicas, en campañas y organizaciones... Y cuelga perenne en páginas webs de pymes por miedo a que en algún momento alguien muy lejos, en Bruselas o Estrasburgo o vete a saber dónde, decida comprobar que se cumple con el contrato, que ese dinero empleado en comprar un dominio web y echarlo a andar se le está agradeciendo lo suficiente a la Unión.

¿Pero qué es ser europeo para un nacido en los 90? No hablo de lo administrativo, sino de lo simbólico.

Hasta el Brexit, ser europeo, para alguien educado en España, era pertenecer a la Unión Europea. Tras el Brexit, para todos los ciudadanos no británicos, ser europeo sigue siendo más o menos lo mismo, no han cambiado demasiado los libros de texto, los destinos de las excursiones de fin de curso. Total, ¿qué es una herida más? Europa es hoy sobre todas la cosas un timbre, un cierto pedigrí. Cuando una bandera europea adorna el perfil de Twitter de un chico menor de 30 años –casi siempre un joven de provincias y clase media-baja que vive en alguna capital– pienso automáticamente: políticas, relaciones internacionales, administración y dirección de empresas, derecho. La bandera es como un requisito indispensable para demostrar que uno está esperando en la cola del ascensor social, que sabe hablar idiomas y busca realizar prácticas en un enorme edificio administrativo que dependa de la UE, la OMS, la UNESCO o cualquier otro no-lugar con siglas en mayúsculas que impresionen a sus padres, a los amigos de sus padres o a los padres burgueses de sus amigos.

La prueba de que el verdadero sentimiento europeo no reside ya en las instituciones (si es que alguna vez lo hizo) podría ser el hecho de que ningún joven que se haya ido de Erasmus cante borracho la novena sinfonía. No conozco tampoco ninguna pareja cuyos miembros pertenezcan a países distintos que se reúnan en una fiesta bajo la bandera de la UE. ¿Alguien que no haya nacido en los 80 o antes sabe qué es el esperanto? En ese sentido, en el institucional, para mí Europa bien podría ser Eurovisión. Lo digo sin acritud, con optimismo. Por lo menos allí el público abuchea el mamoneo de los jurados nacionales y arregla después el desaguisado a través del televoto.

No quiero decir con esto que esté en contra del marco europeo, de la posibilidad de viajar libremente sin fronteras, de la colaboración política y la solidaridad (aunque escasee). Lo que siento hoy es más bien cansancio ante esa idea aburguesada y sus símbolos, ese rencor que guardamos todavía los pigs de la crisis de 2008. Frente a todo eso, afortunadamente, el azar quiso que una inmigrante turca en el Berlín de los años 70 (porque seguro que fue una mujer) inventase, queriendo o sin querer (porque seguro que fue por necesidad), el kebab. No imaginaba entonces esa señora que lo hacía para que yo hoy pueda sonreír ante un turista, para que él se sienta como en casa comiendo en Galicia, a miles de kilómetros de su país nórdico, sin necesidad de acudir a la comida rápida americana y obviando la gastronomía local. Porque el kebab, queridas, queridos, es un símbolo de hermandad, nos iguala precarios independientemente de la nacionalidad, nos mancha los dedos, nos pesa en el estómago, alivia nuestros bolsillos, rompe con el espacio Schengen y sienta a la mesa incluso a los socios menos honrosos de la UE.

Comemos kebab mientras paseamos la calle del General Millán Astray en Madrid o leemos a Virginia Woolf a la sombra de una iglesia en Hungría; debatiendo sobre gentrificación con una danesa en Barcelona o durante nuestra pausa para el almuerzo a la salida de las prácticas mal remuneradas en cualquier eurocosa con sede en Bruselas, rodeados de chicos igual de sonrientes y convencidos europeístas que pueden pagar el relleno de pollo, cordero o falafel. Lo que quiero decir sin miedo es: mi sentimiento europeo va en un kebab, existe y cree en la posibilidad de no tener una titulación universitaria y no sentir vergüenza, de ir en contra del ascenso social, en contra de la idolatría al norte, en contra del hastío en los cristales tintados de los edificios administrativos, de la hipocresía frente a las desigualdades. Y todo esto estoy a punto de contarlo colocando un emoji en mi biografía de Twitter.

A las puertas de la plaza del Tapal, en Noia, un turista rezagado, septembrino, se cruza en mi camino, espanta una paloma y pregunta con acento extranjero: “¿Dónde puedo comer un kebab?”. La fachada de la iglesia de San Martiño, con todos sus músicos celestiales y santos y otros monstruos, con su gótico marinero, se erige a sus espaldas, pero rápidamente se convierte en pura circunstancia ante la urgencia del guiri. Indico: primero a la izquierda, luego todo recto y otra vez a la izquierda ya casi al final. Y añado: “El olor es inconfundible”. Quiero cabrearme con el chico extranjero pero no puedo. Al contrario, me hace sonreír. Sonrío pensando en el kebab de este pueblo de 15.000 habitantes, tan idéntico y traicionero –indigesto o delicioso– al de cualquier capital europea.

Pienso en lo que significa Europa para mí. Acuden a mi cabeza dos o tres imágenes: el programa Erasmus, la tercera bandera en los balcones municipales y un color gris y brillante como del cielo toldado en verano o traje de chaqueta. En mi imaginario, el anillo de estrellas es sobre todo sinónimo de subvenciones: sobrevive a las inclemencias climáticas en carteles publicitarios de obras públicas, en campañas y organizaciones... Y cuelga perenne en páginas webs de pymes por miedo a que en algún momento alguien muy lejos, en Bruselas o Estrasburgo o vete a saber dónde, decida comprobar que se cumple con el contrato, que ese dinero empleado en comprar un dominio web y echarlo a andar se le está agradeciendo lo suficiente a la Unión.