¿Qué nos puede dar qué pensar hoy el 68 a quienes queremos una transformación sustancial del orden de cosas? Tiene que ver con una intuición que aparece entonces y con la que es urgente retomar el contacto si queremos salir de las posiciones reactivas con respecto al neoliberalismo y volver a tomar la iniciativa.
La intuición del 68
¿Cuál es el significado del 68 en la historia revolucionaria del siglo XX? Podríamos decir que es el comienzo de una crisis y una decadencia: el declive de la hipótesis de la revolución a través de la toma del poder, hegemónica desde la revolución rusa de octubre de 1917.
El 68 no fue sólo el mayo francés, sino una onda larga en el tiempo y el espacio que atravesó EEUU, México, Checoslovaquia, Italia, España, etc. En ninguno de los casos se trató de tomar el Estado a través de un partido de vanguardia. Se expresa así una intuición: no se cambia la sociedad (solamente) adueñándose del poder, ni siquiera de los medios de producción.
¿Qué ha pasado en la Unión Soviética desde 1917? Sin duda se ha producido un gran cambio en el poder político. Sin duda se ha producido un gran cambio en las relaciones de producción: desaparición del mercado, de la propiedad privada de los medios, de la competencia, etc. Pero se han reproducido sin embargo las lógicas más profundas del capitalismo burocrático: la división rígida entre dirigentes y ejecutantes, la concentración vertical del poder de decisión, el culto a la “ciencia” de los expertos, la taylorización del trabajo, el crecimiento y la productividad como fines últimos, etc.
Lo llamo “intuición” porque no se trata de una formulación clara en la época, sino de algo confuso y balbuciente, con muchas versiones distintas. Están aún los que critican la URSS en el interior del marco conceptual marxista-leninista, los que piensan que la toma del poder debe complementarse con una revolución cultural (es el mensaje de Mao o el Che), etc. Pero un pálpito general dice: no basta con una revolución política. ¿Entonces?
Economía política, economía libidinal
Los años 70 en Francia son años de altísima productividad filosófica. El pensador argentino León Rozitchner decía: “si los pueblos no luchan, la filosofía no piensa”. Es decir, la filosofía no es una burbuja que funciona en circuito cerrado, sino que se alimenta de los impulsos y los problemas que se plantea la sociedad. Pero si los pueblos luchan, la filosofía tensa su esfuerzo al máximo. Y eso es lo que ocurre en los 70 en Francia.
Propongo imaginar esa productividad filosófica como animada por las distintas tentativas de hacerse cargo en el plano de las ideas de la intuición del 68. En los 70 se despliegan elaboraciones complejas sobre el poder, el saber, la sexualidad, el imaginario, el intercambio simbólico, etc. Se trata de una reconceptualización general que desborda el marxismo como marco teórico exclusivo o privilegiado. Y de la que nos seguimos nutriendo hasta el día de hoy.
Uno de los pensadores que trata de hacerse cargo filosóficamente de la intuición del 68 es Jean-François Lyotard, que durante los 50-60 había militado en el grupo autonomista Socialismo o Barbarie y que vivió la tormenta del 68 desde su epicentro: la universidad de Nanterre y el Movimiento 22 de Marzo.
La figura de Lyotard ha quedado clavada hoy en día a la noción de la posmodernidad, pero en su vida hizo otros muchos viajes de pensamiento. En los 70, por ejemplo, desarrolla una compleja filosofía en torno al deseo, en diálogo con las más conocida de Gilles Deleuze y Félix Guattari.
¿Qué forma le da Lyotard a la intución del 68? Resumo el planteamiento en una sola frase y paso a explicarla: Lyotard dice “no hay economía política sin economía libidinal”. ¿Qué significa esto? Muy resumidamente: no hay modo de producción que no esté sostenido en una determinada posición de deseo. En un tipo de actitud, de motivaciones y de disposición ante los demás, el mundo y la vida en general.
No hay macro sin micro. Los revolucionarios que trataron de introducir cambios sociales radicales sin tener en cuenta la cuestión de la subjetividad fracasaron estrepitosamente. Se cambiaron los contenidos sin tocar las formas y se reprodujo así el mal de la dominación, que no está sólo fuera sino también muy adentro de nosotros mismos.
Mutación de la posición de deseo
Hay que imaginar entonces la transformación social, dice Lyotard, como una mutación radical de la posición del deseo.
¿Por qué “posición? Porque no sólo es un cambio de un objeto de deseo por otro, sino de un cambio del modo mismo de desear, del lugar mismo desde el que lo hace: no sólo de lo que se quiere, sino de cómo se quiere lo que se quiere. No simplemente otros políticos, sino otra relación con lo político, no simplemente otro trabajo, sino otra relación con el trabajo, etc.
Se quieren otras cosas, se quiere distinto. La mutación de que hablamos significa una redistribución radical de lo deseable y lo indeseable, de lo que importa y de lo que no importa, de lo que nos hace vibrar y de los que nos deja indiferentes. A nivel de cuerpo y de piel, no meramente ideológico.
En definitiva, el cambio social según Lyotard es un problema de metamorfosis. Una mutación en la configuración misma de lo humano. El reventón de determinadas costuras antropológicas, la producción de una humanidad diferente y de otras posibilidades de existencia: un cambio de piel.
Una metamorfosis que sería completamente equivocado ver como un proceso feliz, lineal o necesario, porque es alegre y dolorosa a un tiempo, está atravesada de retortijones o contracciones, de altibajos y desvíos, de saltos y regresiones, repleta de suciedad, sangre, barro, impurezas… Es querida, asumida, pero también temida y rechazada. A veces las dos cosas, por las mismas personas, al mismo tiempo.
1968: un régimen regulador de la energía
¿Cómo es la posición dominante del deseo en los años 60, en la época del fordismo y la sociedad industrial? Lyotard habla de un régimen “regulador” de las energías que tiende a “normalizar” los cuerpos y a producir sólo intensidades medias, mediocres.
En el ámbito del trabajo, es el taylorismo según el cual “el obrero debe ser una mezcla de orangután y robot” como decía el propio Taylor. Definición estandarizada de las tareas, exclusión de toda forma de participación o implicación afectiva en el proceso de trabajo, sumisión absoluta a una jerarquía o estructura piramidal. El capitalismo de los años 60 es altamente represivo y disciplinario: ejerce un poder autoritario que fija los cuerpos a lugares y funciones. En la fábrica desde luego, pero también en la familia, la escuela, el hospital, el ejército, etc.
En el ámbito del consumo, es el triunfo absoluto del valor de cambio: cualquier objeto puede entrar y circular en el sistema si es susceptible de intercambiarse por dinero. Nada es sagrado, no hay nada “intocable”, todo se puede profanar: vender, comprar, comercializar. El dinero es el mediador absoluto, que destruye todos los demás: los viejos códigos pre-capitalistas que regían antaño la producción y circulación de bienes. En el fondo, no hay cosas, no hay personas, no hay actividades, no hay saberes ni creencias: sólo existen distintas máscaras del valor de cambio.
El “tipo humano” que se produce y reproduce entonces es el “homo economicus” que ahorra, calcula, negocia, defiende sus intereses, trabaja, es dócil, sobrio, serio, moderado. No se trata de un ser “sin deseo”, sino con un deseo obediente y dispuesto por lo abstracto.
La deriva del deseo en 1968
¿Cómo entender, desde aquí, los movimientos de los años 60? No son movimientos sociales, localizados y acotados, con sus reivindicaciones y demandas, sino más bien derivas del deseo. Movimientos en las placas tectónicas de la sociedad.
Por un lado, suponen una gigantesca retirada del deseo que vacía de savia los canales y los objetos establecidos: la familia tradicional, el trabajo de fábrica, el individualismo en serie, la autoridad, el dinero, el consumo y la propiedad, el amor de pareja como propiedad del otro, etc. Erosión gigantesca e invisible: el tipo humano propuesto por el capitalismo burocrático no se critica ni se denuncia, sino que se deserta masivamente, mediante un desplazamiento de inversión libidinal.
Ya no se quiere lo que antes se quería. El deseo no se deja organizar mediante las instituciones establecidas, el poder disciplinario no es capaz de producir y reproducir un determinado tipo de cuerpo, los jóvenes no se reconocen ni se conducen como “homo economicus” y el sistema se gripa.
Por otro lado, el deseo se dispone de otra forma, empieza a funcionar de otro modo, inviste cosas distintas y otros “valores”: la autonomía frente a la disciplina y la autoridad; la intensificación de las pasiones frente a los vínculos instrumentales con el mundo; la comunidad frente al individualismo hermético de los átomos sociales. Las experiencias políticas y contraculturales de los 60 dan forma a una verdadera sociedad paralela compuesta de espacios y tentativas comunitarias, redes de apoyo y vínculos apasionados. El deseo social se fuga hacia un “afuera”.
Borrar la intuición del 68
¿Cómo se leen hoy los años 60? Desde la derecha, son el “chivo expiatorio” hacia el que redirigir los miedos contemporáneos: así, son los 60 -y no las políticas de precarización y desprotección de la vida- los culpables de la decadencia de todos los valores, la desorientación generalizada y el “caos” de la sociedad actual.
Pero los movimientos de los años 60 son también objeto de crítica desde el otro lado. En una curiosa complicidad con la derecha, leemos hoy a críticos de izquierda arremeter contra ellos. Se nos dice que el 68 fue en el fondo un movimiento liberal que aceleró la emergencia o consolidación de la sociedad de consumo y de la “modernidad”, fragmentando a la clase obrera, promoviendo el individualismo, rechazando toda tradición y toda disciplina en nombre del narcisismo, etc.
Esos análisis no tienen por lo general ni pies ni cabeza. Pero lo importante es leer el subtexto de las críticas: hay que abandonar las políticas del deseo y volver a las formas de la política clásica. El Partido y la conquista (electoral) del poder, la representación del pueblo identificado como víctima, la identidad o la moral como resortes y palancas, la izquierda, etc. El único horizonte posible de la política de emancipación sería, según estos críticos, la defensa del Estado social en desmantelamiento.
Se pretende así borrar la intuición del 68.
Mi idea es justo la contraria. Si el neoliberalismo hoy es tan fuerte se debe no sólo a que engaña y reprime, sino a que se presenta como evidente y deseable. Es preciso leer la contrarrevolución neoliberal de las últimas décadas, no simplemente como un ataque a la composición obrera y el salario, sino como un contragolpe en términos de deseo.
En los años 60, los movimientos iban por delante y el poder los perseguía, pescando a los jóvenes que se fugaban y devolviéndolos a casa, etc. Hoy es justo al revés. Pensemos en el Airbnb (un ejemplo entre mil): el neoliberalismo lleva la iniciativa y la política de izquierdas se limita (en el mejor de los casos) a “regular”. El capital lee las corrientes sociales profundas, capta el deseo, sabe traducir todas las energías a dinero, inventa y crea. Y la izquierda sólo aspira mientras a imponer tal o cual impuesto sobre los flujos de mercado.
Si hoy las fuerzas de emancipación son tan efectivamente débiles es justamente porque han perdido el contacto con la intuición del 68. Ya no disputan en torno a las formas de vida deseables e indeseables, sino que se limitan a la opinión crítica, la política comunicativa, la resistencia que nada resiste.
Tomar de nuevo la iniciativa sólo puede consistir en plantear de nuevo la disputa en el plano del deseo: ¿qué tipo de ser humano somos y queremos ser? Pero hay que hacerlo en condiciones cambiadas, porque hoy vivimos en otra economía del deseo muy distinta a la de los 60.
2018: un régimen depredador de la energía
¿Cuál es hoy la posición dominante del deseo? Lyotard habla en 1974, en unas cuantas páginas visionarias, de un régimen “depredador” de las energías.
El “depredador” no es simplemente el vampiro que chupa la sangre. La figura es distinta, más compleja, más interesante: el depredador exalta las energías (para robarlas), depreda energías sobreexcitadas.
Resuena hoy poderosamente con el capitalismo de las finanzas, las políticas extractivistas, la especulación desregulada, la penetración del capital en capas del ser vivo (humano y no humano) que permanecían intocadas, el pillaje, el saqueo y la violencia machista como formas de conquista. Lo que se conoce como neoliberalismo.
¿Y el deseo? El neoliberalismo no sólo reprime o disciplina, sino que intensifica las energías: moviliza, agita, estimula. El “tipo humano” que produce y reproduce ya no es el “homo economicus”, sino lo que podríamos llamar el “maximizador” animado por el deseo de siempre-más. El maximizador no busca el ahorro, la moderación, la sobriedad o la seriedad, sino la superación indefinida de sí mismo: formación continua, máxima flexibilidad, evaluación constante, competencia permanente, etc.
Es el “lobo” de Wall Street: desquiciado, siempre dopado, despilfarrador, depredador de contactos sexuales, sobreacelerado, desmesurado, impaciente, impúdico, desvergonzado. Siempre de subidón: el tipo de intensidad que nos propone el neoliberalismo es el subidón.
Del aburrimiento al agobio
El neoliberalismo ya no nos dice no (“no puedes”), sino sí (puedes y debes). No nos fuerza como un poder exterior, sino interior y voluntario. No reprime el goce (o no pone el goce en la represión), sino que lo suscita. Es una modulación del deseo de la que parece mucho más difícil escapar.
Pero también ocurre esto: el neoliberalismo, al hacerse cargo del deseo, lo maltrata y provoca un enorme sufrimiento. Hay que partir de ese malestar, de ese sufrimiento. ¿Qué quiero decir?
El antiguo régimen regulador reprimía, disciplinaba y fijaba rígidamente los cuerpos a lugares y funciones, produciendo masivamente el aburrimiento.
El aburrimiento, como vida des-apasionada, como minimización del goce, fue una fuerza mayor de la contestación revolucionaria de los años 60. “No queremos un mundo en el que la garantía de no morir de hambre sea la garantía de morir de aburrimiento”, escribió el situacionista Raoul Vaneigem en una cita que se volvió consigna popular.
El régimen depredador moviliza, fuerza y exige, produciendo así lo que coloquialmente llamamos agobio. Una mezcla de ansiedad y estrés por la sobrecarga de tareas, la movilización ininterrumpida de las energías mentales, el estímulo constante de la atención, la ilimitación del tiempo de trabajo confundido con la vida.
Del aburrimiento al agobio, de la represión de la vida (encauzada, encarrilada, encorsetada) a la movilización de la vida (sobrecargada, sobreexcitada, sobreestimulada). Del agobio al “cansancio”, un agotamiento del que se habla en mil conversaciones cotidianas y que no sería aquel del trabajador convertido en “orangután y robot”, sino la fatiga mental por estrés, angustia y culpa por no “estar siempre a la altura”. Y del cansancio a la depresión: el bajón radical de las energías, la pérdida de motivaciones, la cara b del régimen depredador.
El deseo hoy es electrocutado y segmentado. Electrocutado, al ser presionado y tensado por requerimientos externos. Segmentado, en la interrupción y la discontinuidad constante, la fragmentación y corrosión de toda duración.
La deriva del deseo en 2018
Al final de El hombre unidimensional, su célebre ensayo de crítica de la sociedad de los años 60, Herbert Marcuse situó la siguiente cita de Walter Benjamin: “Sólo gracias a los sin esperanza nos es dada la esperanza”.
Sigue siendo así. La esperanza está en el malestar que genera el imperativo de rendimiento, entre quienes dicen “ya no puedo más”, “ya no quiero más”.
Los angustiados, los asfixiados, los agotados, los abatidos, los abrumados, los saturados, los desbordados, los quemados, los agobiados, los electrocutados. Ellos y ellas son quienes pueden (podemos) pinchar la posición dominante del deseo hoy: el siempre-más.
Pero, ¿qué interrumpe hoy? ¿Cómo nos sustraemos al imperativo del rendimiento? ¿Cómo desertamos la figura del “maximizador”? Es preciso un nuevo ataque a la “economía libidinal” del neoliberalismo, a su organización del deseo. Un cierto apagón de nuestras energías deseantes.
Esta “lucha” no es necesariamente épica, heroica y colectiva. No que hay minusvalorar la deserción gota a gota y los apagones personales. David Le Breton ha investigado por ejemplo modos sutiles de desacato al imperativo de “ser uno mismo”, de estar permanentemente conectado y disponible, de estar siempre a la altura. Habla del “silencio” y el “caminar”. Nos propone verlos como formas de resistencia políticas. Como fugas activas del ruido de la conexión permanente, como modos de volver a tomar contacto, no con el Yo, sino con el propio deseo, como ejercicios de atención a la propia fuerza (ritmo, cuerpo, respiración), como disfrutes no mercantilizados, que no se “capitalizan”, que no son medios de fines.
Hay también instantes de apagón colectivo. Algunos fragmentos de la sociedad se ponen entonces a vibrar juntos. A veces reivindican algo y otras no, a veces tienen un discurso elaborado y otras no: lo importante es que se organizan de modo que la forma de vida neoliberal es cuestionada. Se vive distinto, se le agarra el gusto a un existir distinto. Por un lapso de tiempo se pone fin a la angustia, a la ansiedad, a la carrera loca del hamster. Las energías se trasvasan del trabajo y el consumo al sostenimiento de un momento de vida colectiva. Ya no queremos estar en otro sitio más que donde se está. Tenemos todo el tiempo del mundo. Concentración máxima de la energía. Agotamiento, pero agotamiento feliz. Se volatilizan muchas de las patologías de la vida cotidiana y el deseo se regenera.
Vivir con tiempos muertos y gozar las trabas
En los muros de París en el 68 alguien escribe: “vivir sin tiempos muertos y gozar sin trabas”. Era una consigna contra el aburrimiento. Pero hoy ya no podemos oponer simplemente la vida a la muerte, la liberación a la represión, lo nuevo a lo viejo, la intensidad al aburrimiento, el afuera a lo que está dentro. Los apagones son justamente tiempos muertos en los que nos paramos a pensar y recuperamos el contacto con nuestro deseo como centro de gravedad. No se trata de romper -con los padres, con el trabajo, con el entorno-, sino de interrumpir la lógica depredadora de relación con todo. No se trata de salir de la sociedad hacia las “zonas liberadas”, sino de empujar la transformación ahí donde estemos. No se trata de vivir en un subidón permanente, sino de afirmar otras intensidades (más sutiles, con altibajos) y otra relación con ellas.
Lo único que puede cambiar sustancialmente las cosas es empezar a vivir de otra manera. Esta es la intuición del 68. Hoy sólo han cambiado las condiciones y los términos del desafío.
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Algunas referencias:
Derivas a partir de Marx y Freud, Jean-François Lyotard, editorial Fundamentos, 1975.
Dispositivos pulsionales, Jean-François Lyotard, Editorial Fundamentos, 1981.
Economía libidinal, Jean-François Lyotard, Siglo XXI, 1991.
Sobre el régimen del siempre-más, véase por ejemplo La nueva razón del mundo, Christian Laval y Pierre Dardot, Gedisa, 2016.
Romper y mechar, un diálogo entre el 68 y el 15M