Posan sobre un lecho de arena húmeda y bajo los focos aquellos que no han tenido prisa por salir. Al final, solo quedan ramos de flores y botellines de agua vacíos tirados en el callejón. También hay un par de plátanos en el suelo. En las gradas del Coliseo Balear de Palma, maltrechas por los años, hay zonas que han quedado más limpias que otras: peladuras de pipas, bolsas de plástico, latas y colillas de cigarro y de puro. En la arena, casi limpia, con un solo charquito de sangre con espuma rosa, es el momento de los selfis.
Se los hacen, sobre todo, los jóvenes. Unos chavales se llevan de recuerdo las banderillas que han encontrado o que les han regalado. Fuera, la despedida se alarga. Los más mayores hablan de lo que hemos visto y los chavales de a dónde ir a tomar algo, o de si hablar o no a ese grupito de chicas. Este es el final: han muerto sobre la plaza seis hermosos toros en una noche de verano mallorquina, sin apenas viento. Cada toro ha aguantado unos veinte minutos. Uno de ellos ha chillado mucho. A otro lo han intentado matar hasta seis veces. “No ha tenido suerte con la espada el diestro”, dicen algunos aficionados. Así fue la corrida de toros de Palma del 10 de agosto.
Concentración antitaurina
Casi dos horas antes del inicio, al otro lado de la calle y enfrente de la entrada principal, pero desplazada varios metros a la izquierda, hay una concentración antitaurina. Un centenar de manifestantes, la mayoría vestidos de negro, como de luto, lanzan proclamas y confrontan a los asistentes a la 1ª Corrida Zapatista de Palma. El nombre poco o nada tiene que ver con un alzamiento mexicano revolucionario. Es el apellido del pintor local que ha promovido la noche y que ha intervenido la plaza con varias pinturas.
Del lado de los animalistas, reina la tensión y un enfado triste. “Con la que está por llegar tocaba venir”, lamenta Quique, un manifestante que no es que venga cada año, lo ha evitado porque “es desagradable”, explica, pero no es su primera vez. “Hasta ahora nadie en las instituciones se ha posicionado claramente en contra ni han dado pasos para prohibir esta barbaridad”, responde al ser preguntado por los avances en derechos animales estas últimas legislaturas. “Los que vienen ahora aquí en la isla o los que pueden llegar al Gobierno central no se esconden y son defensores de esto”, afirma Cristina, una joven del mismo grupo.
'Los que vienen ahora aquí en la isla o los que pueden llegar al Gobierno central no se esconden y son defensores de esto', afirma Cristina, una joven del grupo que se manifiesta contra la corrida de toros en Palma
Los manifestantes son constantes en sus gritos de “asesinos”. A los taurinos, al otro lado de la acera, este adjetivo les molesta especialmente. “Si no les gusta, que no vayan, o que le echen dos cojones y vengan aquí”, dice un hombre tatuado, con cadenas y anillos de oro en casi todos los dedos de las manos. Algunos taurinos se ríen, después de encenderse durante varios segundos y llamarles “hijos de la gran puta”, “cobardes”, “subnormales” o tras haber gritado “viva España”. El que lanza este último grito patriótico lleva hasta tres pulseras rojigualdas en la muñeca derecha y una de la guardia civil. Les hacen fotos. El intercambio tiene algo de escénico. Una pelea a distancia en la que unos gritan frente a algo que les provoca la más absoluta repulsión y los otros parece que juegan a desfogarse, disfrutando de hacerse los machos cuando provocan un estallido de indignación.
'Que le echen dos cojones y vengan aquí', dice un hombre tatuado, con cadenas y anillos de oro. Algunos taurinos se ríen, después de encenderse durante varios segundos y llamar a los animalistas 'hijos de puta' y 'subnormales' o tras gritar 'viva España'
Antes de empezar
El estado general del edificio del Coliseo tiene que haber visto días mejores. Una vez dentro de la plaza, los silbidos y gritos de los manifestantes se oyen nítidamente. La gente busca sus asientos. Aún hay poca gente. Algunos alquilan cojines de espuma a tres euros. El olor es bastante neutro, aún. Pero cerca de los corrales, ya huele a estiércol. Algunos esperan pacientes en sus asientos de obra, sin mucha o ninguna comodidad. La mayoría socializa en las galerías que dan acceso a la plaza. Cerca de la puerta grande, donde entrarán los toreros al ruedo, es donde más gente hay. Algunos fuman tabaco, pero llama la atención la de hombres que hay con puros, encendidos o apagados.
Todo va a suceder muy rápido y puede que esa agilidad sea parte fundamental para que esto funcione. Después de recibir enérgicamente y exigir fotos a los toreros de la noche (El Fandi, Jose Maria Manzanres y Castela), los aficionados corren a sus puestos.
Una buena noche de toros significa cosas diferentes para los aficionados. Muchos, esta noche, se excusan en que no son grandes entendidos. Por ejemplo, Antonio y Eduardo dicen que han venido “más que nada por ver toros en Mallorca” y medio en broma se justifican: “Nos gustan, pero es para decir que hemos venido, como dice aquel”. Para ellos, una buena corrida es “que haya espectáculo”. Los hay más exigentes, y dicen que el éxito reside en que “el matador encuentre un buen toro, que toree templado –que quiere decir tranquilo–, que sea limpio, siga lo que está estipulado y que haya emoción, porque si no, no son toros”. Lo dice Juan, un veterano entusiasta. Justo estaba hablando con dos jóvenes, que coinciden en darle la razón y subrayar que “es una fiesta” y que les gusta mucho el ambiente y la música.
Tras el paseíllo inaugural de toreros, picadores a caballo y demás integrantes de las cuadrillas de cada matador, esto está por empezar. Aquí mucha cosa rima con el número tres. Cada toro pasará por los denominados “tercios”. Tres actos en los que hay unas reglas que deben respetarse. En unos usan capote, en otro solo banderillas, y en el último la espada. Nadie explicará esto esta noche. No hay megafonía. Hay que venirse con la tarea aprendida de casa.
El primer toro de la noche pudo acabar en tragedia
Se escucha un golpe seco y una puerta se abre inesperadamente. Sale el primer toro enérgicamente. Se llama Jergoso, pesa 465kg y es de un negro brillante. Hay algo de confusión y estupor. Jergoso, al no encontrar la puerta al ruedo abierta, emprende la carrera por el callejón que hay entre la arena y las primeras filas de espectadores. La grada chilla. Miles de abanicos paran de golpe. La gente que está allí corre y escapa como puede. El animal recorre un cuarto de la plaza en fracciones de segundo, hasta que llega a la puerta grande. Allí, una mano reacciona rápido, cerrando la continuación del callejón, donde algunos fotógrafos ya estaban a punto de lanzarse también al ruedo. No le queda otra salida y acaba saliendo obligado al círculo.
En el centro de la arena hay pintado un gran corazón rojo que no se borra a pesar de las carreras de la cuadrilla del torero Fandi, que corren a esconderse a los burladeros. Jergoso busca una salida. Solo queda el torero en la plaza. El animal va hacia él directo y El Fandi, con una rodilla al suelo, le hace pasar por el capote amarillo y rosa. Se escuchan los primeros “oles”. Esta crónica podría haberse quedado sin fotos. Podría haber sucedido una desgracia.
Antes de que esto empezara así de atropellado, Juan, el veterano que ha hablado hace dos párrafos, ha dicho que “en esta vida todos miramos lo mismo, pero no todos vemos lo mismo”. Y tiene toda la razón. Lo que espera a Jergoso y a sus otros cinco semejantes esta noche “para algunos sería una salvajada”, dice Juan, pero para ellos, porque habla en plural, “es un arte”.
Lo que les espera son los tercios nombrados antes. Usando la jerga, seguramente de forma errónea, los primeros dos tercios van destinados, según dicen, a “enseñar”, “corregir” o “medir” la “fuerza” y la “bravura del toro”. Primero, rituales superticiosos varios, le recibe el torero con la tela característica y hace algunas filigranas. En esta noche los capotes van adornados con obras del pintor Zapata. Luego, un hombre a lomos de un caballo ataviado de protecciones rudimentarias le clavará una lanza, con una punta piramidal pequeña, para rebajar la “intensidad” del animal. La gente, ante esto, se enfurece rápido y exige el menor número de picadas, “para que no se lo pongan tan fácil al torero”, explica alguien de la grada. Luego entran las banderillas, para levantar de nuevo la fuerza, y después un rato más de “oles” con el capote, hasta que se da muerte al animal, clavándole una espada larga; el único momento en el que la música de la banda cesa y se hace un silencio sepulcral. El toro suele desplomarse y uno de la cuadrilla lo termina de rematar.
Jergoso salió a las 21:48. Hora de la muerte: 22:08.
Luego entran unos caballos y lo sacan a rastras. La gente aplaude. Parece que al toro, pero también al torero. Dependiendo de la intensidad de la reacción, el presidente, un señor en lo alto de la plaza, concede una oreja o dos, y si ha sido perfecto, la cola también. Esos son los “trofeos” del maltrato animal.
A Jergoso le mataron relativamente rápido. Pocos segundos después de clavarle la espada final, agachó la cabeza y eyectó un chorro de sangre por la boca, como vomitando. Durante la corrida, a veces, parecía desorientado y se quedaba mirando un burladero; cuando recuperaba el aliento, clavaba sus cuernos en la madera.
Los toros son animales grandes. Grandes de verdad. Impresiona verles respirar. Jadean mucho cuando están parados; al menos aquí, en la plaza. Se les ve aturdidos. A pesar del estruendo de las gradas, uno juraría poder escuchar su latido a negras viéndoles contraer, desperadamente, la prominente caja torácica. La sangre espesa, casi gelatinosamente granate, se les seca muy rápido sobre su lomo. Sacan bastante espuma por la boca, o al menos eso le pasó a Jergoso. Era una espuma similar a la que dejan las olas enfurecidas del mar, salvo que esta va tomando tonos rosas.
Los animales parecen buscar una salida continuamente. Los toreros no dejan de llamarles: “¡Ven!”, “¡Aquí, aquí!, ”¡Torrrrrito!“ ”¡PRA!“. Llegan a su muerte exhaustos. Algunos con dificultad para mantenerse de pie. Allí el torero se luce y se muestra confiado. La imposición, siempre desigual, del hombre contra la naturaleza. Ser más fuertes que un mito. Algo a lo que tememos, pero que sabemos aplastar. El toro o sus antecesores, que pintábamos con temor, respeto, o admiración en las cuevas.
A Jergoso le mataron relativamente rápido. Pocos segundos después de clavarle la espada final, agachó la cabeza y eyectó un chorro de sangre por la boca, como vomitando
¿Menores? Lo que queda de los toros a la balear
El precio de las entradas de esa noche oscilaba entre los 35 euros (la reducida para jóvenes y jubilados) hasta los 150 euros para ver este horror de cerca. La plaza, lejos de estar abarrotada, se llenó unos tres cuartos. Balears es una de las comunidades menos taurinas del Estado: la media de los últimos cinco años sale a menos de una corrida por año. El perfil mayoritario era eminentemente local y de mediana o avanzada edad. Señores en grupos pequeños o parejas de casados. Hay un señor, siempre el mismo señor, que a cada toro, pasados unos minutos, grita fuerte “Viva España” y “¡Viva!” le contesta la grada. Eso sí, en menor medida también había jóvenes, sobre todo en las partes más altas.
En un sector había un grupo de jóvenes homogéneo –más masivo, como de un centenar– que llamaba la atención. Ellos llevaban, salvo excepciones contadas, los mismos zapatos de cuero marrones, tipo náuticos, pantalones blancos, camisas de lino entreabiertas de tonos azules y pulseritas varias. Ellas, con algo más de variedad en cuanto a color y estampado, iban con vestidos de verano y solo lucían moños bajos o bien largas melenas flácidas y relucientes. Ahora, a esta tribu urbana, definida por su poder adquisitivo o la pretensión de este, les llaman cayetanos. Se pasan la pelota unos a otros, ellas ni se sienten interpeladas, y declinan hablar: “Pon que sí a todo, que me gusta y tal, y pones mi nombre”, dice uno de ellos. En el grupito hay unos más jóvenes que otros, pero es imposible discernir con total seguridad si hay algún menor de edad entre ellos.
La mayoría de los jóvenes llevaban los mismos zapatos de cuero marrones, tipo náuticos, pantalones blancos, camisas de lino entreabiertas de tonos azules y pulseritas varias
En los carteles taurinos están obligados a poner lo siguiente: “Queda prohibida la entrada de menores de 18 años. El espectáculo puede herir la sensibilidad de los espectadores. No se pueden consumir bebidas alcohólicas”. La gente ese día bebió alcohol, aunque las barras del recinto solo ofrecieran cerveza 0,0, pues es habitual que la gente entre bolsitas con algo de cena. Pero no fue un botellón, en honor a la verdad. Sobre los menores es más difícil poder informar tajantemente. Había jóvenes que podían hacer dudar a uno. Pero niños pequeños no se vieron en ningún momento, ni siquiera en la salida. De momento, no pueden entrar, pero en el acuerdo de Gobierno de PP y Vox se contempla modificar la normativa para permitirles ver este espectáculo bochornoso.
La velada taurina, repetición hasta la desensibilización
Entre toro y toro pasa poquísimo tiempo. La repetición puede hacerse pesada. Pero lo que le llama la atención a uno la primera vez va diluyéndose en las siguientes. La cabeza hace por quitar importancia a los peores detalles. Tras el primer toro, muchas veces algunos turistas salen un tanto horrorizados. Como esta pareja de jóvenes portugueses que miran cómo desangran al toro para meterlo en un camión refrigerado que lo llevara al matadero. Esto se hace cerca de la puerta grande. Un tractor John Deere verde y amarillo que lleva una pala grande alumbra y espera a que acabe la faena. El encargado del desangrado final lleva varios cuchillos en una bolsa de rafia del Mercadona. Otro señor empuja repetidamente con una pierna el abdomen, para que salga todo. La veterinaria le pone una etiqueta plástica en el hocico y el tractor lo mete en el camión.
Tras el primer toro, muchas veces algunos turistas salen un tanto horrorizados. Como una pareja de jóvenes portugueses que miran cómo desangran al toro para meterlo en un camión refrigerado que lo llevará al matadero
La tauromaquia se mantiene en Portugal, España, Francia, México, Venezuela, Ecuador, Colombia y Perú. “En Portugal no se mata al toro”, dice Pedro, el joven portugués, que está de viaje de vacaciones con Inés, su pareja. Sobre que aquí matemos los toros, afirma que no “le produce ningún placer, que no va a mentir”. Le gusta la tauromaquia, pero se ha ido aficionando de más mayor. A sus padres, por ejemplo, no les va. Su pareja, a la que no ha dejado hablar mucho, ha dicho que no varias veces y negaba con la cabeza mientras veía sin mucha expresión el desangre. Lo impactante del asunto, junto con la rapidez y coordinación con la que sucede todo esto, deja a uno sin tiempo de procesar lo que está pasando.
Adiós a los toros a la balear
En 2017 el Parlament de las Illes Balears aprobó una normativa autonómica que imponía fuertes restricciones, como prohibir el uso de banderillas, rejones o espadas, que hacían prácticamente inviable la celebración de la tauromaquia en las islas. En 2018, mediante un recurso, el PP consiguió que el Tribunal Constitucional tumbara la ley y nunca más se supo de lo que se llamó los “toros a la balear”. Después los ánimos del Govern progresista debieron caer y no volvieron a intentar poner fin al festejo, cosa que enfadó a los movimientos sociales y animalistas.
Entre los participantes de la concentración antitaurina del ‘Coliseo Balear’ estaba Assaib (Associació Animalista de les Illes Balears). La mañana de la misma corrida declararon a elDiario.es que están bastante “decepcionados” con las políticas de defensa de los derechos de los animales del último Gobierno. “Las prisas por cumplir con los programas electorales han desaprovechado la oportunidad de elaborar leyes contundentes y bien hechas que han sido tumbadas con facilidad”, sostienen. Sin ir más lejos, con la ley de 2017 se consiguió blindar “El bou de Fornalutx”, un festejo que hace correr un toro por las calles de este pueblo de la sierra.
En todos estos años no ha habido ni una corrida en Palma sin su concentración de repulsa. “Y así seguiremos hasta la abolición”, afirman desde Assaib. Además, son críticos con el cumplimiento de las leyes por parte de los organizadores. Muestran dudas sobre el estado estructural del “Coliseo Balear”, del que han pedido informes técnicos al Consistorio palmesano sin obtener respuestas, “cuando en los mismos medios taurinos locales hablan explícitamente de zonas afectadas por aluminosis”. Además, piden que se “den garantías del cumplimiento de los planes de acción y seguridad” para tener un control externo y confirmar que no entran menores de 18 años ni se deja entrar alcohol o “que los controles de dopaje a los toros los realice un ente externo a la organización de las mismas”. Las dudas sobre el cumplimiento de estas medidas “son el mínimo exigible” ante la situación actual, pero “la abolición” es “su verdadero fin”.
El final de la velada taurina
En el transcurrir de la matanza de los seis toros de la noche, donde el olor a puro y cuadra sucia crece hasta empaparlo todo, destacan algunos momentos. Zalamero fue el segundo toro de la noche. Lo toreó Castella. Parece ser que en el último tercio de la corrida, el de muerte, hay que dejar el toro colocado para matarlo. Para que se vea bien. Después hay varios tipos de matar. Ir hacia el toro, hacer que el toro venga o uno muy valorado por los aficionados a esta tortura: que salgan los dos a la vez. Castella se puso delante de Zalamero, que ya no podía más y le miraba cabizbajo. Pero en la grada se empezó a escuchar un nombre: “¡PACO!, ¡PACO!”. El torero mantenía la espada en lo alto. La tensión y el silencio se extinguieron: “Para”, “Espera”, “No lo mates”. A Paco, un señor mayor, le dio un jamacuco. “Le ha jodido la muerte, qué mala pata”, refunfuña un espectador. Estabilizado, sacan a Paco de la plaza y se lo llevan en ambulancia entre aplausos de ánimo.
Obviamente, luego, matan a Zalamero. Hora de la muerte: 22:30. Ni un minuto más ni un minuto menos.
Los siguientes toros se llamaban Ovación, Nepotismo, Senador y Sacio. El cuarto era el más pesado, 500 kg, y se quejó casi desde el inicio. Lanzaba bramidos y mugidos ahogados. A veces mirando al suelo, otras mirando a su matador directamente, e incluso a la grada. En cuanto le pusieron las banderillas empezó a dar botes con las partes traseras, como queriendo quitárselas, sin cesar de intentar mirase el lomo y saber qué estaba pasando. A pesar de la música de la banda, aplausos y “oles”, no se le dejó de escuchar. Era un grito que retumbaba. Hora de la muerte: 23:16.
Girando en la órbita gravitatoria de la plaza hay muchos trabajadores. Dan vueltas velozmente, sin parar. Llevando caballos de aquí a allá. Entrando y saliendo de la arena para tapar enseguida cualquier resto de sangre. También ellos fuman. Aquí todos fuman, parece obligatorio. Allí abajo también se preparan los picadores. En algún momento de la noche, difícil de ubicar por llevar al máximo el número de estímulos visuales, un joven picador ensaya con su lanza. Las luces de los bajos de la plaza de Palma son de un amarillo antiguo, casi de antorcha. Bajo uno de estos focos, el joven repite movimientos aprendidos. Va vestido con una indumentaria que parece medieval. No habla. En sus ojos hay algo parecido al deber, al miedo y al orgullo. Mientras un “monosabio”, así es el nombre oficial, le aguanta los caballos. A unos pocos metros hay un grupito de hombres que hablan con acento americano. Fuman puros. En una peli de gánster, con esta luz, estarían urdiendo su próximo golpe.
El penúltimo toro de la noche fue “el que tuvo mala suerte con la espada”. A Senador le intentaron matar clavándole 5 veces la espada, que no entró limpia ni una vez. El sexto fue el definitivo. A la gente en general no le gustó. Hora de la muerte: 23:42. El último, a manos de Manzanares, murió a un minuto de la media noche. Después, festejos y celebraciones. A hombros, el pintor de origen mallorquín y artífice de la noche: Domingo Zapata. En los burladeros y barreras pintó la noche anterior una Mona Lisa torera, un oso panda y pinturas más abstractas. También pintó el corazón en la arena. Dicen los taurinos que en lo suyo hay, incluso, algo de arte plástico. La combinación de colores en el ruedo y los movimientos de los toreros, con el capote, por ejemplo, buscan eso, o como decía Juan, ellos ven eso. Algo tienen que ver para que haya llegado esto hasta nuestros días. Es impactante y desagradable de ver, como un gran incendio forestal, como pararse con el coche para ver mejor un accidente mortal.
El final ya se lo hemos contado al principio. Tras las fotos en la arena, la basura por todos lados y la búsqueda de banderillas de recuerdo, la gente va saliendo y despidiéndose en la entrada principal. Los más mayores dicen cosas como “que los toros ya no son toros”, “que algún torero ha perdido el respeto al animal y es un payaso”, otras, sobre todo las señoras, coinciden con sus maridos que hablan del temple de “Manzanares” y lamentan la mala suerte con el penúltimo toro. En general la gente sale contenta, pero no hay euforia, ni catarsis. Un grupito de jóvenes habla sobre ir al “tenis club” a tomar algo. En el portal, encima de los carteles de esta corrida, algún trabajador de los que corrían en círculos ya ha pegado los carteles de la próxima corrida en la isla, donde quizá PP y Vox ya habrán cambiado la ley para que los menores puedan ver este espectáculo esperpéntico.