“Un hombre ha hecho el milagro de construir seres que hablan, cantan, fuman y gesticulan con humana realidad”. Aunque los seguidores de la serie ‘Westworld’, el más reciente éxito de HBO, podrían reconocer en esta breve descripción al doctor Ford (interpretado por Anthony Hopkins) o a su socio Arnold, lo cierto es que hace referencia a Francisco Sanz. Este español no montó un parque temático habitado por robots, pero hizo algo si cabe más alucinante: creó una compañía de teatro compuesta por autómatas a principios del siglo XX.
Este valenciano hijo de molinero, nacido en 1872 en la pequeña localidad de Anna, ha pasado a la historia como el mejor ventrílocuo del mundo. Sin embargo, Sanz fue mucho más que el José Luis Moreno de las primeras décadas del pasado siglo. De hecho, se convirtió en un pionero de tecnologías como la entonces futurista robótica.
“En otro tiempo se hubiese creído que este mago prodigioso era un tipo estrafalario: afilada nariz, luengas barbas, capirucha tachonada de estrellas. Sanz, el famoso artista, no es eso”. Así arranca ‘Sanz y el secreto de su arte’, la película muda que el propio artista filmó en 1918 (solo quince años después de ‘El viaje a la Luna’ de Méliès) y en la que reveló su secreto mejor guardado: el funcionamiento de esos autómatas con los que fue capaz de asombrar al mundo.
“Él creaba un clima especial y la gente acababa creyéndose aquellas piezas que se ponían en escena”, explica a HojaDeRouter.com José Izquierdo, autor de la biografía del artista valenciano. Tal era la naturalidad de las creaciones de Sanz que el público dudaba si ante sus ojos había muñecos o personas. De hecho, algunos se llegaban a preguntar si no sería todo una farsa o si, en lugar de ingenios mecánicos, en su interior se ocultaban actores de carne y hueso.
Nada más lejos de la realidad. A Sanz, músico de formación (hasta la muerte de sus padres se ganó la vida tocando la guitarra), se le ocurrió trasladar algunas ideas de la mecánica de los instrumentos de viento a los treinta “muñecarros”, como él los llamaba, que fabricó en el taller del carpintero Lorenzo Mataix y llegaron a formar parte de su compañía teatral robótica.
No tenían hilos como los títeres ni era necesario introducir una mano en su interior como se hacía con los muñecos de guiñol: los autómatas de Sanz tenían “llaves que eran similares en su manejo al mecanismo de los pistones de una trompeta”, indica Izquierdo.
En la película, que se creía desaparecida y fue recuperada a finales de la década de los 90 por la Filmoteca de la Generalitat Valenciana, se puede ver cómo Sanz controlaba los gestos de su autómata borracho desde el interior de su cuello: con un cilindro rotaba la cabeza, y hacía que el muñeco parpadease gracias a los pistones insertos en la pieza metálica.
Por su parte, el hombro de don Venancio, un mujeriego envejecido, escondía los resortes necesarios para que el autómata girase la cabeza, mirase con atención al guionista de su vida, parpadease y moviese la boca simulando el habla. “El mérito de su complicación mecánica consiste en hacerlo funcionar con una mano”, se explicaba en la película que el próximo año se convertirá en centenaria.
El artista no solo tenía la capacidad de darle una voz (y un papel) a cada uno de sus treinta personajes, sino que la mecánica de cada uno de ellos le permitía controlar a varios a la vez. Mientras con los pies accionaba al perro de la compañía y a un muñeco sentado, con una mano controlaba a Don Liborio (un personaje socarrón que hacía las veces de líder del grupo) y con la otra a la señorita Eduvigis, una artista venida a menos. Un sistema de pistones conectados a los complejos mecanismos del interior de cada autómata hacía posible este prodigio.
Una de sus más destacadas creaciones fue el loro, aparentemente sencillo, de la compañía. El mérito del miembro más pequeño de la ‘troupe’ era la extensa cantidad de movimientos que podía realizar teniendo en cuenta lo reducido de su tamaño. El secreto estaba en la base de la pajarera, sobre la que se apoyaba la criatura y que sostenía Sanz: en ella había cinco pistones similares a los de una trompeta, con los que el ventrílocuo controlaba cada movimiento del loro, picotazos incluidos. El mecanismo estaba compuesto por “poleas interiores donde evolucionan los pistones que producen el funcionamiento”.
Sin embargo, el pájaro no fue la más brillante creación de Sanz en colaboración con Mataix. Este honor quedaba reservado para Frey Volt, un curioso personaje presentado como “orador notabilísimo” capaz de “deambular solo por la escena”, tal y como explica el biógrafo del artista valenciano. Junto a él, el descarado niño Pepito y su hermano Juanito, la cuatro veces viuda doña Anastasia o el borracho componían Espectáculos Sanz, esa compañía que, según su propio creador, no tenía una treintena de autómatas, sino treinta y uno: él se consideraba un miembro más, hasta tal punto que Izquierdo habla de él como un auténtico precursor de la inteligencia artificial. “Él habla y presenta a los muñecos como si fueran seres reales que él ha creado”, cuenta.
Cruzando el charco
Tal y como explica el biógrafo, Sanz logró llevar un arte menor como la ventriloquía a las tablas de los principales teatros del país. No solo hizo giras por toda España, sino que llegó a actuar en el Teatro de la Comedia de Madrid. Además, llevó su moderno espectáculo de ventriloquía a Argentina, México, Chile, Brasil o Cuba, paseando por el continente americano los guiones que intelectuales como Pedro Muñoz Seca o Alfonso Paso escribieron para Sanz, que también tuvo amistad con Valle Inclán.
Precisamente una gira americana fue el principio del fin de Espectáculos Sanz y, con él, el de su fundador. Tras más de tres décadas paseando y perfeccionando sus autómatas, le pilló el estallido de la Guerra Civil en Cuba. En lugar de regresar a España, el artista decide ir a París, donde permanece en el exilio hasta el final de la contienda. “Cuando acaba, hace por regresar para recuperar de forma anónima su vida, pero le pasó lo que él mismo había predicho en una entrevista años antes”, narra Izquierdo.
Aquella premonición hablaba del final de sus muñecos como el suyo propio. “Llegará un momento en el que tendré que meter a mis muñecos en un baúl y cerrarlo por última vez, y entonces será su muerte y mi muerte”, dijo el valenciano. Y así fue: al poco de regresar a España, y tras guardar para siempre a sus autómatas, Francisco Sanz dejó este mundo.
Tras de sí dejó un legado de valor incalculable. Todos sus autómatas fueron conservados por la familia, y cuatro se exponen hoy en día en el Museu Internacional de Titelles d’Albaida tras haber sido restaurados. Además, las creaciones de Sanz quedaron representadas para la posteridad a través del celuloide, y no solo gracias a su propia película, sino al mismísimo Berlanga.
“Uno de sus recuerdos de infancia eran las grabaciones de Sanz, y él quiso de alguna manera que esos recuerdos estuviesen presentes en ‘París-Tombuctú’”, explica Izquierdo. El cineasta dio con el muñeco de Don Liborio, que aparece en la que fue su última película. “A partir de ahí la gente empezó a interesarse y, al menos, se restauraron los cuatro que están en Albaida”, señala el biógrafo.
Mientras el despertar de los robots que se plantea en ‘Westworld’ llega a hacerse realidad, en un pequeño pueblo del sur de Valencia pueden presumir de pionero: hace un siglo, su artista más internacional creó una compañía teatral compuesta por actores que, para muchos, eran más humanos que robots.