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Jon Lee Anderson: “El 'pacto del olvido' es el gran problema de España”

Jon Lee Anderson.

Gumersindo Lafuente

28 de abril de 2018 20:08 h

Si alguien ha conocido de primera mano los escenarios del terror y la injusticia de los últimos 40 años en el mundo, es él. Reportero de New Yorker, biógrafo del Che Guevara, maestro de la Fundación Gabriel García Márquez, amante y conocedor de España, el periodista estadounidense Jon Lee Anderson (California, 1957), se ha pateado los lugares más violentos de la Tierra. De su relación directa con los protagonistas fueron naciendo reportajes y libros que le han convertido en uno de los analistas más atinados de los conflictos más enquistados, los que hoy nos mantienen permanentemente al borde de una guerra global. La publicación ahora en España por la editorial Sexto Piso de Guerrillas, un libro escrito hace 25 años tras sus viajes por El Salvador, Birmania, El Sáhara, Gaza y Afganistán, nos da la oportunidad de acercarnos a la historia y el espíritu del fenómeno guerrillero, pero también de hablar de la incertidumbre creciente en la que vivimos en España y en el mundo.

¿Qué es lo que a la gente normal le decide a ir a una guerra, a afrontar la posibilidad de matar o morir, a formar parte de una guerrilla?

Hay varias razones. Una de las principales, según mi experiencia, es la convicción de que no hay otro camino que el de la violencia; algo que se convierte en una máxima, que puede aparecer si una sociedad, o régimen, ejerce de forma sistemática la discriminación o represión de un sector de la población por motivos raciales, políticos, sectarios, económicos, o una combinación de estos. De acuerdo con mis estudios sobre el terreno en muchos conflictos, he llegado a la conclusión de que el estallido es casi asegurado si no se dan salida a las frustraciones. Es decir, que el grupo en cuestión eventualmente tomará las armas en defensa propia, convencido de que la lucha armada es la última repuesta que les queda ante la injusticia.

Las ideologías políticas y la fe religiosa ayudan a la violencia por sus maneras de ofrecer justificaciones políticas y sagradas, pero primero el grupo o los individuos en cuestión tienen que sentirse agredidos, excluidos, injustamente marginados para adoptar los credos que justifican la violencia.

Su libro habla de un periodo de algo más de tres años, entre 1988 y 1992, y se refiere a sus experiencias en lugares tan distantes como El Salvador, Birmania, el Sáhara Occidental, Afganistán o Gaza... ¿Que nexo común hay entre los guerrilleros de tan diferentes lugares y culturas?

La vida guerrillera o insurgente en sí misma está llena de alicientes vitales. Estar en la lucha da una noción de destino y pertenencia al individuo dentro de un grupo afín y en contra de un enemigo común. La vida dentro de la lucha armada es, en gran medida, la cristalización de los ideales, porque el guerrillero lo tiene todo por delante, cree en lo que hace y la victoria es una posibilidad en el horizonte. La sangre derramada de amigos o seres queridos sirve de combustible y justificación de más violencia, y la nutre de esencia sagrada: los muertos de convierten en “mártires”.

No importan tanto las diferencias de ideología ni culturales cuando uno comparte estas condiciones de vida. Es un estado psicológico compartido por todos los guerrilleros; eso en mi recorrido por el mundo insurgente quedó patente, por ejemplo, cuando percibí que el Che Guevara, guerrillero icónico del comunismo, era también venerado por musulmanes mujahedines conservadores en Afganistán o por los birmanos pro democráticos; el Che era admirado por sus cualidades de guerrillero más que por su ideología, la condición de guerrillero era lo que tenían en común.

Tres de esos escenarios nos son muy cercanos a los españoles. La guerrilla salvadoreña del FMLN formó parte del imaginario revolucionario de la izquierda española en los 80, cuando apenas habíamos recuperado la democracia. Usted ha seguido muy de cerca la evolución de la situación en El Salvador desde los acuerdos de paz de 1992, incluso la llegada al poder de los antiguos guerrilleros, sin embargo el país sigue sumido en la desigualdad, la pobreza y la violencia. ¿Qué ha fallado?

La justicia es lo que ha fallado. La guerra terminó con un pacto político inspirado hasta cierto punto en la Transición española —es decir, el pacto del olvido, en el que los crímenes de guerra de ambos lados (pero como siempre favoreciendo a los regímenes nacionales, que son siempre los responsables de la mayoría de la violencia) quedaron impunes—. Si en España el pacto cuajó —aunque sigue incomodando la conciencia moral de muchos— fue en buena medida por el hecho de que se hizo a casi cuarenta años del mayor derramamiento de sangre, la Guerra Civil. No fue así en El Salvador, en donde el pacto dejó en libertad a varios cientos de hombres —políticos, policías, paramilitares, soldados y oficiales— que solo meses antes ordenaban, lideraban y participaban en sádicos escuadrones de la muerte y también en masacres de miles de civiles. ¿Qué sociedad puede ser sana o lograr algo semejante a la justicia social con gente así caminando libre por la calle?

El Sáhara Occidental, abandonado deprisa y corriendo por España durante la agonía de Franco en 1975 no ha corrido mejor suerte. Más de 40 años después los saharauis viven confinados en campos de refugiados en Argelia, lejos de su tierra y aún más lejos de encontrar una solución a su causa y de poder retornar a su país. ¿Cuánto tiempo más cree que puede aguantar esa situación?

Eternamente. Ya se han creado una sociedad con una identidad y ideología propia que les da una razón de ser como individuos y como grupo. Sean o no exitosos finalmente en su propósito de tener un país propio, los saharauis, o los palestinos, o los karen, forman parte de ese grupo de sociedades “sin estado” que existen en el mundo, pero que no dejan de existir como un colectivo con identidad propia. En este grupo también podríamos incluir a los kurdos, a los tibetanos, quizás, e incluso a aquellos catalanes que creen que deberían tener un “país” propio. Teniendo una causa o noción tribal y una lucha identitaria no resuelta, la espera misma empieza a forjar historia, y más identidad, hasta la eternidad.

La situación en Gaza es aún más explosiva. Israel ha sabido ir aumentando su presión y ha aprovechado las sucesivas divisiones del movimiento palestino. El mundo vive hoy pendiente de que no estalle esa olla a presión, y quizá olvida la violación permanente de los derechos humanos del Estado de Israel...

Sin duda. Ante la imposibilidad de variar la situación de los palestinos en Gaza por parte de ellos mismos —y también del mundo exterior— dadas las condiciones de control establecidas por Israel, el resto del mundo mira para otro lado, a otros conflictos más apremiantes, con mayor capacidad de onda expansiva, como es la violencia de los extremistas musulmanes de Isis o al Qaeda. De momento la violencia de Gaza, o de los palestinos, si bien sigue siendo un detonante y una reivindicación de la violencia dentro del mundo musulmán, y árabe, ha quedado localizada, una cuestión en términos prácticos aislada entre ellos y los Israelíes, casi exclusivamente. Pero no lo será para siempre, claro está.

¿Qué diferencia a estos movimientos guerrilleros, de alguna manera herederos de míticos revolucionarios como el Che, de los combatientes yihadistas?

En un aspecto clave, nada. Para convertirse en un insurgente, hay que decidir jugarse la vida en aras de un ideal que implica quitársela a otros y estar dispuesto a perder la propia.

El Che quiso cambiar el mundo en nombre de una utopía protagonizada por el Hombre Nuevo Socialista, una noción cuasi religiosa de lo que sería el comunista perfecto del futuro. Los yihadistas también tienen una noción de perfección o de pureza absoluta en su imaginario pero en su caso está basada en nociones de un pasado truncado y que habría que volver a implantar —algo así como el califato perdido, si se quiere—. No miran tanto al futuro como al pasado, y en ese sentido su movimiento es reivindicativo, reaccionario, y por supuesto sectario y radical en su voluntad de imponer una sociedad idealizada por el terror. El Che, aunque predicó la violencia como una herramienta, no la basó en el terrorismo, a diferencia de los yihadistas que practican el terror casi exclusivamente como herramienta de lucha. Hay también un componente supremacista y racista en la ira yihadista, el odio hacia los “kafires” o infieles que pueden ser cristianos, inclusive musulmanes de otras sectas como los Chiitas o kurdos o yazidis. Además, con su lectura revanchista de la historia, los “occidentales”, o europeos, casi todos cristianos y blancos, representan los antiguos enemigos de la expansión musulmana, del califato de antaño, y por lo tanto son potenciales víctimas por que sí.

Pero otros grupos inspirados en el Che sí usaron el terror…

Por supuesto que hubo guerrillas inspiradas por el Che y las ideas seculares de revolución marxista que tanto en su tiempo como posteriormente sí utilizaron el terror, o fueron más propensos a la violencia extrema —Sendero Luminoso y los Khmer Rojos me vienen a la mente— además de grupos pequeños, más urbanos como la IRA, ETA, Brigadas Rojas o la Baader Meinhof y algunos de los grupos palestinos, pero en general, entre las guerrillas comunistas de la época de la Guerra Fría, el terror era la excepción, no la norma. Cuando hablo del terror me refiero al uso de violencia contra civiles de manera indiscriminada para provocar terror.

Y qué separa a estos últimos de los yihadistas…

Quizás la diferencia más clara es que los grupos violentos guerrilleros “herederos del Che” tienen como destino idealizado alcanzar una vida mejor, o sea la vida misma, por más que usen la muerte para llegar ahí, mientras que los yihadistas idealizan la muerte, y para muchos es el fin deseado en sí. Sin duda por la perniciosa convicción religiosa, la muerte es vista como un paso al más allá donde todo es más puro y hasta mejor que esta perra vida. La espeluznante proclama yihadista a los infieles de occidente lo dice todo: “Nosotros amamos la muerte como ustedes aman la vida”.

En Siria se está escenificando un nuevo enfrentamiento entre EE UU y Rusia, curiosamente con el Estado Islámico como enemigo común, ¿Cree que estamos volviendo a una nueva Guerra Fría y al peligro de un conflicto nuclear?

Así es. El lugar más peligroso en la faz de la tierra hoy en día es Siria porque es algo así como la guerra mundial en ciernes. Todos los países del entorno están implicados, así como las potencias regionales y también Rusia y EE UU. Con Israel, Irán, Turquía, los Emiratos, Qatar, Arabia Saudita y demás países compitiendo de manera bélica, más los kurdos o yihadistas de otros países. Además, el uso de armas químicas y la búsqueda de la hegemonía regional por varios de ellos involucrándose en una carrera armamentista, nos ha acercado a un escenario de una conflagración mundial. La situación en Siria también ha tenido consecuencias graves para la estabilidad de Europa con el éxodo de cientos de miles de refugiados y el resurgir de las políticas conservadoras y xenófobas, y Africa del norte está muy desestabilizada debido al fenómeno yidahista que se extendió a partir del éxito del ejemplo de Isis en Siria e Irak. Aunque Isis está menguante, la amenaza yihadista no ha muerto, se está contagiando. Mientras, Siria sigue siendo el gran agujero negro bélico del mundo, en donde todo es posible, y estamos todos bajo el riesgo de un estallido mayor.

Volviendo al libro, en el arranque asegura que el pueblo toma las armas por razones muy diferentes. Cita las injusticias sociales y la sistemática discriminación cultural, racial o política. Usted conoce bien España, ¿cree que en Catalunya, con la situación actual, estaríamos corriendo el riesgo de que pudiese surgir algún tipo de lucha armada?

No veo de momento en Catalunya el peligro de la violencia, pero si sigue la situación de bloqueo y sobre todo si el Estado español se empecina en criminalizar la corriente independentista catalana y en usar la fuerza en lugar del diálogo, todo es posible.

Sin dejar España, hace unos meses, a raíz precisamente de la intervención de la Guardia Civil durante el referéndum del 1 de octubre en Catalunya, el escritor Antonio Muñoz Molina le acusó de mentir a sabiendas por decir que eran un cuerpo paramilitar, dentro de un debate sobre la permanencia o influencia del franquismo en España más de cuarenta años después de la muerte de Franco y del final de la dictadura. A pesar del tiempo transcurrido muchos españoles seguimos teniendo la sensación de que una buena parte de los resortes del poder real siguen controlados por los herederos directos (políticos y económicos) de la dictadura, ¿Por qué cree que la Transición no logró cerrar definitivamente esas conexiones ni reparar suficientemente a las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura?un debate sobre la permanencia o influencia del franquismo en España

Por miedo. La clase política española llegó a una suerte de arreglo para que los crímenes del pasado quedaran impunes a cambio de compartir el poder. O sea que se acobardó. El “pacto de olvido” era un pacto faustiano, un pacto con el diablo. El intento de golpe de Tejero fue el recordatorio del antiguo estado franquista al nuevo de que no debían tocar nada del legado —aparte de lo meramente simbólico— y así fue. El franquismo logró convencer a toda una sociedad “nueva” y supuestamente posfranquista —incluyendo a su famosa movida, Almodóvar y todo lo demás— de que la amnesia colectiva era el mejor camino a seguir para llegar a la modernidad.

Y claro, durante un tiempo eso lo puedes mantener (una economía pujante ayuda) pero es difícil mantenerlo para siempre, y termina por afectar a todo lo demás, como justamente ha sucedido en España. El dilema moral es obvio: ¿Cómo puede un Estado predicar el estado de derecho —ni mucho menos ejercerlo— si no es capaz de juzgar los crímenes que eran la esencia de creación de ese mismo Estado? ¿Si no es capaz de juzgar crímenes de lesa humanidad, cómo juzgar casos de corrupción? Para mi, ahí está el meollo del problema español. Falta de valentía moral. Falta de honestidad consigo mismo.

Por último, El Salvador, Gaza, el Sáhara Occidental, Birmania y Afganistán, los escenarios en los que se desarrollaron las acciones de los guerrilleros de su libro son muy diferentes y lejanos entre sí, pero les une una misma sensación de derrota, de fracaso, de desesperanza. ¿Cree que el idealismo y el sacrifico en vidas de esas guerrillas ha sido totalmente en vano?

La mística de la lucha guerrillera nace en la lucha y existe por sí misma; el fracaso no la elimina. Mientras uno lucha, vive sus ideales. La lucha es lo sublime, en ese sentido, porque la victoria siempre es una ilusión y la derrota casi siempre segura. Aunque los guerrilleros han fracasado en alcanzar sus metas finales en casi todos los lugares, estoy seguro de que si preguntarás a la mayoría de ellos, ya viejos, si todo el dolor y sacrifico valió la pena, dirán que si, porque se dejaron su juventud en unas luchas que dieron a sus vidas un significado mayor.

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