En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.
¿Qué recordaré de todo esto?
Recordaré las tantas lecturas en las que no cabía nada más que las palabras de los libros y yo. La ausencia de ruido mental mientras leía, la suavidad de la entrega, el tiempo detenido.
Recordaré las plantas creciendo, poniéndose verdes, echando flores, renaciendo en silencio, bajo la lluvia y el sol suaves de la primavera. Recordaré mis experimentos de huerto en la cocina: las nuevas cebollas, las plántulas de los papayos, la albahaca olorosa que revivió sobre sus tallos resecos, recuperando su exuberancia como si ese fuera su deber; la piña volviéndose cada vez más verde y más alta. Recordaré que las miraba cada día, les sonreía, las regaba. Incluso llegué a decirles, mientras las acariciaba, lo feliz que me hacían.
Recordaré el silencio sepulcral del barrio solo interrumpido por las voces de las sirenas. Y por los aplausos de los vecinos a las 8 de la noche, convertidos en algo que no eran, con el himno y con los vítores de 'Viva España' que tanto repudié. Recordaré mis ratitos en la mecedora siguiendo a la pareja de urracas que anida en el abeto vecino. La nada. Mis rodillas al pecho. El ir y venir de la silla. La calma. Recordaré mi miedo a que se acabara la crisis sanitaria. Mi pérdida de fe porque, aunque todos dijeran lo contrario, yo sabía que todo seguiría como sigue: igual –o peor–.
Recordaré las conversaciones de pantalla: hoy cociné pollo al tikka masala y arroz perfumado. Mi hermano, en el otro lado del océano, hizo crepes de bacon ahumado y ¡que cerca parecía que estábamos! Recordaré los mensajes largos de mis amigas a medianoche. “Leer más”: eran discursos llenos de reflexiones existenciales. Recordaré cómo iba cambiando la luz durante el día. Recordaré que, en el proceso de elección de la película que vimos cada noche confirmé el acierto de dejarse tentar por un buen nombre.
Recordaré las nuevas recetas: la pizza casera, las galletas de avena, el té helado con menta, el pan de aceitunas, cebolla y tomates, las empanadas argentinas y el chimichurri, la pasta tailandesa, el sandwich de pollo con salsa de pimienta. Recordaré que pensé en la muerte casi cada día. Primero creí que era la virtud de unos numeritos diarios para reivindicar su proximidad, pero luego advertí que es, además, un tema recurrente en mis lecturas elegidas. Somos más muerte de lo que creemos.
Recordaré que el invierno se coló por una alcantarilla: no nos dimos cuenta a qué hora se fue. Y que la primavera apareció a tientas, abriéndose paso con timidez, como si no estuviera bien florecer en medio de la desgracia.
Recordaré el día de la compra como un día temible. Las líneas rojas en el suelo del supermercado que marcaban la distancia mínima permitida. Los guantes obligatorios. Las mamparas de metacrilato que distorsionaban la sonrisa del cajero. Las repeticiones que me hacía la pescadera y su cara de estar hablando con una inepta; mis ganas de contarle mi lamento: eran un horror la distancia y su mascarilla (y la mía).
Recordaré el canto de los pájaros, todo el día. Recordaré las pequeñas acciones cotidianas convertidas en rituales: hacer el desayuno, inventar la comida e improvisar la cena, poner la mesa y el lavavajillas. Regar las plantas de la cocina. Abrir la ventana de la habitación en las mañanas. Airear el salón. Recoger la pelusas del suelo todos los días. Espiar por la ventana. Adivinar con el olor lo que comerían los vecinos de abajo. Recordaré que ese era el esplendor de la vida en casa.
Recordaré a la vecina del edificio de enfrente, cuando empezaron los días más largos, metida en su bikini pequeñito, con su piel brillante, expuesta en su ventana del salón: tomar el sol como una planta de invernadero.
Recordaré los autobuses siguiendo de largo en la parada como si salieran de una peli de terror: la soledad del conductor con su uniforme de corbata, los asientos vacíos, las calles desoladas, los semáforos innecesarios; el ruidito que dejaba al pasar como un recordatorio de la incomprensión y del miedo suspendido en el aire.
Recordaré las noticias de cada día llenas de titulares coleccionables y de políticos ridículos y deformes. Recordaré la vida sin maquillaje, la cara al descubierto con todas sus marquitas, el pelo con sus rizos sin control; la que soy estaba siempre en el espejo. Recordaré la mañana que me despertó el equipo de jardinería. Pero no, no había vuelto nada a la normalidad, esa no volvería.
Recordaré que resultó ser una suerte que me pillara todo eso estando yo de baja, con depresión y ansiedad. Ya sabía muy bien lo que era estar todo el tiempo en casa. Pero la suerte no me hizo inmune al dolor de los otros, ni a la ansiedad de los otros, ni al duelo de los otros, ni al trabajo extenuante de los otros. Recordaré que por aquel entonces nadie tuvo suerte.
Sobre este blog
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