El 27 de agosto de 2012, hace exactamente dos años, Alberto Núñez Feijóo acababa de deshojar la margarita del adelanto electoral. Tras varias semanas de rumores, el presidente de la Xunta, previas reuniones con Mariano Rajoy y con sus barones provinciales, se dirigía con solemnidad al país para anunciar que, “por el momento de extraordinaria dificultad económica”, anticipaba en medio año los comicios. Con esta decisión el jefe de la derecha en Galicia provocaba múltiples efectos, entre otros, el torpedeo a una oposición que intentaba recomponerse y que, en la mayor parte de los casos, no tenía ni siquiera candidatos. El adelanto también implicaba renunciar a una reforma electoral de última hora, tal y como pretende ahora nuevamente el PP, pero con los ayuntamientos en el punto de mira.
La reforma electoral que los populares aparcaron entonces no era otra que el recorte del Parlamento de Galicia, de 75 a 61 escaños, que dos años después aún se tramita en el legislativo gallego. Feijóo había comenzado a agitar la propuesta en pleno verano, al calor de una iniciativa semejante de UPyD en Madrid que Esperanza Aguirre había asumido como propia, y a lo largo de varias semanas su partido se mostraba dispuesto a acometer la modificación por trámite de urgencia y en solitario, toda vez que la oposición, en aquel momento formada por PSdeG y BNG, veía en la reforma un intento de “amaño” electoral e incluso de “golpismo”. Las razones esgrimidas por el PP eran diversas, desde un supuesto ahorro hasta el “simbolismo”, pasando por utilizar los salarios de los diputados que se eliminaran para pagar guarderías.
Esta era la coyuntura, desdén a las minorías incluido, cuando Feijóo decidió retrasar un plan reconvertido en enero de 2014 en proposición de ley del PP, la cual acumula ya siete meses de tramitación. A la espera de que la tijera acabe de pasar por el Parlamento de Galicia, el partido de la gaviota activó desde Madrid la maquinaria para explotar la posibilidad de ejecutar otra reforma electoral, mucho más deseada por el propio Feijóo: la ilegalización de los gobiernos municipales de coalición. De nuevo, un cambio de las reglas del juego a menos de un año de la cita con las urnas.
Igual que había hecho en 2012 el PPdeG, el gabinete de Rajoy emplea desde hace semanas la prensa para colocar globos sonda al respecto, tanto para concretar poco a poco algo de la letra pequeña de la reforma –pasaron de proponer el gobierno de la lista más votada a sugerir que se primará con la mayoría absoluta a quien obtenga el 40% de los votos– como para lanzar declaraciones más o menos altisonantes. Así, el PPdeG saluda con entusiasmo la iniciativa mientras presiona internamente para que Rajoy no recule e ilegalice de raíz las que denomina “coaliciones populistas”. Mientras, otros cargos del sector más moderado apelan al “consenso” y, yendo más allá, representantes como el diputado en el Congreso Pedro Gómez de la Serna echan mano de la pirotecnia dialéctica y califican de “golpe de estado” los pactos postelectorales de fuerzas políticas diferentes al propio PP.
Con estas cartas sobre la mesa y sabiendo que el PSOE de Pedro Sánchez no está dispuesto a negociar el asunto cuando restan tan pocos meses para las elecciones, solo falta saber si Rajoy mantendrá su apuesta hasta las últimas consecuencias. El temor a coaliciones en el ámbito de la izquierda y al efecto de nuevas fuerzas como Podemos está en un lado de la balanza y, en el otro, la imagen que podría proyectar un golpe de mano de este calibre realizado en solitario. Por eso, precisamente, el PP busca ahora a CiU como compañera de viaje, un pacto que antaño sería simple pero que ahora está condicionado por el proceso soberanista catalán. Cabe, por lo tanto, la posibilidad de una retirada en el último minuto. No sería la primera vez.