Esta vez Alaa Salah lleva libras de oro sudanesas como pendientes y no aquellos de luna llena que vestía en las manifestaciones en Jartum, cuando su canto a la revolución recorrió el mundo entero. La imagen de esta joven de 22 años encaramada a un coche, envuelta en la túnica blanca de las mujeres trabajadoras y antiguas reinas nubias, con el brazo en alto rodeada de una masa de teléfonos móviles, puso Sudán en el mapa de las noticias y la convirtió en símbolo del movimiento de protesta contra tres décadas de dictadura.
Alaa sonríe tranquila en una de las habitaciones de la Casa de América en Madrid, donde ha participado en una charla junto a la alta comisionada de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, y la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, por el Día de los Derechos Humanos. “Estamos construyendo los cimientos para el futuro”, afirma sobre la situación política que vive actualmente su país después de un año de reivindicaciones, “no hay alternativa a un Sudán democrático y libre”.
Las revueltas en Sudán comenzaron ya hace más de un año por la subida de los precios del pan y una crisis económica insoportable. Las protestas fueron creciendo y fue en ese momento cuando la foto, tomada por otra activista, y las canciones de Alaa llamando a la thawra, revolución en árabe, comenzaron a compartirse por todo el mundo. En abril los militares destituyeron al eterno dictador Omar al Bashir, en el poder desde que dio un golpe de Estado de 1989.
Depuesto Al Bashir, una Junta Militar tomó las riendas del país. Y los manifestantes, organizados en torno a una serie de sindicatos y movimientos sociales que terminaron por concretarse en las Fuerzas de la Libertad y el Cambio, con el ejemplo del vecino Egipto en la memoria, no se marcharon. Siguieron acampados de forma permanente delante de los cuarteles generales del Ejército de Sudán, símbolo del poder de la dictadura. “Allí cantábamos, comíamos, nos manifestábamos…” recuerda la activista.
Hasta que la madrugada del tres de junio, víspera del fin del ayuno del Ramadán, los yanyauid, un grupo paramilitar temido por el recuerdo de su violencia en la guerra civil de Darfur, entraron disparando y pegando a los manifestantes. Más de un centenar de muertes, heridos y desaparecidos después, el desalojo de la acampada pacífica ha sido tildado de masacre por organizaciones de derechos humanos. Human Rights Watch, en un informe reciente, señala la intencionalidad de las fuerzas de seguridad de atacar a civiles desarmados, lo que puede considerarse de crímenes de lesa humanidad.
“Fue el día más difícil de la historia de Sudán, no puedo olvidarlo”, se emociona Alaa. Recuerda que fue corriendo a la plaza aquella mañana, pero todas las entradas estaban ya cerradas. “Solo podía escuchar el sonido de las balas, los gritos”, cuando llegó “las fuerzas del régimen ya estaban disparando, había mártires y heridos”. “La muerte está en todos nosotros”, contestaba a quienes trataban de prevenirla de entrar al recinto donde sucedió todo, “desde el primer día sabíamos que íbamos a morir si queríamos algún cambio”.
“Todavía no puedo pasar por la plaza, que se había convertido en nuestra casa. No sé si aquellas personas que conocí y vi fugazmente, gente de todos los estados y provincias de Sudán, están vivos, desaparecidos, heridos… El desalojo del campamento fue el peor día de la revolución”, afirma.
Los primeros pasos de un Gobierno compartido
Poco después de la matanza, la presión de unos y otros y la mediación internacional llevó a un acuerdo: un Gobierno de transición compartido por militares y civiles que en un plazo de tres años acometería las reformas necesarias para la convocatoria de elecciones en 2022. “El pacto no era satisfactorio para nosotros”, explica Alaa desde el sentir de la oposición civil, “pero la situación nos empujaba a aceptar la formación de un Gobierno”. Después de la firma, Sudán salió a celebrar a las calles.
Sin embargo, la sombra del antiguo régimen se resiste a abandonar Jartum. El máximo organismo de este periodo de presunta coyuntura es el Consejo Soberano, institución a cuyo frente se encuentra Abdelfata al Burhan, el que fuera líder de la Junta Militar.
“Considero que los militares están involucrados en la masacre” del 3 de junio, apunta Alaa. “Al Burhan tendría que haber garantizado la seguridad. Estábamos en la casa del Ejército, en frente, en la plaza de los cuarteles generales. Él no participó en el ataque, pero tampoco lo ha evitado”, continúa. Así mismo, el número dos del Consejo es el general Mohamed Hamdan Daqlo, conocido como Hemedti, de quien reciben órdenes los yanyauid, a quienes se acusa de haber perpetrado la matanza.
“Somos conscientes de que 30 años de devastación no se pueden revertir en tres de Gobierno interino”, continúa Alaa. El primer ministro, Abdalla Hamdok, ha descongelado las relaciones con Estados Unidos y ha dado los primeros pasos para que Washington saque a Sudán –refugio de Osama Bin Laden bajo el mandato de Al Bashir– de la lista de patrocinadores del terrorismo, lo que le daría acceso a obtener créditos de organismos internacionales. Hamdok ha viajado también a Bruselas, donde le han prometido 55 millones de euros para aliviar el hambre y la crisis humanitaria que sufren varias partes del país.
También en las últimas semanas comienzan a ponerse sobre papel algunas de las demandas de la población civil. A finales de noviembre se aprobaba una ley para desmantelar e incautar los bienes del Partido del Congreso Nacional, antigua formación del dictador. Un paso importante muy pedido por el pueblo en los últimos meses y un primer paso para devolver la riqueza robada y sacar de las instituciones a la dictadura.
Junto a esta medida se ha derogado también una ley de orden público dirigida a controlar el comportamiento y vestimenta de las mujeres de acuerdo a la ley islámica o sharía, con castigos como penas de cárcel e incluso latigazos. Sin embargo, Alaa insiste en que todavía queda mucho camino por recorrer en términos de igualdad entre hombres y mujeres: “El porcentaje de representación de las mujeres en el Gobierno es insuficiente y así lo ve mucha gente”.
Alaa dice aspirar a que, como mínimo, la mitad de la representación gubernamental sea femenina. De los seis asientos reservados para la parte civil en el Consejo Soberano, solo dos están ocupados por mujeres y apenas cuatro de los 18 ministerios tienen al frente a una mujer: Asuntos Exteriores, Juventud y Deportes, Trabajo y Educación Superior y Desarrollo Social.
“No pedimos nada fuera de lo común, solo que las mujeres ocupemos el puesto que nos corresponde”, apunta la activista que recuerda el papel protagonista que han tenido las mujeres sudanesas en las protestas y la caída del régimen: “El 70% de los manifestantes estos últimos meses han sido mujeres y jóvenes y es algo visible, que se ha notado”.
El tiempo se agota y, ya en la puerta, Alaa cuenta que retomará sus estudios como arquitecta, que tuvo que detener en cuarto año por tomar parte en las protestas. Sin embargo, después de tanto cree que reconducirá su carrera hacia los derechos humanos y de las mujeres. ¿Confía en que se cumplan las promesas y haya elecciones libres en 2022 en Sudán? “Inshallah”, si dios quiere, sonríe: “Y, si no es así, volveremos a salir a las calles y a la plaza”.