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El confinamiento ha sido un regalo: conocer una parte de mí que nunca encontraba tiempo porque siempre tenía cosas que hacer
Para mí el confinamiento ha sido un regalo. El mejor regalo que la vida me podía dar.
Lo digo a sabiendas del sufrimiento de la humanidad durante estos días. De lo duro que ha sido todo este tiempo para muchos, en el que esta cruel pandemia nos ha enfrentado a todos y cada uno de nosotros con nuestras realidades. Sin capacidad para escaparnos. Nos ha enfrentado sin aviso ninguno, a nosotros mismos y a lo que nos rodea. A nuestras vidas tal cual. Con toda la crueldad, sin capacidad para reaccionar. De golpe, en un par de días, estábamos confinados. No nos lo esperábamos, y eso que nuestra vecina Italia nos avisaba. Pero parecía que eso nunca llegaría a nuestro país. Debíamos suponer que somos una especie única anticovidiana. Pero llegó.
A mí me cogió en la casa abandonada. La llamo así ya que es la casa familiar dónde de muy pequeño pasaba algunos días del verano con mi familia, sobre todo con mi abuelo, que era de ahí. De Tortosa, la ciudad olvidada. Esa casa, hoy con lo justo para vivir dignamente, sin agua caliente, con alguna de sus modernistas baldosas caídas, con su dejado jardín, repleto de plantas silvestres, con sus avisperos tras las tejas de la entrada, con sus rotas mosquiteras, esa casa, decía, me ha dado la oportunidad de lidiar con lo más básico y aprender a disfrutar de ello.
En un principio desorientado, solo en ese lugar. Mis primeros miedos aparecían. Tenía dos opciones: dejarme vencer por ellos o ignorarlos, aceptarlos y positivizarlos. Podía caer en la lamentación sobre mi vida, en mil quejas, en ponerlo todo fuera, en culpar a quien fuere, a todos menos a mí. O podía dejarme llevar, olvidar rencores y saborear lo que me rodeaba. A pesar de lo tosco y dejado que estaba aquello, había muchas cosas buenas ahí. Y nuevas para un exurbanita quejica y que podía, al menos, observar.
Mi primera sorpresa no tardó en llegar. Sentado en la mesa del jardín, zumbidos de abejas van resonando en mis oídos, acompañado por el sonido de las plantas al moverse por el tímido viento. Además, los pájaros, pájaros que jamás había visto. Con cantos desconocidos.
Dejé todo y me paré. Me paré a observar lo que me rodeaba. Lo que nunca había tenido tiempo de observar. Observé lo peludo que era aquel abejorro negro y amarillo, sentí su zumbido, le vi incrustarse en lo más profundo de cada una de las silvestres flores del jardín. Podría continuar detallando la infinidad de cosas bonitas que veía pero me estaría un buen rato. Me sorprendí. Cuan cerca tenía la belleza, la serenidad y la calma y cuan lejos me iba a buscarla antes. Era capaz de coger un avión, gastarme lo que no tenía, contribuir al desgaste del planeta, de su capa de ozono, en busca de lo más variopinto. Y en aquel momento, sin nada más que yo mismo y la simplicidad de lo que me rodeaba, observaba cosas extraordinarias. Cosas que tenía y no era capaz de ver. La velocidad que llevaba no me lo permitía. Siempre quería ir más lejos.
Y me puse a escribir. Describí todo lo que pasaba a mi alrededor. Mi bolígrafo no paraba. Página tras página. Miles de sensaciones se me acumulaban. Seguí con mis emociones, con las reacciones de la sociedad, el pánico que muchos medios de comunicación trasladaban a los atemorizados ciudadanos sin mucho más que hacer que pasar horas delante del televisor, sobre todo los más mayores, justamente aquellos más vulnerables.
Con las primeras salidas a la compra, en mi bicicleta, me acercaba a la ciudad y me parecía ver a las personas en sus diminutos pisos asomando sus cabezas por las ventanas cual gallinas enjauladas. Luego volvía a la casa abandonada y comparaba la vida que la gente llevaba en el campo con la que había dejado atrás en la ciudad. Me cuestioné si los últimos iban a ser los primeros. Si el mundo rural abandonado pasaría a ser ahora el mundo deseado. Y deduje que a quien consideraba los últimos, (la gente que no abandonó el campo) jamás fueron los últimos, sino que fue una teoría mía o una etiqueta.
Me estaba descubriendo. Algo surgió de mí instintivamente. Años buscando en mi interior. Años preguntándome quien soy. Años dejándome llevar por esta sociedad, por sus moldes. Por lo que tengo que ser, por lo que tengo que hacer. De trabajo en trabajo, pero siempre sin conocerme. Y de repente, esta soledad, esta sufrida pandemia por muchos, a mi me ha hecho el mejor de los regalos. Conocer una parte de mí que no veía, que no se atrevía a salir. Que no encontraba tiempo para hacerlo, ya que siempre tenía que hacer cosas cuando tenía tiempo disponible. Ahora me ha obligado a quedarme parado. Y no sabéis lo que lo agradezco.
Y he escrito el libro. Y lo he publicado. Y ha llegado a las personas. Y me han enviado 'whatsapps' preciosos. Mensajes que me han dado el amor que inconscientemente buscaba. Porque en mis palabras muchos han encontrado paz, alegría, sentido y cariño en estos momentos controvertidos. Así que feliz.
Para mí el confinamiento ha sido un regalo. El mejor regalo que la vida me podía dar.
Lo digo a sabiendas del sufrimiento de la humanidad durante estos días. De lo duro que ha sido todo este tiempo para muchos, en el que esta cruel pandemia nos ha enfrentado a todos y cada uno de nosotros con nuestras realidades. Sin capacidad para escaparnos. Nos ha enfrentado sin aviso ninguno, a nosotros mismos y a lo que nos rodea. A nuestras vidas tal cual. Con toda la crueldad, sin capacidad para reaccionar. De golpe, en un par de días, estábamos confinados. No nos lo esperábamos, y eso que nuestra vecina Italia nos avisaba. Pero parecía que eso nunca llegaría a nuestro país. Debíamos suponer que somos una especie única anticovidiana. Pero llegó.