Los Romeo y Julieta de la criptografía que entraron en el Salón de Honor de la NSA

“Sabemos lo que somos pero no lo que podemos llegar a ser”. El misterio que envuelve a la figura de William Shakespeare continúa 400 años después de su muerte. Pocos detalles se conocen sobre la vida del dramaturgo inglés, un enigma que algunos han tratado de resolver atribuyendo a terceros las obras del genio de la literatura.

A principios del siglo XX, un intento por descubrir si las obras del bardo eran realmente suyas unió para siempre a un genetista judío de origen ruso y a una filóloga estadounidense. Gracias a esa investigación, acabaron convirtiéndose en los mejores criptógrafos de la potencia norteamericana.

UN INTENTO DE DESMONTAR A SHAKESPEARE

William Friedman llegó a Estados Unidos en 1893, poco después de comenzar a andar. Judío en Chisinau, la actual capital de Moldavia, sus padres decidieron huir después de que el antisemitismo se recrudeciera tras el asesinato del zar ruso Alejandro II. Ya desde niño, William se marcó un reto: llegar alto en la tierra de las oportunidades.

Tras abandonar a su primer amor para centrarse en sus estudios de genética, Friedman comenzó a trabajar para George Fabyan, un excéntrico adinerado que había creado su propio centro de investigación en Illinois. En los Riverbank Laboratories vivían los científicos y el propio Fabyan, dueño de un hogar en el que todos los muebles estaban suspendidos del techo mediante cadenas y por el que vagaba libremente el gorila que tenía como mascota.

En un principio, Friedman iba a encargarse de mejorar las variedades de los cultivos, pero pronto desarrolló otras funciones más apasionantes. Fabyan contrató a Elizabeth Gallup, una profesora convencida de que Francis Bacon era el autor en la sombra de las obras y sonetos atribuidas a William Shakespeare, teoría que aún sigue vivasigue viva.

Según las pesquisas de Gallup, en las primeras obras de Shakespeare estaba el rastro del código Baconcódigo Bacon, un sistema de cifrado que el filósofo británico desarrolló a principios del siglo XVII. A su juicio, el hecho de que los textos combinaran varias tipografías, además de cursivas y redondas, era una prueba de que había un mensaje oculto en aquellas obras, ya que el código Bacon se basaba precisamente en la presencia de dos tipos de letra diferentes.

Fabyan decidió investigar el problema en profundidad y empezó a buscar mentes jóvenes y cultivadas. Así conoció a la futura Elizebeth Friedman, una joven apasionada del bardo que había estudiado Filología Inglesa en contra de los deseos de su padre.

William y Elizebeth trabajaron juntos en aquel proyecto en 1916. Aunque con el tiempo se dieron cuenta de que la tesis de Gallup tenía sus lagunas, debatiendo sobre Shakespeare nació una amistad que se transformó en amor. En mayo de 1917, un mes después de que el presidente Wilson declarara la guerra a Alemania, contrajeron matrimonio.

Fabyan ya ofrecía por entonces sus servicios al Gobierno para romper mensajes diplomáticos cifrados de potencias hostiles, pero con la entrada de Estados Unidos en el conflicto bélico el Departamento de Guerra solicitó sus servicios. El joven matrimonio tendría que ofrecer cursos de criptografía para el ejército en Riverbank.

Poco se sabía en este país de códigos y cifrados cuando Estados Unidos entró en la I Guerra Mundial, así que nosotros mismos tuvimos que ser los alumnos, los maestros y los aprendices a la vez y al mismo tiempo”, escribiría Elizebeth Friedman en sus memorias.

Hacia el final de la Gran Guerra, el ejército británico construyó unas pequeñas máquinas de cifrado conocidas como Criptógrafos de Pletts. Los militares de ese país, los franceses y los americanos eran incapaces de descubrir sus secretos. William y Elizebeth recibieron cinco mensajes por aquella máquina como última prueba para comprobar que era segura. A las tres horas, los enviaron de vuelta a Londres resueltos. “Este cifrado es absolutamente indescifrable”, rezaba el primer mensaje. Ellos habían demostrado que la afirmación no era cierta.

El Gobierno estadounidense pidió al matrimonio trasladarse a Washington. En 1921, los Friedman abandonaron a aquel jefe excéntrico que acabó determinando el resto de su vida profesional y personal.

William se convirtió en criptoanalista en el Servicio de Señales del Ejército. Además de publicar textos que sentaron las bases de la ciencia criptográfica, comenzó a romper los códigos de todas las máquinas supuestamente irrompibles. Entre ellas, la máquina de Hebern. Construida en 1917, fue la primera en utilizar rotores para cifrar los mensajes, un método que después utilizaría la alemana Enigma, cuyo lenguaje consiguió descifrar Alan Turing.

Al judío no le importó pasar de la genética a la criptografía. Tenía “una curiosidad innata por enterarse de lo que la gente estaba intentando escribir y no quería que otros leyeran”, como él mismo reconoció, según recoge el libro 'The man who broke Purple'.

Amante del póquer desde niño y del criptograma que Edgar Allan Poe incluyó en su famoso cuento 'El escarabajo de oro', William era, al igual que su mujer, curioso por naturaleza. Compartirían aquella virtud para siempre.

La criptóloga que defendía la Ley Seca...

Elizebeth hizo carrera por su cuenta desde sus inicios en el Departamento de Guerra. En 1927, comenzó a trabajar como agente especial para la Guardia Costera del Departamento de Justicia, un cuerpo que hasta su llegada no admitía la entrada a mujeres civiles. No solo la permitieron el acceso, sino que además fue la encargada de formar una unidad de contrainteligencia, un puesto ideado para su marido pero que ocupó ella.

Tras la aprobación de la Ley seca en 1920, la labor de esta rama del ejército era especialmente importante para detener a los contrabandistas que trataban de importar bebidas alcohólicas. En los tres primeros años, ella y sus ayudantes descifraron un total de 12.000 mensajes de los traficantes.

En 1931, los agentes federales detuvieron a varios defraudadores, entre ellos a algunos secuaces del mismísimo Al Capone, en una de las sedes donde almacenaban las botellas de contrabando en Nueva Orleans. Se levantaron cargos contra más de 100 personas que monopolizaban la importación ilegal en el Golfo de México.

La principal testigo del caso era Elizebeth Friedman. La criptóloga tenía que demostrar al jurado que los cientos de mensajes cifrados que habían captado entre más de una veintena de barcos y aquella sede eran correctos, así que pidió una pizarra y comenzó a explicarles los conceptos básicos del criptoanálisis. El público quedó admirado con sus lecciones y su nombre comenzó a aparecer en los medios.

Elizebeth odiaba los “adjetivos frívolos” que los periódicos utilizaban. Algunos aludían a ella como “una mujer de mediana edad” y otros “como una mujer joven y guapa”. Sin embargo, sus ayudantes siempre la trataron como una igual a principios del siglo XX. “Debo decir con toda la verdad que, con una sola excepción, todos los jóvenes, de mayor o menor edad, que han trabajado para mí o conmigo han sido verdaderos colegas”.

Su lucha contra los traficantes provocó que el Departamento del Tesoro, para el que trabajaba por entonces, contratara guardaespaldas cuando iba a testificar a los tribunales. “Recuerdo a papá bromeando una vez, cuando mamá llegaba tarde a casa, con que ella podría haber sido secuestrada”, explicó su hija Barbara años después.

Pese a que aquella pareja de criptógrafos no se contaba ni en la intimidad del hogar los detalles de los proyectos en los que cada uno estaba trabajando, su pasión por los rompecabezas estaba presente en su vida familiar.

William creó un juego de cifrado para sus hijos y las tarjetas familiares que enviaban en fechas especiales incluían mensajes ocultos. El matrimonio organizaba concursos para sus amigos criptógrafos, periodistas o científicos. Divididos en grupos, recibían pistas en un restaurante sobre los siguientes a los que tendrían que acudir antes de poder llegar a su casa.

... y el rey Midas que ayudó a descifrar Purple

Mientras su esposa luchaba contra los contrabandistas, William F. Friedman continuaba su meteórico ascenso. En 1929, el Gobierno estadounidense echó el cierre a la Cámara Negra, un controvertido servicio de espionaje creado tras la I Guerra Mundial, antecedente directo de la Agencia Nacional de Seguridad.

La dirigía Herbert O. Yardley, un criptólogo que decidió airear los trapos sucios de aquella agencia tras su despido y que era por entonces el principal rival de Friedman. Se comentó incluso que el judío presionó para el cierre de aquella organización. De un modo u otro, fue el principal beneficiado. Le nombraron jefe del nuevo Servicio de Inteligencia de Señales (SIS) que asumió las labores criptográficas por entonces.

En su nuevo cargo, siguió demostrando su ingenio rompiendo códigos e incluso diseñó mecanismos para crear nuevas máquinas. “Todo lo que él tocaba se convertía en texto plano”, recordaría años después un alumno que consideraba a su mentor el “rey Midas de la criptología”. Meticuloso en su trabajo (guardaba incluso duplicados de las notas que escribía a mano), dotado de una memoria prodigiosa y con una capacidad inusual para resolver problemas complejos, Friedman iba forjando su leyenda.

Sin embargo, en 1939 asumió un reto en el que puso en riesgo su propia vida. El SIS rompió el código de Red, una máquina de cifrado japonesa. Desgraciadamente, los nipones se enteraron. Así que crearon una más compleja en 1937. Purple estaba protegida por una clave que cambiaba diariamente, lo que dificultaba enormemente encontrar patrones en sus mensajes.

Friedman trabajó incansablemente para descubrir los misterios de Purple y sus códigos diplomáticos. Llegaron a reconstruir la máquina pese a no haberla visto y, con el tiempo, consiguieron traducir algunos de los mensajes que el embajador japonés en Berlín estaba enviando a Tokio.

Friedman no llegó a acabar el proyecto con su equipo. Durante dieciocho meses trabajó de forma obsesiva hasta altas horas de la noche. Un día, no pudo más. Sufrió un grave colapso nervioso por el que tuvo que ser hospitalizado durante tres meses.

Después de darle el alta, el ejército le mandó una carta informándole de que había sido “honradamente licenciado por razones de inhabilitación física”, causada por su propia entrega a aquella tarea que le habían encomendado. Continuó realizando el mismo trabajo como civil durante la II Guerra Mundial. “Los años de guerra fueron terribles”, afirmaría su hija. “Recuerdo haber estado preocupada por la posible muerte de papá”.

El amargo final del genio de la criptografía

Aquella solo sería la primera depresión por la que Friedman tendría que recibir tratamiento psiquiátrico. El ataque a Pearl Harbour demostró, además, que su esfuerzo por romper el código secreto de Purple no sirvió de mucho. Los mensajes no revelaban que Japón planeaba atacar la base naval estadounidense.

El famoso criptólogo pensó en el suicidio en varias ocasiones. Elizebeth cuidaba a su marido mientras trabajaba como criptógrafa del Gobierno durante la II Guerra Mundial y alcanzaba la fama por lograr la detención de una espía estadounidense que trabajaba para los japoneses. Tras ello, se encargó de diseñar los sistemas de seguridad en las comunicaciones del recién nacido Fondo Monetario Internacional.

El ejército decidió devolver a William su rango. Continuó trabajando para diversas agencias gubernamentales, entre ellas la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense. Se retiró en 1955, tres años después de la creación de esa institución, aunque siguió colaborando en misiones secretas.

Sin embargo, su relación con la NSA fue tormentosa. Friedman creía que metían demasiado las narices en las comunicaciones de los ciudadanos estadounidenses. Él mismo sentía estar siendo espiado y contrató a un investigador privado para que descubriera si habían pinchado el teléfono de su casa.

Los Friedman nunca olvidaron a Shakespeare. Sus investigaciones se retrasaron por las depresiones de William, pero en 1955 publicaron 'The Shakespearean Ciphers Examined', un libro que derribaba las tesis de Gallup. La famosa pareja de criptógrafos no encontró ningún código en aquellos textos. La utilización de diferentes tipografías se debía tan solo a las costumbres de los impresores ingleses, que preferían reparar como pudieran los tipos antes que reemplazarlos. Al final del volumen, dejaron una frase oculta utilizando el código del filósofo británico: “No escribí las obras. F. Bacon”.

En 1969, William Friedman fallecía de un ataque al corazón. La primera criptóloga de Estados Unidos vivió once años más. “Esposa, madre, escritora, entusiasta de Shakespeare, criptoanalista y pionera en la criptología estadounidense”, reza su descripción en la web de la NSA. Los cuatro primeros cargos no aparecen en la de William Friedman, pese a que fueron determinantes para su carrera y sus logros.

“Celos de los hombres que han sido capaces de retirarse e irse a otro trabajo de menos utilidad y continuar, pero no yo. Porque lo que me lleva es la sensación de que debo continuar consiguiendo laureles. La represión por el castigo secreto, el miedo de daño quimérico [...] Darme cuenta de que mi miedo sale solo del reflejo de mi sentimiento psíquico de inseguridad”.

Así plasmaba el depresivo y perfeccionista William Friedman en los años 60 su preocupación por conseguir el reto que se había marcado en su infancia. Desconocía que había puntos intermedios entre ser o no ser, entre éxito y fracaso. Tampoco supo nunca que su nombre y el de su esposa estarían inmortalizados en el controvertido Salón Criptológico de Honor de la NSA.

-------------------------------

Todas las imágenes de este artículo proceden de Wikimedia Commons (1, 2, 3, 4, 5 y 6)123456