El pasado 4 de agosto el Boletín Oficial del Parlamento de Galicia publicaba el texto definitivo de la reforma de la Ley de elecciones que el PP impulsa en solitario con el objetivo fundamental de recortar el número de escaños del Legislativo gallego, pasando de los 75 actuales a 61. Cuando, en el inminente inicio del curso político, los de Alberto Núñez Feijóo se valgan de su mayoría absoluta para sacar adelante la modificación, culminarán dos años en los que los conservadores gallegos han agitado el proyecto en innumerables ocasiones con diversas justificaciones, del “ahorro” al “simbolismo”, y en los que solo han cedido en la rebaja del mínimo de escaños asignados a cada provincia, de 10 a 8. Las nuevas reglas de juego harán, aun más, que las normas electorales y parlamentarias de Galicia sean un traje a la medida del partido de la gaviota, confeccionado ahora por Feijóo al hilo del que comenzó a tejer Manuel Fraga.
A finales de 1992, el primer Gobierno gallego del patrón de la derecha española preparaba los fastos de una de sus grandes reaciones, el Xacobeo 93, y también comenzaba a ajustar a sus necesidades las reglas del juego político. Lo hacía a través de una modificación de la Ley de elecciones que menos de una década antes, en 1985, había salido adelante con un amplio consenso parlamentario. Fraga buscaba su Baviera y para hacerlo debía acabar con la “atomización ideológica”, manera con la que eufemísticamente definía el PP la presencia en la Cámara de formaciones minoritarias. Se trataba, decían en la exposición de motivos de la reforma, de una “lógica adaptación de la ley al nivel de implantación social de las fuerzas políticas y de la búsqueda de la máxima eficacia en la actuación del Parlamento”. Esto se concretó elevando del 3% al 5% el umbral mínimo de votos para conseguir representación parlamentaria en cada circunscripción, barrera que eliminó a las fuerzas minoritarias del Pazo do Hórreo.
Mientras algunos de los artífices de los grandes consensos del inicio de la autonomía, como Ceferino Díaz, del PSdeG, o Camilo Nogueira, en aquel entonces del grupo del PSG-EG, lamentaban que el PP de Fraga dinamitara consensos conseguidos con esfuerzo y que se asentaban en los propios Pactos do Hostal que dieron lugar a los primeros grandes acuerdos de la autonomía, los conservadores dieron un paso más en el rediseño a su imagen y semejanza de las instituciones autonómicas. Así, en marzo de 1993, a pocos meses de las siguientes elecciones autonómicas, lanzaban la ley para reformar el Reglamento del Parlamento que, entre otros aspectos, limitaba las intervenciones de la oposición eliminando prerrogativas como el derecho de réplica, aminoraba el control al Gobierno y ampliaba las capacidades de los conselleiros para intervenir.
Para defender aquella reforma Fraga eligió a un diputado joven, Gerardo Conde Roa, quien desde la tribuna defendió que la modificación no hacía más que plasmar la voluntad “mayoritaria” de la sociedad gallega. “No es el Reglamento de la Cámara el que otorga representatividad, sino la sociedad gallega, que cada cuatro años se pronuncia acerca de los que deben tener más voz y de los que deben tener menos voz”, proclamó. “El señor Fraga lleva tiempo en una loca carrera por romper todos los consensos conseguidos en otros tiempos”, replicó Ceferino Díaz, que recordaba la inexistencia de “precedentes” en los que un solo grupo “impusiera a todo un Parlamento su constitución interna”.
Según Conde Roa, la oposición no hacía más que “victimismo” mientras deseaba un sistema de “partido único”, acusaciones que contribuyeron a tensar aun más un debate en el que se produjo la histórica imagen de Xosé Manuel Beiras, entonces diputado del BNG, golpeando con su zapato sobre el tablero del escaño. Meses más tarde, en junio, otra protesta de Beiras durante el debate de la reforma en una comisión parlamentaria derivaría en su expulsión de la Cámara, revocada después por el Tribunal Constitucional en un dictamen que para el PP fue una “cacicada”.
Diputados del PSdeG protestan contra la reforma de Fraga a finales de 1992
Contra las recomendaciones europeas
La manera en la que el PP ejecutó aquellas reformas, aún vigentes dos décadas después, no solo fue contra el criterio de quienes estaban en la oposición, sino que también choca con los criterios de buenas prácticas electorales que defienden instituciones internacionales como la Unión Europea. Según el Manual de observación electoral de la UE, considerado uno de los documentos de referencia para velar por la limpieza de los procesos electorales, las “buenas prácticas” democráticas recomiendan que “el marco legislativo de las elecciones se elabore y adopte en un proceso inclusivo y transparente” y, además, que “la ley electoral disfrute del apoyo de los partidos de la oposición, así como de los partidos que apoyan al gobierno”, una condición que no cumplían los cambios de Fraga y que tampoco cumple la reforma de Feijóo.
Ese mismo manual incide en un aspecto en el que no incurre el recorte parlamentario de Feijóo, pero en el que sí cayeron los cambios de Fraga y en el que también caería Mariano Rajoy si, finalmente, decide modificar la legislación electoral antes de las próximas elecciones municipales para ilegalizar los gobiernos locales de coalición. Según la UE, para garantizar la limpieza y las buenas prácticas en los comicios, “el marco legislativo y administrativo para las elecciones”, las “reglas del juego”, tienen que estar “establecidas mucho antes de que comience el proceso electoral”, siendo “condición ideal” que “un año antes” de la cita con las urnas la ley ya esté fijada y consensuada. En caso contrario, “debe haber consenso” para introducir cambios.