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De aquella moción, este periodo de reflexión
Parece legítimo que la comunidad demócrata española se sienta aturdida por el encanallamiento que sufre el debate público y la competencia política partidista desde hace años. De alimentar esta polarización no se ha librado casi ninguna fuerza política, dicho sea de paso. Con todo, el actual protagonista es un Partido Popular embistiendo a bulto, engolosinado con la idea de poder recuperar para sí el mayorazgo de una plaza que considera suya y sólo suya en propiedad desde siempre.
Existe la equívoca tentación de establecer paralelismos entre la actualidad y el final de los ciclos pretéritos de gobiernos del PSOE y de enarbolar esa tendencia que tiene el nacionalismo mesetario disfrazado de patriotismo español a considerar que el país es suyo por derecho de herencia. Sin embargo, todo parecido entre el momento actual y otros periodos de nuestra democracia acaso sea sólo fruto de la casualidad.
La última etapa con Felipe González a los mandos del país estuvo trufada de una cantidad abrumadora de escándalos de corrupción –sólo comparable a la oleada que tumbó al gobierno de Mariano Rajoy–, mientras que al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero se lo llevó por delante una crisis financiera global que hubiese arrastrado a cualquiera que gobernase en aquel momento con independencia de su color político.
Hoy, aunque el “caso Koldo” tiene mala pinta a falta de que los jueces investiguen y enjuicien, no da la impresión de que la corrupción esté minando la acción del gobierno de coalición formado por PSOE y Sumar. Además, la actual situación macroeconómica de España, aunque presente desequilibrios que el propio gobierno está empeñado en abordar –como el acceso a la vivienda o la sempiterna necesidad de diversificar nuestro tejido productivo–, es mucho más sólida y está encauzada en tan acertada dirección, que la Comisión Europea y muchos gobiernos nacionales en el Continente miran a España tomando nota para tratar de aparejar en idéntico rumbo.
Entonces, ¿por qué tanta inquina hasta lo personal contra Pedro Sánchez? La taurina inagotable que alimenta al Partido Popular a la hora de ensañarse contra quien reside en La Moncloa es otra menos asumible en abierto. Como buen prestidigitador, el conservadurismo español agita un discurso para esconder un inconfesable complejo. Maneja en público un texto y una estrategia discursiva bombástica para solapar un subtexto que es el santo y seña de unos pocos militantes de alta graduación encargados de dirigir el acoso y derribo contra Pedro Sánchez y su gobierno.
Lo que, hoy por hoy, el derechismo español carpetovetónico –ojo, no necesariamente todos los votantes de derechas– no le perdonará jamás a Pedro Sánchez es haberlo apeado del gobierno de la nación mediante una moción de censura. En democracia, perder el gobierno en unas elecciones es algo que entra en los planes y en el ego sobredimensionado de cualquier líder o tribu partidista. Ahora bien, que te desalojen mediante una moción de censura supone una mancha tan imposible de enmendar en el currículum de cualquier fuerza política, que hay que gozar de una templanza demócrata especial para no caer en el resentimiento revanchista que anima a la cúpula del PP desde el primer día en que Pedro Sánchez asumió el cargo de presidente del Gobierno en 2018.
Lo que, hoy por hoy, el derechismo español carpetovetónico –ojo, no necesariamente todos los votantes de derechas– no le perdonará jamás a Pedro Sánchez es haberlo apeado del gobierno de la nación mediante una moción de censura
Perder el poder mediante una moción de censura no es cuestión menor, que diría quien la padeció, el ex presidente Mariano Rajoy: es algo que termina sobresaliendo en los libros de historia, por su excepcionalidad y porque fija en el imaginario colectivo los motivos por los que una mayoría heterogénea de partidos políticos decide, dramáticamente, unirse para poner fin a un gobierno por considerarse gravísimos sus errores o peligrosas para la nación la deriva de corruptelas del partido en que se sostiene. En este sentido, sólo existe un modo de cubrir de corrector la memoria ciudadana para que se olvide semejante tacha: convencer a la población de que lo que vino después resultó ser infinitamente peor.
Para ello, la receta no es complicada: consiste en deslegitimar a quien gobierna, deshumanizar al adversario, enfangar el debate público, descolocar a propios y extraños con insultos y procacidades, abusar del comodín del juez complaciente, o amedrentar a las familias de quienes asumen altas responsabilidades de gobierno para que el ambiente del país sea tan irrespirable que a la democracia le flaqueen las piernas y termine tirando la toalla. Si a eso le añadimos su porción de demonización y amenaza directa a la prensa discrepante, a la vez que, abusando del presupuesto público, se alimenta con publicidad institucional a otra prensa –afín– dispuesta a difundir bulos, insidias y patrañas entreveradas de verdades a medias con tal de satisfacer a quienes les chorrean con dinero, obtenemos una maquinaria de señalamiento y neutralización del adversario que ya la hubiesen querido para su uso y disfrute aquellos Ceaucescu o Jaruszelski de hace unas décadas.
La receta consiste en deslegitimar a quien gobierna, deshumanizar al adversario, enfangar el debate público, descolocar con insultos, abusar del comodín del juez complaciente, o amedrentar a las familias de quienes asumen altas responsabilidades de gobierno
España necesita sosiego. Necesita que quien gobierna pueda centrarse en gobernar. Y necesita también decirle al Partido Popular que haber pedido el gobierno mediante una moción de censura no le deslegitima para volver a presentarse a unas elecciones, ganarlas y gobernar de nuevo, sin necesidad de montarse a lomos de otro sindicato del crimen. Y si no, que busque alianzas y proponga a su vez una moción de censura viable. Así es como –general y civilizadamente– se accede al gobierno en democracia.
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