“La negación del origen genocida del Estado español es el discurso social hegemónico”
El historiador Antonio Míguez había comenzado ya a explorar la posibilidad de reconceptualizar la “represión” franquista como “genocidio” en su ensayo O’, publicado en 2009. Continuó investigando en esta línea hasta llegar a La genealogía genocida del franquismo. Violencia, memoria e impunidad, que acaba de publicar Abada. Un libro que defiende no solo que el régimen franquista se pareció mucho más de lo que se llegó a asumir a las dictaduras latinoamericanas o incluso al nazismo. Sino que el Estado actual, su legitimidad democrática, se asientan en la negación de su origen mismo en un proceso de exterminio masivo de una parte de la sociedad. Porque son muchas las continuidades con el Estado franquista. Más de las que la propia memoria militante antifranquista quiso, muchas veces, admitir.
Ya en un libro anterior, ‘O que fixemos en Galicia’, trataba el mismo tema, pero de un modo más intuitivo.
Sí. Este libro procede de cuando escribí ‘O que fixemos en Galicia’, que fue premio Alexandre Bóveda de Ciencias Sociais. Era la etapa del gobierno PSOE-BNG en la Xunta de Galicia, el momento álgido del movimiento de recuperación de la “memoria histórica”, con dotaciones públicas para proyectos de investigación como Nomes e Voces, en el que trabajé. El origen de mi interés en esta cuestión es ese. Hice mucho trabajo de campo en Nomes e Voces y a partir de mi contacto con las fuentes y el tema surgió la inquietud de considerar una reconceptualización de lo ocurrido tras el golpe de Estado de 1936 como práctica genocida.
Su propuesta es crear un paradigma interpretativo alternativo, desde una perspectiva comparada. ¿Por qué se necesita, entonces, esa mudanza conceptual y de enfoque?
Soy historiador y escribo desde el debate historiográfico. Eso es lo primero. Comienzo cuestionando el paradigma dominante, basado en la dicotomía franquismo-antifranquismo. En la perspectiva antifranquista se situaron los primeros estudios sobre la represión, a finales de la transición y principios de los años 80, conducidos por el afán de reparar moralmente el sufrimiento de las víctimas del franquismo, en un contexto en el que el Estado no era capaz de satisfacer esa demanda moral de justicia. Esto impulsó mucho la investigación, aunque también condicionó el tipo de interpretación que se hace sobre la cuestión. La consecuencia fue que se entiende la llamada represión franquista como un fenómeno esencialmente político, es decir, se atribuye la violencia a cuestiones de ámbito político-partidista. Esto significa que, si los verdugos, los victimarios, son definidos como fascistas, entonces las víctimas tendrán que ser antifascistas, militantes antifranquistas. Otro efecto es que no se distingue entre la violencia del propio proceso bélico y la violencia de la retaguardia. Porque, si se entiende la guerra como un enfrentamiento entre franquistas y antifranquistas, la violencia de retaguardia sería la misma violencia da guerra, pero llevada a otros lugares. Además, el paradigma dominante considera esa violencia como un fenómeno intrínsecamente español, no comparable a otros procesos violentos del siglo XX, y esa es una carencia muy grande.
Parte de la distinción entre crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y genocidio. Y se decide por el tercero. ¿Por qué?
Creo que el concepto de “represión” es insuficiente para definir lo que sucedió. Sería ridículo, por ejemplo, hablar de “represión hitleriana”. Y aquí se llama, con naturalidad, “represión” a lo ocurrido en agosto de 1936 y en octubre de 1975. Lo que propongo es utilizar un lenguaje que tenga mejor acomodo en el propio argumentario internacional. Opto, por ello, por esa trilogía de conceptos. En el año 36, además, esta tipología conceptual estaba asentándose a nivel internacional. No se trata de si es una violencia más o menos mala si la llamamos de una manera o de otra. No hago un juicio moral: solo intento que lo que ocurrió pueda explicarse mejor. Los crímenes de guerra están circunscritos a prácticas del propio conflicto bélico: al trato dado a soldados o a prisioneros, o el caso de José Couso, por ejemplo. Hay unas convenciones internacionales que identifican prácticas que no se justifican por el contexto de guerra. El objeto de los crímenes contra la humanidad es, sin embargo, no los combatientes, sino los civiles. En este caso, no se precisa que exista un plan predeterminado, una intencionalidad que esté detrás de la masacre de civiles. El otro gran concepto, que aportó el jurista polaco Raphael Lemkin en los años de la Segunda Guerra Mundial, es el de genocidio, que sí precisa que haya una intención de acabar con un grupo social concreto. No solo exterminando a los individuos que lo forman, sino borrando la identidad del grupo.
Desde el punto de vista del derecho internacional, su propuesta presenta un problema: la Convención para la sanción del delito de genocidio de 1948 excluye de su definición a los grupos políticos. Solo considera la eliminación sistemática de un grupo social por motivos de nacionalidad, etnia, raza o religión. Otra cosa es el debate que creó esta Convención, que es en el que usted se apoya.
Es un concepto de origen académico, muy especializado, que además tiene un uso popular muy extendido…
Que connota una gravedad mayor de los hechos: más asesinatos...
Sí, en general no se tiene muy clara la definición de genocidio. Pero lo grave es que en el ámbito académico se use el concepto sin fundamento. Como sinónimo de Holocausto, por ejemplo. Es muy importante explicar los orígenes del concepto, los debates que en torno a él se produjeron y sus consecuencias. Es un concepto de codificación, a nivel internacional, muy compleja, que estuvo muy condicionada por las circunstancias históricas, que hicieron que se alterase parte de su espíritu. Fueron excluidos de la definición los “grupos políticos”, pero eso no significa que el debate haya terminado. Hubo después de 1948 sentencias, por ejemplo en Argentina, que supusieron condenas por genocidio tratándose de víctimas que fueron tales por motivos políticos. Y hoy puede hablarse de un consenso alrededor de la idea de que la exclusión de los grupos políticos de la definición no estaba justificada. De todas maneras, a mí me interesa, más que la perspectiva estrictamente jurídica, el uso del concepto en el contexto de los estudios sociológicos, politológicos e históricos.
¿En qué sentido es, entonces, más operativo usar el concepto de “genocidio” que el de “represión”?
Esa es la cuestión: si es más operativo y funcional. Yo creo que sí. Y no es una cuestión de utilizar una palabra u otra, sino de lo que tiene detrás. En primer lugar, habría que distinguir, como decía antes, la violencia de retaguardia, que tuvo un carácter sistemático que va más allá de la represión política. Porque la represión política ya había existido antes del 36 y también existe hoy, en las democracias. Otra cosa es si está dentro de la legalidad o no. Quiero decir: en 1917 hubo una gran huelga general que acabó con cientos de dirigentes obreros en la cárcel. Lo mismo pasó con la Revolución de 1934, en Asturias: cientos y miles de obreros en la cárcel, e incluso condenas a muerte. Pero a partir del golpe de Estado del 36 se produjo un tipo de violencia especial, una violencia sistemática cuyo objetivo era acabar con una parte de la sociedad, borrar su identidad.
Es decir, un genocidio. Y este cambio conceptual permite incorporar otro tipo de cuestiones. Primero, los verdugos, los perpetradores. No se trata solo de hacer recuento y sistematización de los perfiles de las víctimas, que también es muy importante. Se trata, como se hizo en Ruanda, o en la ex-Yugoslavia, de saber quién fue responsable: quién mató, por qué, cómo… Otra cuestión es quién participó en estas matanzas y por qué, que es un tema que aquí casi no se estudió: la movilización social, la participación de la sociedad en el genocidio. Esto implica estudiar cuestiones muy difíciles y que generan grandes tensiones sociales, como la delación. Todo esto, que fue estudiado por ejemplo en el caso de la Alemania nazi, aquí se resuelve con la apelación al contexto de guerra, a los “excesos de ambos bandos” o, simplemente, a las consecuencias de la “represión franquista”.
Y supone además considerar una buena parte de la sociedad como objeto pasivo de unas lógicas ajenas a ella. En este sentido, la historiadora Ana Cabana estudió las actitudes de consentimiento y resistencia no organizada, complejas y cambiantes.
Sí. Ana Cabana o Daniel Lanero hicieron un trabajo muy importante en este sentido, más aplicado al desarrollo del régimen en los años 40, 50… Lo que nos falta por saber es qué pasó entre el 36 y el 39. En la práctica genocida son los verdugos los que definen a las víctimas como parte de un grupo social a ser exterminado. Por razones muy amplias, porque las identidades de las personas son complejas y múltiples. Y, para mí, más que poner el acento en la causalidad, es más operativo explicar el procedimiento, el por qué, con qué finalidad. Cuando trabajaba en Nomes e Voces me encontraba con que personas que los verdugos definían de la misma manera no podrían, si tuviesen oportunidad, ni estar sentadas a la misma mesa, debido a las diferencias entre ellas. Pues resulta que para los verdugos eran todos lo mismo. Por eso es reduccionista quedarse solo con el dato de la militancia política. Lo que importa, para mí, son las lógicas. Y aquí entra el concepto de lógica burocrática: los sublevados utilizaron todo el aparato del Estado para lograr sus propósitos de exterminar un grupo social. Aplicaron una racionalidad burocrática, un procedimiento sistemáticamente ordenado, y por ello hoy tenemos fuentes para estudiarlo. También los campos de exterminio nazis fueron organizados con esa lógica burocrática, en la que se diluyen las responsabilidades por los crímenes.
Junto a la lógica burocrática encontramos la lógica de la venganza y la lógica de la compasión. En la memoria popular quedó la cuestión de las venganzas y rencillas por enfrentamientos personales. Por efecto del discurso de la represión franquista, este hecho quedó obviado: no se trataba de venganzas personales, sino de violencia política. Yo creo que las venganzas sí pesaron mucho. Lo que ocurre es que, sí, se trataba de una violencia sistemática organizada de una manera burocrática, es decir, no hubo crimen que no fuese ordenado o consentido por las autoridades. Pero la implicación personal de los verdugos yo creo que sí tuvo ese componente de venganza, originada por diversas razones. La lógica de la compasión está relacionada con la anterior. Hubo personas que utilizaron su poder para “salvar” a otras. Lo que ocurre es que mientras una persona era salvada, otra era condenada. Si se salva a alguien porque “es buena persona y no ha hecho nada”, parece que otras personas sí han hecho algo. Por último, está la lógica depredadora. Por un lado, es un proceso de sustitución de unas personas por otras. Por cada maestro depurado o cada obrero encarcelado quedaba un puesto de trabajo libre. Así, otras personas pudieron ascender y mejorar profesionalmente. Y lo mismo sucede con los bienes que fueron incautados como sanción económica. Ese fue un proceso de sustitución que durante el franquismo se institucionalizó y cuyos efectos llegan a hoy.
Cuando compara el “genocidio” franquista con otros casos señala las semejanzas, por ejemplo, con las dictaduras latinoamericanas, o incluso con el nazismo. En ese sentido, hubo un debate sobre si el franquismo era totalitarismo o autoritarismo, que para unos autores era una distinción muy relevante y para otros mero revisionismo.
Y ese debate sobre la naturaleza política del régimen está muy vivo. La cuestión, para mí, es que para un régimen muy largo, con distintas etapas, es difícil dar una definición homogénea. Más allá de ese debate, lo importante en mi opinión es el origen del régimen, es decir, el genocidio, el proceso violento del que nació, el asesinato sistemático de miles de personas. Es difícil medir cuál fue el régimen más brutal y a lo mejor tampoco tiene mucho sentido. El problema es que en el año 2014 seguimos siendo el Estado con más fosas por desenterrar, no sé si del mundo, pero desde luego sí de Europa. Porque hay un problema de negación de lo que pasó, del genocidio como base constitutiva del Estado.
Y a eso apunta el libro. A la pervivencia del negacionismo. Primero, a través de la asunción social de argumentos como la inevitabilidad de la guerra debido a los extremismos ideológicos, la lucha entre “dos bandos”...
No es solo que el negacionismo siga vivo. El problema es que la negación del genocidio, del origen genocida del Estado español en la eliminación sistemática de una parte de la sociedad, es la visión social hegemónica, y transversal a todas las ideologías políticas. No es un problema solo del franquismo o del neofranquismo representado por Pío Moa, César Vidal…, con los que ya no entro a debatir porque no tienen el más mínimo rigor histórico. El tema de la negación es mucho más complejo. Y eso nos lleva a lo que hablábamos antes de la participación social: por qué unos sobrevivieron y otros no. En Alemania se debatió eso mucho, o en el caso del genocidio armenio, o en el de las dictaduras latinoamericanas. Es un problema complejo que el discurso hegemónico no trata. Y que incluye otra cuestión sobre la que se pasa por encima: la violencia en la zona que quedó bajo control de la República. No basta con decir que ya fueron honrados en el franquismo. En esa zona hubo crímenes que pueden considerarse crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Pero es parte de la negación.
Ese negacionismo está presente, según explica, en las actitudes de olvido de muchas familias o incluso en el discurso de la reparación moral y económica de las víctimas que inspiró la llamada Ley de Memoria Histórica.
Ocurre que en un Estado en el que no hay políticas públicas de memoria, y aquí no hubo más que las políticas de exaltación de los “vencedores” del franquismo porque en democracia no hubo políticas públicas de memoria rigurosas y con continuidad, lo que queda es la memoria social fragmentada. Parte de ella es la memoria familiar de “era bueno” y “no hizo nada”. Que es normal, y no pretendo criticar a las familias, pero tiene el reverso de banalizar los motivos: si uno era bueno, debía ser que otros eran malos. Lo mismo ocurre con la memoria del olvido: mejor no hablar, no contar nada a los descendientes… es decir, negar lo que pasó. Que tampoco pretendo criticar a nadie. Pero ese es el problema de no tener políticas públicas de memoria. Ni tenemos un museo de la memoria…
Y ve negación, también, en la memoria militante, en la memoria antifranquista, en el marco de lo que decía: los franquistas contra los antifranquistas.
Se ha hecho un enorme trabajo de recuperación de la memoria histórica. Lo ha hecho un movimiento que trabajó contra viento y marea, con muchas dificultades. Pero lo que digo es que su trabajo no tuvo la capacidad de cuestionar la visión dominante. Cuando no hay una política pública coherente por parte del Estado, esas memorias fragmentarias no tienen la capacidad de sustituir a la memoria oficial, y además esas memorias fragmentarias pueden, sin querer, contribuir a asentar la memoria dominante. Y la memoria militante lo hace al poner el acento en la cuestión político-partidista: en la dicotomía entre franquistas y antifranquistas. Para mí, ese no es el debate. Porque las víctimas son víctimas, y son víctimas de todos, también las de la zona republicana.
Una crítica que pueden hacerle es, precisamente, esa. Acabar equiparando la violencia franquista con la practicada en la zona republicana. Aunque no lo pretenda. Es decir, negar.
Eso es algo que quise dejar muy claro. No es igual. Pero tampoco podemos obviar la violencia que se produjo en las zonas republicanas. No es suficiente con decir que fue producto de la guerra, de las circunstancias. El concepto de práctica genocida no es ahí aplicable, aunque sí hubo crímenes que pueden considerarse de guerra o contra la humanidad. Y no se trata de decir si fue peor o mejor. Todos son víctimas y todos los verdugos causaron sufrimiento. Es verdad que en la zona que quedó bajo gobierno republicano hubo personas que tuvieron pulsiones o intereses genocidas. Pero no llegó a darse una práctica genocida porque hubo circunstancias que lo impidieron: la intervención de las autoridades, grupos políticos en los que había gente con esas pulsiones y otra gente que no estaba dispuesta a permitirlas… Que fue lo contrario de lo que hacen los sublevados, que ponen el aparato del Estado, desde lo más alto hasta la base, para hacer posible el genocidio. No es lo mismo, evidentemente.
Otra dificultad, quizás, es hacer esa distinción entre violencia derivada directamente de la guerra y violencia de la retaguardia. Muchas veces no es fácil.
El caso gallego es un buen ejemplo de esto. Porque en Galicia no hubo guerra, sino violencia de retaguardia. No se puede atribuir la violencia a una guerra que no existe porque en Galicia la guerra duró solo unos días. En otros lugares puede ser más difícil, pero no es lo mismo que dos soldados mueran en un enfrentamiento que que vengan falangistas a un pueblo a matar a todos los “rojos”. Otro caso claro es el de la violencia del año 39, 40 y 41. Seguía la misma práctica y no había guerra. Porque se trataba de exterminar a una parte de la sociedad. A partir de ahí, la violencia ya es otra cosa.
En la transición tampoco se distinguió, según comenta, violencia política de genocidio. Y hasta hoy.
Es una cuestión de prácticas de justicia transicional, que tiene que ver con cómo se resuelve, desde las políticas públicas, el tránsito a la democracia. En España se produjo una ruptura de lo que fue la práctica consolidada desde los procesos de Nuremberg, en la Segunda Guerra Mundial. Es decir, la tendencia era ir más allá das medidas de reparación, juzgando a los culpables e impulsando procesos de purga, de “desnazificación” en el caso alemán. En Grecia se juzgó a los responsables del régimen de los coroneles. En Portugal hubo purgas: militares, políticos… En España, sin embargo, se institucionalizó la idea de amnistía como elemento fundamental del nuevo régimen político. La idea de que la reconciliación lleva al perdón y el perdón al olvido. Que después fue el modelo para as leyes de punto final de Chile, Brasil, Argentina, Uruguay…, que liberan a los presos políticos pero posibilitan que queden impunes quienes nos habían encarcelado.
Pero en estos países, después, hubo medidas que corrigieron injusticias, como las Comisiones de Verdad. Pues en España, una vez que se optó por la reforma y no por la ruptura, no hubo más. Y la única iniciativa que cuestionó los efectos de esto fue el auto de Garzón, que argumentaba que se trataba de delitos contrarios al derecho internacional, por lo que la Ley de Amnistía no servía para enterrarlos en el olvido. Y la respuesta judicial y política fue decir que esa Ley tenía legitimidad porque se había aprobado y con un elevado consenso, que lo importante era el perdón y la reconciliación. Y ahí está el discurso hegemónico, a nivel social y político. Y ese es el problema, la negación de los orígenes constitutivos del Estado español. Por eso tenemos muertos en fosas.
Puede presentar problemas, también, su perspectiva, en otro sentido. Bastante ha costado instalar el discurso de que no fue una guerra inevitable entre dos bandos, sino, precisamente, represión que respondía a fines políticos.
Yo entiendo que con la Ley de Memoria Histórica de Zapatero y, en Galicia, con las políticas del bipartito, cambiaron cosas. Pero es que lo que se hizo fue destruido. Prueba de ello es la Illa de San Simón, que ya no tiene el significado memorial que se le quiso dar entonces. Las fosas comunes siguen ahí, las placas de la memoria las ponen iniciativas particulares. Y ahí está el problema, la negación de los orígenes del Estado, con lo que eso supone. La continuidad del Estado anterior, presente en la administración, en los poderes fácticos… La especulación urbanística, por ejemplo, tiene origen en los planes de desarrollo del franquismo y en su turismo de sol y playa. Es solo un ejemplo…
El historiador Antonio Míguez había comenzado ya a explorar la posibilidad de reconceptualizar la “represión” franquista como “genocidio” en su ensayo ‘O que fixemos en Galicia’, publicado en el 2009. Continuó investigando en esta línea hasta llegar a ‘La genealogía genocida del franquismo. Violencia, memoria e impunidad’, que acaba de publicar Abada. Un libro que defiende no solo que el régimen franquista se pareció mucho más de lo que se llegó a asumir a las dictaduras latinoamericanas o incluso al nazismo. Sino que el Estado actual, su legitimidad democrática, se asientan en la negación de su origen mismo en un proceso de exterminio masivo de una parte de la sociedad. Porque son muchas las continuidades con el Estado franquista. Más de las que la propia memoria militante antifranquista quiso, muchas veces, admitir.
Ya en un libro anterior, ‘O que fixemos en Galicia’, trataba el mismo tema, pero de un modo más intuitivo.
Sí. Este libro procede de cuando escribí ‘O que fixemos en Galicia’, que fue premio Alexandre Bóveda de Ciencias Sociais. Era la etapa del gobierno PSOE-BNG en la Xunta de Galicia, el momento álgido del movimiento de recuperación de la “memoria histórica”, con dotaciones públicas para proyectos de investigación como Nomes e Voces, en el que trabajé. El origen de mi interés en esta cuestión es ese. Hice mucho trabajo de campo en Nomes e Voces y a partir de mi contacto con las fuentes y el tema surgió la inquietud de considerar una reconceptualización de lo ocurrido tras el golpe de Estado de 1936 como práctica genocida.
Su propuesta es crear un paradigma interpretativo alternativo, desde una perspectiva comparada. Por qué se necesita, entonces, esa mudanza conceptual y de enfoque?
Soy historiador y escribo desde el debate historiográfico. Eso es lo primero. Comienzo cuestionando el paradigma dominante, basado en la dicotomía franquismo-antifranquismo. En la perspectiva antifranquista se situaron los primeros estudios sobre la represión, a finales de la transición y principios de los años 80, conducidos por el afán de reparar moralmente el sufrimiento de las víctimas del franquismo, en un contexto en el que el Estado no era capaz de satisfacer esa demanda moral de justicia. Esto impulsó mucho la investigación, aunque también condicionó el tipo de interpretación que se hace sobre la cuestión. La consecuencia fue que se entiende la llamada represión franquista como un fenómeno esencialmente político, es decir, se atribuye la violencia a cuestiones de ámbito político-partidista. Esto significa que, si los verdugos, los victimarios, son definidos como fascistas, entonces las víctimas tendrán que ser antifascistas, militantes antifranquistas. Otro efecto es que no se distingue entre la violencia del propio proceso bélico y la violencia de la retaguardia. Porque, si se entiende la guerra como un enfrentamiento entre franquistas y antifranquistas, la violencia de retaguardia sería la misma violencia da guerra, pero llevada a otros lugares. Además, el paradigma dominante considera esa violencia como un fenómeno intrínsecamente español, no comparable a otros procesos violentos del siglo XX, y esa es una carencia muy grande.
Parte de la distinción entre crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y genocidio. Y se decide por el tercero. Por qué?
Creo que el concepto de “represión” es insuficiente para definir lo que sucedió. Sería ridículo, por ejemplo, hablar de “represión hitleriana”. Y aquí se llama, con naturalidad, “represión” a lo ocurrido en agosto de 1936 y en octubre de 1975. Lo que propongo es utilizar un lenguaje que tenga mejor acomodo en el propio argumentario internacional. Opto, por ello, por esa trilogía de conceptos. En el año 36, además, esta tipología conceptual estaba asentándose a nivel internacional. No se trata de si es una violencia más o menos mala si la llamamos de una manera o de otra. No hago un juicio moral: solo intento que lo que ocurrió pueda explicarse mejor. Los crímenes de guerra están circunscritos a prácticas del propio conflicto bélico: al trato dado a soldados o a prisioneros, o el caso de José Couso, por ejemplo. Hay unas convenciones internacionales que identifican prácticas que no se justifican por el contexto de guerra. El objeto de los crímenes contra la humanidad es, sin embargo, no los combatientes, sino los civiles. En este caso, no se precisa que exista un plan predeterminado, una intencionalidad que esté detrás de la masacre de civiles. El otro gran concepto, que aportó el jurista polaco Raphael Lemkin en los años de la Segunda Guerra Mundial, es el de genocidio, que sí precisa que haya una intención de acabar con un grupo social concreto. No solo exterminando a los individuos que lo forman, sino borrando la identidad del grupo.
Desde el punto de vista del derecho internacional, su propuesta presenta un problema: la Convención para la sanción del delito de genocidio de 1948 excluye de su definición a los grupos políticos. Solo considera la eliminación sistemática de un grupo social por motivos de nacionalidad, etnia, raza o religión. Otra cosa es el debate que creó esta Convención, que es en el que usted se apoya.
Es un concepto de origen académico, muy especializado, que además tiene un uso popular muy extendido…
Que connota una gravedad mayor de los hechos: más asesinatos...
Sí, en general no se tiene muy clara la definición de genocidio. Pero lo grave es que en el ámbito académico se use el concepto sin fundamento. Como sinónimo de Holocausto, por ejemplo. Es muy importante explicar los orígenes del concepto, los debates que en torno a él se produjeron y sus consecuencias. Es un concepto de codificación, a nivel internacional, muy compleja, que estuvo muy condicionada por las circunstancias históricas, que hicieron que se alterase parte de su espíritu. Fueron excluidos de la definición los “grupos políticos”, pero eso no significa que el debate haya terminado. Hubo después de 1948 sentencias, por ejemplo en Argentina, que supusieron condenas por genocidio tratándose de víctimas que fueron tales por motivos políticos. Y hoy puede hablarse de un consenso alrededor de la idea de que la exclusión de los grupos políticos de la definición no estaba justificada. De todas maneras, a mí me interesa, más que la perspectiva estrictamente jurídica, el uso del concepto en el contexto de los estudios sociológicos, politológicos e históricos.
En qué sentido es, entonces, más operativo usar el concepto de “genocidio” que el de “represión”?
Esa es la cuestión: si es más operativo y funcional. Yo creo que sí. Y no es una cuestión de utilizar una palabra u otra, sino de lo que tiene detrás. En primer lugar, habría que distinguir, como decía antes, la violencia de retaguardia, que tuvo un carácter sistemático que va más allá de la represión política. Porque la represión política ya había existido antes del 36 y también existe hoy, en las democracias. Otra cosa es si está dentro de la legalidad o no. Quiero decir: en 1917 hubo una gran huelga general que acabó con cientos de dirigentes obreros en la cárcel. Lo mismo pasó con la Revolución de 1934, en Asturias: cientos y miles de obreros en la cárcel, e incluso condenas a muerte. Pero a partir del golpe de Estado del 36 se produjo un tipo de violencia especial, una violencia sistemática cuyo objetivo era acabar con una parte de la sociedad, borrar su identidad.
Es decir, un genocidio. Y este cambio conceptual permite incorporar otro tipo de cuestiones. Primero, los verdugos, los perpetradores. No se trata solo de hacer recuento y sistematización de los perfiles de las víctimas, que también es muy importante. Se trata, como se hizo en Ruanda, o en la ex-Yugoslavia, de saber quién fue responsable: quién mató, por qué, cómo… Otra cuestión es quién participó en estas matanzas y por qué, que es un tema que aquí casi no se estudió: la movilización social, la participación de la sociedad en el genocidio. Esto implica estudiar cuestiones muy difíciles y que generan grandes tensiones sociales, como la delación. Todo esto, que fue estudiado por ejemplo en el caso de la Alemania nazi, aquí se resuelve con la apelación al contexto de guerra, a los “excesos de ambos bandos” o, simplemente, a las consecuencias de la “represión franquista”.
Y supone además considerar una buena parte de la sociedad como objeto pasivo de unas lógicas ajenas a ella. En este sentido, la historiadora Ana Cabana estudió las actitudes de consentimiento y resistencia no organizada, complejas y cambiantes.
Sí. Ana Cabana o Daniel Lanero hicieron un trabajo muy importante en este sentido, más aplicado al desarrollo del régimen en los años 40, 50… Lo que nos falta por saber es qué pasó entre el 36 y el 39. En la práctica genocida son los verdugos los que definen a las víctimas como parte de un grupo social a ser exterminado. Por razones muy amplias, porque las identidades de las personas son complejas y múltiples. Y, para mí, más que poner el acento en la causalidad, es más operativo explicar el procedimiento, el por qué, con qué finalidad. Cuando trabajaba en Nomes e Voces, me encontraba con que personas que los verdugos definían de la misma manera no podrían, si tuviesen oportunidad, ni estar sentadas a la misma mesa, debido a las diferencias entre ellas. Pues resulta que para los verdugos eran todos lo mismo. Por eso es reduccionista quedarse solo con el dato de la militancia política. Lo que importa, para mí, son las lógicas. Y aquí entra el concepto de lógica burocrática: los sublevados utilizaron todo el aparato del Estado para lograr sus propósitos de exterminar un grupo social. Aplicaron una racionalidad burocrática, un procedimiento sistemáticamente ordenado, y por ello hoy tenemos fuentes para estudiarlo. También los campos de exterminio nazis fueron organizados con esa lógica burocrática, en la que se diluyen las responsabilidades por los crímenes.
Junto a la lógica burocrática encontramos la lógica de la venganza y la lógica de la compasión. En la memoria popular quedó la cuestión de las venganzas y rencillas por enfrentamientos personales. Por efecto del discurso de la represión franquista, este hecho quedó obviado: no se trataba de venganzas personales, sino de violencia política. Yo creo que las venganzas sí pesaron mucho. Lo que ocurre es que, sí, se trataba de una violencia sistemática organizada de una manera burocrática, es decir, no hubo crimen que no fuese ordenado o consentido por las autoridades. Pero la implicación personal de los verdugos yo creo que sí tuvo ese componente de venganza, originada por diversas razones. La lógica de la compasión está relacionada con la anterior. Hubo personas que utilizaron su poder para “salvar” a otras. Lo que ocurre es que mientras una persona era salvada, otra era condenada. Si se salva a alguien porque “es buena persona y no ha hecho nada”, parece que otras personas sí han hecho algo. Por último, está la lógica depredadora. Por un lado, es un proceso de sustitución de unas personas por otras. Por cada maestro depurado o cada obrero encarcelado quedaba un puesto de trabajo libre. Así, otras personas pudieron ascender y mejorar profesionalmente. Y lo mismo sucede con los bienes que fueron incautados como sanción económica. Ese fue un proceso de sustitución que durante el franquismo se institucionalizó y cuyos efectos llegan a hoy.
Cuando compara el “genocidio” franquista con otros casos señala las semejanzas, por ejemplo, con las dictaduras latinoamericanas, o incluso con el nazismo. En ese sentido, hubo un debate sobre si el franquismo era totalitarismo o autoritarismo, que para unos autores era una distinción muy relevante y para otros mero revisionismo.
Y ese debate sobre la naturaleza política del régimen está muy vivo. La cuestión, para mí, es que para un régimen muy largo, con distintas etapas, es difícil dar una definición homogénea. Más allá de ese debate, lo importante en mi opinión es el origen del régimen, es decir, el genocidio, el proceso violento del que nació, el asesinato sistemático de miles de personas. Es difícil medir cuál fue el régimen más brutal y a lo mejor tampoco tiene mucho sentido. El problema es que en el año 2014 seguimos siendo el Estado con más fosas por desenterrar, no sé si del mundo, pero desde luego sí de Europa. Porque hay un problema de negación de lo que pasó, del genocidio como base constitutiva del Estado.
Y a eso apunta el libro. A la pervivencia del negacionismo. Primero, a través de la asunción social de argumentos como la inevitabilidad de la guerra debido a los extremismos ideológicos, la lucha entre “dos bandos”...
Non es solo que el negacionismo siga vivo. El problema es que la negación del genocidio, del origen genocida del Estado español en la eliminación sistemática de una parte de la sociedad, es la visión social hegemónica, y transversal a todas las ideologías políticas. No es un problema solo del franquismo o del neofranquismo representado por Pío Moa, César Vidal…, con los que ya no entro a debatir porque no tienen el más mínimo rigor histórico. El tema de la negación es mucho más complejo. Y eso nos lleva a lo que hablábamos antes de la participación social: por qué unos sobrevivieron y otros no. En Alemania se debatió eso mucho, o en el caso del genocidio armenio, o en el de las dictaduras latinoamericanas. Es un problema complejo que el discurso hegemónico no trata. Y que incluye otra cuestión sobre la que se pasa por encima: la violencia en la zona que quedó bajo control de la República. No basta con decir que ya fueron honrados en el franquismo. En esa zona hubo crímenes que pueden considerarse crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Pero es parte de la negación.
Ese negacionismo está presente, según explica, en las actitudes de olvido de muchas familias o incluso en el discurso de la reparación moral y económica de las víctimas que inspiró la llamada Ley de Memoria Histórica.
Ocurre que en un Estado en el que no hay políticas públicas de memoria, y aquí no hubo más que las políticas de exaltación de los “vencedores” del franquismo porque en democracia no hubo políticas públicas de memoria rigurosas y con continuidad, lo que queda es la memoria social fragmentada. Parte de ella es la memoria familiar de “era bueno” y “no hizo nada”. Que es normal, y no pretendo criticar a las familias, pero tiene el reverso de banalizar los motivos: si uno era bueno, debía ser que otros eran malos. Lo mismo ocurre con la memoria del olvido: mejor no hablar, no contar nada a los descendientes… es decir, negar lo que pasó. Que tampoco pretendo criticar a nadie. Pero ese es el problema de no tener políticas públicas de memoria. Ni tenemos un museo de la memoria…
Y ve negación, también, en la memoria militante, en la memoria antifranquista, en el marco de lo que decía: los franquistas contra los antifranquistas.
Se ha hecho un enorme trabajo de recuperación de la memoria histórica. Lo ha hecho un movimiento que trabajó contra viento y marea, con muchas dificultades. Pero lo que digo es que su trabajo no tuvo la capacidad de cuestionar la visión dominante. Cuando no hay una política pública coherente por parte del Estado, esas memorias fragmentarias no tienen la capacidad de sustituir a la memoria oficial, y además esas memorias fragmentarias pueden, sin querer, contribuir a asentar la memoria dominante. Y la memoria militante lo hace al poner el acento en la cuestión político-partidista: en la dicotomía entre franquistas y antifranquistas. Para mí, ese no es el debate. Porque las víctimas son víctimas, y son víctimas de todos, también las de la zona republicana.
Una crítica que pueden hacerle es, precisamente, esa. Acabar equiparando la violencia franquista con la practicada en la zona republicana. Aunque no lo pretenda. Es decir, negar.
Eso es algo que quise dejar muy claro. No es igual. Pero tampoco podemos obviar la violencia que se produjo en las zonas republicanas. No es suficiente con decir que fue producto de la guerra, de las circunstancias. El concepto de práctica xenocida no es ahí aplicable, aunque sí hubo crímenes que pueden considerarse de guerra o contra la humanidad. Y no se trata de decir si fue peor o mejor. Todos son víctimas y todos los verdugos causaron sufrimiento. Es verdad que en la zona que quedó bajo gobierno republicano hubo personas que tuvieron pulsiones o intereses genocidas. Pero no llegó a darse una práctica genocida porque hubo circunstancias que lo impidieron: la intervención de las autoridades, grupos políticos en los que había gente con esas pulsiones y otra gente que no estaba dispuesta a permitirlas… Que fue lo contrario de lo que hacen los sublevados, que ponen el aparato del Estado, desde lo más alto hasta la base, para hacer posible el genocidio. No es lo mismo, evidentemente.
Otra dificultad, quizás, es hacer esa distinción entre violencia derivada directamente de la guerra y violencia de la retaguardia. Muchas veces no es fácil.
El caso gallego es un buen ejemplo de esto. Porque en Galicia no hubo guerra, sino violencia de retaguardia. No se puede atribuir la violencia a una guerra que no existe porque en Galicia la guerra duró solo unos días. En otros lugares puede ser máis difícil, pero no es lo mismo que dos soldados mueran en un enfrentamiento que que vengan falangistas a un pueblo a matar a todos los “rojos”. Otro caso claro es el de la violencia del año 39, 40 y 41. Seguía la misma práctica y no había guerra. Porque se trataba de exterminar a una parte de la sociedad. A partir de ahí, la violencia ya es otra cosa.
En la transición tampoco se distinguió, según comenta, violencia política de genocidio. Y hasta hoy.
Es una cuestión de prácticas de justicia transicional, que tiene que ver con cómo se resuelve, desde las políticas públicas, el tránsito a la democracia. En España se produjo una ruptura de lo que fue la práctica consolidada desde los procesos de Nuremberg, en la Segunda Guerra Mundial. Es decir, la tendencia era ir más allá das medidas de reparación, juzgando a los culpables e impulsando procesos de purga, de “desnazificación” en el caso alemán. En Grecia se juzgó a los responsables del régimen de los coroneles. En Portugal hubo purgas: militares, políticos… En España, sin embargo, se institucionalizó la idea de amnistía como elemento fundamental del nuevo régimen político. La idea de que la reconciliación lleva al perdón y el perdón al olvido. Que después fue el modelo para as leyes de punto final de Chile, Brasil, Argentina, Uruguay…, que liberan a los presos políticos pero posibilitan que queden impunes quienes nos habían encarcelado.
Pero en estos países, después, hubo medidas que corrigieron injusticias, como las Comisiones de Verdad. Pues en España, una vez que se optó por la reforma y no por la ruptura, no hubo más. Y la única iniciativa que cuestionó los efectos de esto fue el auto de Garzón, que argumentaba que se trataba de delitos contrarios al derecho internacional, por lo que la Ley de Amnistía no servía para enterrarlos en el olvido. Y la respuesta judicial y política fue decir que esa Ley tenía legitimidad porque se había aprobado y con un elevado consenso, que lo importante era el perdón y la reconciliación. Y ahí está el discurso hegemónico, a nivel social y político. Y ese es el problema, la negación de los orígenes constitutivos del Estado español. Por eso tenemos muertos en fosas.
Puede presentar problemas, también, su perspectiva, en otro sentido. Bastante ha costado instalar el discurso de que no fue una guerra inevitable entre dos bandos, sino, precisamente, represión que respondía a fines políticos.
Yo entiendo que con la Ley de Memoria Histórica de Zapatero y, en Galicia, con las políticas del bipartito, cambiaron cosas. Pero es que lo que se hizo fue destruido. Prueba de ello es la Illa de San Simón, que ya no tiene el significado memorial que se le quiso dar entonces. Las fosas comunes siguen ahí, las placas de la memoria las ponen iniciativas particulares. Y ahí está el problema, la negación de los orígenes del Estado, con lo que eso supone. La continuidad del Estado anterior, presente en la administración, en los poderes fácticos… La especulación urbanística, por ejemplo, tiene origen en los planes de desarrollo del franquismo y en su turismo de sol y playa. Es solo un ejemplo…