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El viejo amigo gay
Mis amigos organizan una cena. Somos un grupo pequeño, exclusivamente masculino y nos conocemos desde el instituto. Por primera vez, a la cena están invitadas también, de manera oficial, intencionadamente, las parejas de cada uno. Todos tienen novia en estos momentos. Yo no sé si podría decir o no que salgo con alguien. Qué duro arrastrarse con dignidad por la segunda mitad de la veintena intentando ser un adulto. ¿Tener pareja es ser adulto? Todos mis amigos son hetero menos yo. A la cena no podré asistir porque estaré en un viaje de trabajo esa semana. Es decir, nada de lo que voy a contar es un complot, son solo casualidades.
Pocos días antes de la cena, paseando una tarde por la Alameda, el anfitrión y su novia -una chica alegre e hiperentusiasta a la que solo he visto dos veces- me distinguen a lo lejos y apuran el paso hasta alcanzarme. Yo tengo un mal día. Creo que por una cuestión de dinero. Qué feo hablar en el mismo artículo sobre amor y dinero. Sobre identidad y dinero. ¿Hasta cuándo nos va a parecer feo hablar de dinero?
Después de saludarnos, corro a disculparme de antemano por no poder asistir a la cena y añado: “De todos modos era una cena de parejas, ¿no?”. Mientras lo pregunto, creo que sonrío como si no pasase nada, tal y como sonrío cuando me hago daño a mí mismo queriendo o sin querer. Muy parecido a cómo sonrío cuando algo me da miedo. ¿Estuvo mal decir aquello? Sí. ¿Era un reproche? Seguro. ¿Necesitaba decirlo? También. Mi amigo contesta sin mala intención, con la inocencia que sostiene los cimientos de cualquier amistad que sobreviva al final de la adolescencia. Dice: “¡Pero a ti no te costaría nada conseguir una cita en Grindr!”. Primer navajazo. “También podría ir solo”, continúo sonriendo. “Por supuesto, podrías venir solo y divertirnos”. Segundo navajazo. Y es así como por primera vez en años siento que ocupo en mi grupo de amigos ese lugar del que siempre he estado huyendo: soy “el amigo gay”.
Sobre la figura del amigo gay me he reído, he frivolizado e incluso me he llegado a aprovechar de ese comodín para beneficio propio en más de una ocasión. Pero si lo digo yo, no pasa nada. Si lo digo yo, no me afecta. Habría incluso quien añadiría que me empodera. Pero yo nunca he querido ser ese, siempre he caminado por los bordes de la trampa, consciente de que hay etiquetas que todavía nos invisibilizan.
El amigo gay habita un gueto diseñado a medida: si tiene pareja, es uno más en el grupo; si está solo, nos hace reír. Pero la cuestión va mucho más allá. Pensemos, por ejemplo, en política. Si alguien es visiblemente gay, si se posiciona con los símbolos y el colectivo, entonces lo más probable es que solo opine sobre esos símbolos y ese colectivo. En cambio, si se quiere dedicar a opinar sobre cualquier otra cosa y tener cierta visibilidad, dirigirse a una comunidad mayor, entonces debe mantener un perfil discreto, bajo. Sé que parece que hablo de los años 90, pero hablo de Twitter. O del Congreso.
Al amigo gay -el chico cis homosexual- lo modela una mirada que no le pertenece, lo clasifica, lo acorrala. Cuando hace un par de meses escribía en este mismo medio un artículo titulado “El éxodo gay”, fueron muchos los mensajes de hombres un poco mayores que yo en los que me hablaban de un éxodo diferente: el sentimental. No se trata tanto de buscar un lugar seguro como de encontrar alguien con quien huir de la caricatura, con quien construir un camino distinto. A propósito de esto, Camila Sosa Villada escribe de manera magistral en Las malas sobre la soledad travesti: “Yo también he cruzado errática la ciudad, sin saber qué hacer, adónde esconderme. Porque el amor no llega. La juventud se me escurre entre los dedos y el amor no llega”.
El amigo gay no se marcha y cumple años. A veces su tristeza impregna las cosas: el mantel de la cena, el pan, los ojos de los demás invitados. Y entonces se hace insoportable esa culpa, saber que hemos dejado que creciese así. Se hace increíblemente doloroso pensar que alguna vez nosotros, maricas, hemos dejado que nos miren así, que nos reduzcan a eso. Que nos hayamos conformado con hacer reír y mantegamos vivo ese estereotipo, nuestra función en los círculos sociales, un disfraz.
El otro día, caminando de la Alameda a casa, sentí que algo estaba roto. Pero no eran ellos, no eran mis amigos, ni un comentario desafortunado, sino que me había golpeado la idea de que el mundo tenía preparado para mí un plan que no me corresponde. Otra vez. Desde entonces, tengo pendiente comprar flores, organizar una cena y explicarle al mundo, a ese mismo mundo, que pasearemos solos o acompañados, que seremos graciosos o extremadamente serios, que escribiremos sobre el odio homófobo o las crisis migratorias. Y entonces mis amigos se sentará a la mesa y me dirán que nunca debí sentirme como aquel día, que en las décadas que vendrán envejeceremos como nos apetezca.
Mis amigos organizan una cena. Somos un grupo pequeño, exclusivamente masculino y nos conocemos desde el instituto. Por primera vez, a la cena están invitadas también, de manera oficial, intencionadamente, las parejas de cada uno. Todos tienen novia en estos momentos. Yo no sé si podría decir o no que salgo con alguien. Qué duro arrastrarse con dignidad por la segunda mitad de la veintena intentando ser un adulto. ¿Tener pareja es ser adulto? Todos mis amigos son hetero menos yo. A la cena no podré asistir porque estaré en un viaje de trabajo esa semana. Es decir, nada de lo que voy a contar es un complot, son solo casualidades.
Pocos días antes de la cena, paseando una tarde por la Alameda, el anfitrión y su novia -una chica alegre e hiperentusiasta a la que solo he visto dos veces- me distinguen a lo lejos y apuran el paso hasta alcanzarme. Yo tengo un mal día. Creo que por una cuestión de dinero. Qué feo hablar en el mismo artículo sobre amor y dinero. Sobre identidad y dinero. ¿Hasta cuándo nos va a parecer feo hablar de dinero?