Santuario de Lluc, uno de los espacios más sagrados de Mallorca. Situado en mitad de la Serra de Tramuntana, que es Patrimonio de la Humanidad, ha sido el lugar de peregrinaje por excelencia en la isla a lo largo de la historia. Dicen en el templo que su Mare de Déu –la virgen– fue durante años “la Reina de las montañas de Lluc”. Hasta aquel fatídico 1897 en que sus dominios –al menos los forestales– se vieron reducidos a una mínima parte. Una expropiación que llegó en nombre del Gobierno y como un último coletazo de la desamortización y que enfureció al obispo de Mallorca hasta el punto de decretar la excomunión del ministro de Hacienda, Juan Navarro Reverter.
El 'drama' comenzó el 21 de agosto de ese mismo año. En el santuario se presentó el administrador sustituto de Bienes y Derechos del Estado en la Provincia. En la mano llevaba una Real Orden del 31 de julio que disponía la “incautación y venta, a nombre del Estado, de los bienes de Nuestra Señora de Lluch”. En concreto, de las fincas de Binifaldó, Menut, Es Barracar y Ca S’Amitger, que sumaban unas 1.200 cuarteradas de bosque –el equivalente a unas 852 hectáreas– y que rodeaban el templo y su colegiata.
“La desamortización no se limitó a iglesias o conventos, sino que también llegó a los montes, que para la Iglesia se habían convertido en una fuente de ingresos muy importante”, explica el ingeniero forestal e investigador, Francisco Grimalt. Las rentas por la tala, la elaboración de carbón o el pastoreo generaban unas ganancias que, en lugares como Lluc, permitían no solo el mantenimiento del santuario, sino dar cobijo a los muchos peregrinos que llegaban y continuar con su famosa escolanía de niños cantores conocidos como blauets.
El aviso de expropiación puso patas arriba el templo mallorquín. Un conflicto que habría quedado como un asunto casi interno de no ser porque, un mes después, el obispo de Mallorca dio un golpe sobre la mesa y declaró que el ministro de Hacienda había “incurrido en excomunión”, por lo que procedía a iniciar el expediente para excomulgarle.
Aquella embestida llenó páginas y páginas en los diarios de la época. Se convocaron reuniones de urgencia con el excomulgado, Juan Navarro Reverter –quien, para más inri, era ingeniero forestal–, mientras desde el Gobierno reconocían el “mal efecto” que suponía la decisión del obispo mallorquín. Se puso sobre la mesa su posible dimisión como ministro de Hacienda si la excomunión seguía adelante e incluso hubo periódicos como El Eco de Santiago que señalaron la “extraña particularidad” de que la Reina llevara días sin firmar ningún decreto que viniera precisamente de ese ministerio casualmente después del bombazo de Lluc. Lo peor fue el temor a un efecto llamada cuando en diócesis como la de Zamora se avivaron las protestas por las expropiaciones.
En realidad, la decisión del obispo Jacinto María Cervera no era tan disparatada. El Concordato entre el Estado español y la Santa Sede de 1851 había establecido que no se podría hacer “ninguna supresión o unión” de las propiedades de la Iglesia “sin la intervención de la autoridad de la Santa Sede”. Por ello el prelado consideraba que la expropiación no podía realizarse sin el permiso del Papa León XIII. Además, la bula Apostolicae Sedis establecía que podría ordenarse la excomunión “contra los que usurpan o secuestran la jurisdicción eclesiástica, o los bienes y rentas que por razón de sus iglesias o beneficios pertenecen a personas eclesiásticas”. Y así lo había hecho él para la Iglesia.
Rentas de hasta 35.000 duros anuales
Más allá de la ofensa que denunciaba la Iglesia, la expropiación suponía unas importantes pérdidas para el santuario. La Unión Republicana calculó en unas 6.000 libras mallorquinas anuales la producción de los terrenos mencionados, “cuando no se forzaba la máquina y el carboneo se efectuaba con método y sin ánimo de devastar las fincas”. El cálculo de los ingresos estaba entre los 12.500 y los 35.000 duros anuales. “Toda una fortuna para la época”, subraya Grimalt.
Al obispo Cervera le habían molestado las formas, pero seguramente sabía que el Estado andaba detrás de aquellos montes desde hacía varias décadas. Los bienes del santuario ya habían estado incluidos en la orden de desamortización de 1855, pero nunca habían llegado a pasar al poder del Estado.
“Cuando llegó el aviso en 1897 lo hizo en el peor momento posible: hacía sólo seis años que los Misioneros de los Sagrados Corazones se habían instalado en Lluc para levantar el santuario casi desde cero después de treinta años de abandono”, detalla el archivero de Lluc, Pep Barceló. La zona había sido lugar de culto desde su fundación en el siglo XIII y en 1456 se había constituido la colegiata. Sin embargo, el mismo obispo Cervera había tenido que obligar a la congregación a trasladarse allí porque nadie quería ocuparse del monasterio, por lo que ante la carta de expropiación debió de pensar algo así como que llovía sobre mojado.
Cuatro décadas de pleito
Al obispo Cervera también le llovieron las críticas e incluso el ministro pidió que se tomaran medidas contra él. Para empezar porque tampoco había pedido permiso al Papa León XIII para la excomunión, cuando en realidad era el único que podía ordenarla. Y luego porque en lugar de optar por una protesta por la vía contencioso–administrativa había tirado de decretazo religioso. Pero esto no era cierto.
En 1856, sabiendo la desamortización que se les venía, el prior del Colegio de Nuestra Señora de Lluc solicitó que se hiciera una excepción con el santuario. Pidió apoyo al Gobierno Civil de Balears, pero éste señaló que, “tratándose de bienes puramente eclesiásticos, estaban sujetos a la desamortización”. Los problemas con la titularidad –“que en realidad no era del Obispado, sino una cesión histórica de terrenos del caballero Baltasar Tomás”, explica Barceló– y, según la prensa, las denuncias por los “abusos” en la tala de los montes de la zona reactivaron el expediente hasta que el administrador sustituto de Bienes y Derechos del Estado en la Provincia volvió a llamar a la puerta, según el obispo, “acompañado de fuerzas de la benemérita y de carabineros”.
Fincas expropiadas y una cruz gótica
Cervera lo intentó todo con tal de mantener las fincas. En el mismo Boletín Eclesiástico especial en el que había arremetido contra el ministro había amenazado con excomulgar también a todos los que compraran las tierras de Lluc si no conseguía detener su subasta. “Y el Estado sabía que los señores de las possessions –grandes fincas– vecinas no pujarían”, añade Barceló.
Quizá fue aquella amenaza la que hizo que jamás salieran a la venta. Porque, pese a los pleitos judiciales y religiosos, Hacienda acabó por salirse con la suya. “Binifaldó, Menut y Es Barracar nunca se subastaron y han continuado en manos públicas hasta hoy”, asegura Grimalt.
“Las fincas se intentaron recuperar años más tarde, pero fue imposible”, asegura el archivero. Y el título de Reina de las Montañas que había tenido la Mare de Déu de Lluc se vio reducido a una parte de la finca de Ca S’Amitger. Las malas lenguas decían que había sido a cambio de anular la excomunión, pero la realidad es que León XIII había tumbado aquella decisión a finales del mismo septiembre de 1897.
Según las investigaciones de Francisco Grimalt, a lo largo del siglo XIX en Balears fueron desamortizados 97 montes, con una superficie total aproximada de 5.800 hectáreas. Aquella ansiada excepción que buscaban en Lluc se aplicó solo a once, entre ellos la Comuna de Biniamar, La Victoria o el Bosque de Bellver.
El recientemente inaugurado Archivo Histórico Forestal de Balears conserva un documento de 1973 por el que el entonces prior de Lluc, Guillermo Gayà, reclamó el traslado de la cruz gótica que se ubicaba en la ya incautada finca de Menut hasta la plaza central del santuario. Durante siglos, decía, había sido “lugar de rogativos y de procesión”. Allí iban no sólo los blauets, sino también los fieles para pedir “protección de Dios sobre los campos y cosechas y especialmente el beneficio de la lluvia en las prolongadas sequías”. Pero su petición quedó en saco roto.