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Lo público, lo inhóspito

Vivimos un momento vibrante en lo político. El tetris de la política estatal (conocido mediáticamente como “tablero”) está siendo reconfigurado y hay muchas expectativas, ilusiones, miedos, etc. El debate sobre la regeneración democrática está encendido y no es raro que cope las conversaciones de cualquier tipo de situación cotidiana. Pero la mayoría de personas que desean una transformación política es consciente de que, pase lo que pase, un cambio de gobierno no va a cambiarnos la vida radicalmente.

Es algo que se enuncia poco porque duele. Pero hay quién ya lo dice: «Es importante subrayar que el asalto institucional es un asalto a las instituciones del Es­tado, pero no todo lo que es gobierno, es decir, no todo lo que modela sociedades, formas de vida y conductas, hoy por hoy, emana del Estado, y menos en las sociedades globalizadas». El asalto institucional no es la única vía, como apuntan Marta Malo y Débora Ávila.

Por otra parte, incluso si se ocupan las instituciones va a seguir siendo necesario cuidar el afuera. «Hay quien se esfuerza en seguir haciendo red, en seguir cuidando y alimentando la multiplicidad (de voces, de prácticas, de registros). Observo a día de hoy, hablando muy a grandes rasgos, dos formas de hacer red: llenar y hacer red dentro y vaciar y hacer red fuera». Lo dice Marga Padilla en esta conversación con mi compañero de blog Amador Fernández Savater, donde parece quedar claro que debemos desconfiar amable e inteligentemente de las máquinas electorales.

Pero también es cierto que hemos acumulado demasiada suciedad y desazón como para negar la esperanza a quienes creen que una gota de un detergente político vaya a limpiar la escena política mágicamente. Y es necesario enunciar todo lo que queremos cambiar. Incluso lo que va a resultar más complicado. Por ejemplo, todo aquello que tiene que ver con lo no formal. Y más concretamente, los espacios públicos.

Pensemos por un momento en edificios donde se alojan entidades que nos representan; no hablamos aquí de espacios públicos con una configuración más amorfa y dinámica como pudiera ser un parque; nos referimos más específicamente a museos, administraciones de justicia, consejerías de vivienda, sanidad, educación, etc. Los espacios públicos formales o cuya participación requiere de una cierta burocracia. Estos espacios son portadores de una contradicción que simboliza muy bien la crisis institucional que vivimos: lo normal es sentirse un extraño. El control de seguridad ejemplifica muy claramente esto. Y no deja de ser paradójico que muchas de las personas que habitan esos edificios, a través de sus corruptelas y de sus decisiones, sean en algunos casos más peligrosas que cualquiera de los ciudadanos que accede puntualmente a ellos para realizar un trámite.

Pero el problema no está única y exclusivamente en ese peaje que hay que pagar porque exista la mínima posibilidad de que alguien quiera atentar contra la infraestructura o las personas que habitan ese lugar. El problema es también actitudinal. ¿Cuántas personas de las que configuran dichos espacios públicos lo hacen siendo conscientes de que realizan un servicio público y tratando de ser serviciales sin ser serviles? En muchas ocasiones nos encontramos conque el ciudadano es un intruso que además, no entiende o no es consciente del funcionamiento supuestamente real de estos espacios públicos. Tampoco hablamos de sonrisas profident impostadas. Hablamos de la creación de un ambiente inhóspito para quién financia con sus impuestos estos espacios y que encima ha de sufrir cómo es tratado alguien ajeno a los mismos. Como si no le pertenecieran.

De ahí que sea tan urgente plantear la recuperación para el común de los espacios públicos. Los espacios públicos han dejado de representar al común de los ciudadanos. Los espacios públicos, o bien han sido desprovistos de humanidad a través de la hiper-institucionalización de sus usos (justificando así todo ese aparato para crear unas reglas de juego donde unos se sienten cómodos y una mayoría se siente incómoda) o bien directamente han sido privatizados. Los espacios públicos no deberían ser clubes. ¿Cómo podría cuidarse la ciudad y sus equipamientos para ser un lugar para el buen vivir? ¿Podemos superar «la falsa dicotomía que asocia la esfera productiva con el ámbito público y la reproductiva con el ámbito de lo privado»? ¿Es posible valorar «la proximidad como cualidad urbana con espacios de crianza y cuidado colectivo»? ¿Es posible la ciudad feminista?

En esa lucha por recuperar los espacios públicos como bienes comunes la gran paradoja es que hay espacios no institucionales que ya ejercen esa labor que además están siendo atacados estos días. Ejemplos hay muchos como La Casa Invisible en Málaga o Ateneu Candela en Tarrasa. Pero usemos como ejemplo Patio Maravillas en Madrid, un espacio que ha servido durante los últimos años como laboratorio/cocina para experimentar todo tipo de fórmulas políticas, sociales y culturales y tal y como nos indica uno de sus habitantes, «una de las máximas es la existencia de protocolos que favorezcan la inclusión y de herramientas que sirvan de servicio público tales como el espacio de reuniones, el cine, la cafetería…». Lo cuál indica que este tipo de metodologías para garantizar la hospitalidad no tienen que ver en muchos casos con cábalas presupuestarias, sino con falta de voluntad política para darle prioridad a un asunto que es mucho más central de lo que parece.

No es cuestión tampoco de alimentar la mitología de «gestión pública estatal mala» vs «gestión privada y procomún buena». Como recuerda Amador, si el cambio social se produce va a ser multicapa, multicanal y por tanto, complejo. El neoliberalismo es escurridizo. «Hay definiciones que sirven para dejarnos tranquilos: si decimos que el neoliberalismo son las políticas de privatización, desregulación y flexibilización, tipo años 90, estamos con una foto estática, vieja y, sobre todo, que se nos queda chica. Esa foto nos habla de políticas que derraman el neoliberalismo hacia abajo, de centros malignos de donde emana el poder o de doctrina del shock. Sin embargo, el neoliberalismo -como política activa de creación de instituciones, lazo social y subjetividad bajo el modelo de la empresa- ha conseguido instalarse más bien de un modo muy dinámico y multiforme, tanto por arriba como por abajo». Esta puntualización de Verónica Gago viene a darle un poco la razón a quiénes desconfían de aquellos que poblamos nuestras proclamas políticas de toda la retórica que proviene del procomún/los bienes comunes/los commons. No hay más que leer esta entrevista de Michel Bawens al profesor Christian Ianone sobre la idea de “La ciudad como procomún” para extrañarse de que no se mencionen las palabras capitalismo, neoliberalismo o crisis. Bajo lo cool de la retórica del procomún podrían estar incluídas lógicas neoliberales, sí.

No obstante, en este matiz puede seguir siendo ampliado y complejizado. No es que desde algunas instituciones públicas no se esté intentando hacer de sus espacios lugares más hospitalarios. A pesar del recelo que pueda provocar a muchos, Medialab-Prado es un intento de cómo producir espacios de relación facilitados por personas y no con reglas impuestas por violentas burocracias. Su programa de mediación cultural es una prueba de ello. Y también hay que puntualizar que el grado de ejemplaridad que alcanza quienes lo hacen sin apenas presupuesto es mucho más representativo desde un punto de vista político. Y que no todo el que enarbola el procomún como bandera tiene una agenda neoliberal oculta. Hay quién realmente ha tratado de importar saberes que provienen de otras culturas.

A pesar de que los hackers no evocan estereotipos de empatía y socialización, lo cierto es que la ética hacker es una de esas culturas de las que podría aprenderse para reconfigurar los espacios públicos. En el hackdaymanifesto, que es un documento que define las condiciones ideales para celebrar un Hackaton (una maratón de hackers) una de las reglas más importantes sobre la «atmósfera y las actitudes» dice: «No hagas sentir a la gente que no es bienvenida». Hacer sentir a alguien bienvenido en un espacio público si eres trabajador de dicho espacio no debería ser ni un lujo ni una parafernalia sobreactuada: debería ser lo normal. Como dice Antonio Lafuente sobre las burocracias comunitarias, «hemos aprendido que, con frecuencia, no sólo la pureza obsesiva o la perfección son una trampa autodestructiva, sino que los hechos demuestran que un consenso aproximado basta para lanzar una idea y esperar de la comunidad sus críticas y comentarios».

Por eso hay tantos agentes reclamando una gestión de lo público que imite a las prácticas vinculadas a los bienes comunes. Porque es hora de que las instituciones públicas aprendan de cómo cuidan y gestionan de dichos bienes las comunidades. Porque el reto es copiar el funcionamiento abierto e inclusivo que se da en comunidades no invadidas por la burocracia propia de las instituciones públicas para, citando de nuevo a Lafuente, «hacer que el espacio público tenga la configuración más apropiada en beneficio de la hospitalidad“» Ha llegado el momento de ocupar colectivamente estas instituciones de «vaciarlas de deuda y hacer barricadas de sentido».

Vivimos un momento vibrante en lo político. El tetris de la política estatal (conocido mediáticamente como “tablero”) está siendo reconfigurado y hay muchas expectativas, ilusiones, miedos, etc. El debate sobre la regeneración democrática está encendido y no es raro que cope las conversaciones de cualquier tipo de situación cotidiana. Pero la mayoría de personas que desean una transformación política es consciente de que, pase lo que pase, un cambio de gobierno no va a cambiarnos la vida radicalmente.

Es algo que se enuncia poco porque duele. Pero hay quién ya lo dice: «Es importante subrayar que el asalto institucional es un asalto a las instituciones del Es­tado, pero no todo lo que es gobierno, es decir, no todo lo que modela sociedades, formas de vida y conductas, hoy por hoy, emana del Estado, y menos en las sociedades globalizadas». El asalto institucional no es la única vía, como apuntan Marta Malo y Débora Ávila.