“El Capital apoya la democracia sólo cuando puede conseguir un nivel de beneficios suficientemente alto”

El historiador belga Jacques Pauwels ofreció hace unas semanas una conferencia en Compostela organizada por las juventudes de Anova. Pauwels es una voz muy reconocida en el estudio de los fascismos y de la Segunda Guerra Mundial. Afirma de forma contundente que “los sistemas autoritarios de gobierno sin duda serían de nuevo introducidas si el Capital considerara que esa es la única manera de seguir teniendo grandes beneficios económicos o de evitar un cambio revolucionario”.

Se intenta ocultar la relación entre el nazismo y el empresariado alemán de los años 30. ¿Pero también el empresariado norteamericano miraba con buenos ojos el ascenso de Hitler?

Una buena cantidad de los principales hombres de negocios norteamericanos eran admiradores de Hitler en un comienzo y lo ayudaron, económicamente y de otras maneras, para que llegara al poder. Puedo citar los ejemplos de Henry Ford, el conocido fabricante de automóviles, y Walter C. Teagle, director general de la Standard Oil de Nueva Jersey, ahora conocida como Exxon. No sorprende que todos eran empresarios con inversiones importantes en Alemania. Al igual que sus socios alemanes, se dieron cuenta de que Hitler sería “bueno para los negocios”, por ejemplo eliminando a los sindicatos y a los partidos de izquierda y poniendo en marcha un programa de armamento que estimularía la producción e incrementaría sus beneficios. Ford ya le había enviado dinero a Hitler en 1922, más de diez años antes de que el fuehrer llegara al poder en Alemania. Casualmente, los fondos recogidos en los Estados Unidos para apoyar a Hitler eran gestionados a través de un banco de Nueva York, el Union Bank, cuyo director era Prescott Bush, padre de George Bush Sr. y abuelo de George W. Bush.

¿Se puede decir que el Capital apoya la democracia sólo cuando la democracia no supone un obstáculo para sus negocios?

De hecho, la historia nos muestra que el capital, o las grandes empresas, apoyan (o al menos toleran) la democracia sólo cuando en el marco de un sistema democrático es posible conseguir un nivel de beneficios económicos suficientemente alto. Sin embargo, los sistemas democráticos son por definición sensibles a las necesidades de los trabajadores y de otros miembros de las clases subalternas y por ese motivo a veces fija salarios más elevados, la asistencia sanitaria o la ayuda a los parados y otros servicios sociales, lo que tiende a reducir los márgenes de beneficios de las grandes empresas. En esos casos históricamente el Capital abandonó la democracia en favor de formas de gobierno autoritarias, normalmente de la manera de un hombre fuerte que vigilase sus intereses. Lo mismo sucedió cuando el Capital temió -de manera errónea o acertada- que la democracia podría traer un cambio revolucionario, por ejemplo bajo la forma de un triunfo electoral de un frente popular formado por socialistas, comunistas y anarquistas. Las diferentes formas de fascismo que surgieron en Europa en los años 20 y 30, lideradas por hombres fuertes como Mussolini, Hitler y Franco, y los espectaculares ejemplos de sistemas totalitarios fueron posibles gracias al apoyo del Capital, pero también de otros actores, por ejemplo, grandes terratenientes e incluso la iglesia.

El nazismo criticaba con dureza a burguesía. ¿Pero se puede decir que el nazismo era anticapitalista?

A la hora de estudiar el nazismo, y en general los fascismos, debemos diferenciar cuidadosamente entre las palabras y los hechos, entre la teoría y la práctica, entre la apariencia y la realidad. El partido de Hitler se llamaba Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes, y pretendía ser antiburgués, anticapitalista, y revolucionario. En realidad, ni era antiburgués, ni anticapitalista, ni socialista, y tampoco un partido de trabajadores. Los miembros de este partido eran mayoritariamente burgueses, más específicamente pequeñoburgueses, pero las políticas llevadas a cabo por el partido de Hitler una vez que llegó al poder beneficiaron a la alta burguesía, a los capitalistas. Y el partido de Hitler era revolucionario sólo en el nombre. Aquellos nazis que creían en la retórica revolucionaria y querían llevar a cabo algún tipo de revolución, por ejemplo Ernst Roehm, fueron salvajemente eliminados en la llamada Noche de los cuchillos largos en 1934. En realidad, a pesar de su retórica anticapitalista y revolucionaria, el partido de Hitler era contrarrevolucionario o, para usar otro término, reaccionario.

¿Fue el final de la Segunda Guerra Mundial -por ejemplo los bombardeos de Dresden- el inicio de la Guerra Fría?

La Guerra Fría entre los países occidentales capitalistas y la URSS comenzó realmente en 1918, justo después de la Revolución Rusa, cuando Gran Bretaña, Francia, y los Estados Unidos enviaron tropas a Rusia para ayudar a los Blancos en la guerra civil contra el Ejército Rojo. El objetivo era “ahogar el bebé del blochevismo” -como Churchill afirmó delicadamente- mientras aún estaba en la cuna. Aquella intervención no tuvo éxito, y durante la Segunda Guerra Mundial la URSS se convirtió en un aliado útil de las potencias occidentales. Pero una nueva guerra fría contra la URSS comenzó en el momento en que ya no eran necesarios para derrotar el nazismo, un par de meses antes del final de la guerra en Europa. Washington y Londres abrieron las hostilidades cuando decidieron conservar las armas capturadas a los alemanes para usarlas contra Moscú, algo deseado por muchos políticos y generales como Patton. Otro tipo de declaración implícita de guerra fría fue el bombardeo de Dresden de febrero de 1945, que tenía la intención de intimidar a los líderes soviéticos. Y Hiroshima y Nagasaki fueron también bombardeadas para aterrorizar los soviéticos y forzarlos a hacer todo tipo de concesiones en la reorganización de la postguerra en Europa y en el resto del mundo.

¿Existe un peligro real de resurgimiento de los fascismos?

Los sistemas autoritarios de gobierno, como las dictaduras fascistas de Mussolini y Hitler, sin duda serían de nuevo introducidas si el Capital considerara que esa es la única manera de seguir teniendo grandes beneficios económicos o de evitar un cambio revolucionario. Sucedió hace no tanto tiempo, en Chile en los años 70, cuando la posibilidad de que un gobierno democráticamente elegido había producido un cambio revolucionario fue derribado por la dictadura de Pinochet. Sin embargo, el Capital tiene otras opciones. En los últimos años los privilegios de las grandes corporaciones se mantuvieron con mucha efectividad a través de instituciones y acuerdos internacionales, como la UE o los acuerdos de libre comercio, que sirvieron para incrementar los beneficios de las grandes empresas y bancos a costa de la gente común, desmantelando el Estado del Bienestar. Fue un proceso iniciado por Thatcher y Reagan y más recientemente llevado a cabo a través de la imposición de medidas de austeridad. Todo dirigido a una perversa redistribución de la riqueza, desde los ciudadanos pobres y de clase media hacia las clases altas y el empresariado.

¿Es posible una historia objetiva o la historia es siempre una visión ideológica sobre el entorno?

Escribir una historia totalmente objetiva no es posible. Incluso cuando un historiador sólo aporta los hechos sobre, por ejemplo, la Segunda Guerra Mundial, sería obviamente incapaz de ofrecer todos los hechos, y en cambio presenta una selección, y hacer esta selección necesariamente implica una elección subjetiva. Sin embargo, algunos relatos son más objetivos que otros, y sólo porque toman en consideración ciertos hechos importantes que son ignorados o minusvalorados por otros autores. Por ejemplo podemos decir que los soviéticos hicieron la aportación más importante para que los aliados ganaran la Segunda Guerra Mundial. Pero durante la Guerra Fría este hecho fue ignorado por la mayor parte de los historiadores occidentales, sobre todo por motivos políticos e ideológicos, e incluso hoy muchos historiadores defienden que el desembarco en Normandía fueron el punto de inflexión de la guerra. Esos relatos están lejos de ser objetivos.

Los historiadores no pueden ser totalmente objetivos, pues es imposible para ellos estar totalmente libres de sesgos ideológicos. Cuanto más objetivo y menos sesgado es un historiador, su relato serán más convincente para el lector. Sin embargo, los lectores también son subjetivos hasta cierto punto y también tienen sesgos en su interpretación. La conclusión es que entre el historiador y el lector nunca puede haber unanimidad sobre qué historias son más objetivas. El deber del historiador es ser lo más objetivo posible y debe tener en cuenta las criticas de sus lectores y de otros historiadores.