Todo el mundo, en un momento dado, se sienta a un banquete de consecuencias. Esto lo escribió Robert Louis Stevenson; un fanático de islas. Y eso es lo que se está viviendo, ahora mismo, en la isla de Cuba: un banquete de consecuencias. Con ese desfile interminable que, en una semana, puede depararte la visita de un artista del renombre de Frank Stella, un presidente norteamericano (Barack Obama), un equipo de béisbol profesional (los Tampa Bays), una famosa banda de rock (Rolling Stones) y, próximamente, Karl Lagerfeld, listo para liderar el momento cubano de Chanel.
Bienvenidos, pues, a la larga marcha que, por la vía del espectáculo, va dejando el rastro del cambio en un país en el que el consumo de las transformaciones está mejor visto que la discusión sobre estas. Como si fuera necesario sacrificar las causas de los acontecimientos a cambio de gozar sus consecuencias.
Tiremos de recuerdo o remontémonos a aquella época en la que la revolución se hizo famosa. Eran los años sesenta y no era difícil encontrar en Cuba a intelectuales de medio mundo, siempre dispuestos a dar soporte teórico a la llamada “vía cubana”: un socialismo verde (“como las palmas”, según Fidel) y no rojo, latinoamericano y no soviético, que alimentó las fantasías de Occidente. (Cualquiera puede consultar un número de Ruedo Ibérico dedicado a la Revolución, y contabilizar los españoles que estuvieron por allí entre 1968 y 1969).
Hoy, sin embargo, en esta Cuba de las consecuencias, es el entertainment el que se encarga de marcar la pauta. Con su toque de glamur, su clave frívola y, entre fiesta y fiesta, el reguetón marcando el ritmo de la nueva jet set. Donde antes estuvo Sartre hoy tenemos a Beyoncé; donde Max Aub, Paris Hilton. La cuota británica que cubrió Graham Greene ha sido traspasada a los Rolling Stones, y los récords de asistencia a los discursos del Máximo Jefe hoy pueden alcanzarlo los sonidos electrónicos de los Major Lazers.
En esta catarsis de hedonismo controlado, incluso un viaje de tanta importancia política como el de Obama fue filtrado a través del cómico más famoso del país, que entabló con el Presidente norteamericano un diálogo cargado de segundas lecturas, bromas, absurdos y verdades extraoficiales. El juego de pingpong entre chinos y norteamericanos, en tiempos de Nixon y Mao, queda para la historia como un ejercicio solemne al lado de ese encuentro entre Obama y Pánfilo que, de paso, dejó descolocados al protocolo gubernamental, a la oposición, el exilio o las líneas más duras del régimen cubano.
Tantos millones de dólares destinados por Estados Unidos a la causa de la democracia en Cuba y resulta que la clave estaba en un simple y rudimentario vídeo de su presidente jugando al dominó con un personaje estrafalario que no entiende nada para que los televidentes lo entiendan todo.
En esta Cuba de las consecuencias nadie imagina a Paris Hilton o a Mick Jagger liderando un debate sobre el modelo político. Y es que, hoy por hoy, a las autoridades tampoco parece interesarles ninguna discusión ideológica en un país que se columpia entre iluminar el modelo bolivariano o ir a la sombra del modelo chino.
Recorrer, unos día después, los alrededores del concierto de los Stones, en el Cerro, la Plaza de la Revolución o la Timba, es un buen ejercicio para ver condensadas las expectativas cubanas. Y si es cierto que los Rolling funcionaron como la reposición de una absurda censura del pasado, también es verdad que esa semana que estremeció a Cuba ha dejado al país frente ese banquete de consecuencias en que se ha convertido su presente. Un limbo pragmático en el que las grandes causas, y los grandes principios, van quedado solapados ante un capitalismo de Estado que se mantiene innombrable.
¿Después de Obama, qué? Esta es la pregunta que muchos se hacen, a la izquierda y la derecha, dentro y fuera de la isla. Evidentemente, puede que el gobierno siga igual –hasta donde puede seguir igual un gobierno plagado de octogenarios-, pero también se respira una certeza de que las cosas no podrán seguir como hasta ahora. Y no sólo por las medias aperturas destinadas a los servicios –paladares, gimnasios, bares, galerías de arte-, sino por el impacto de la nueva economía en aquellos ámbitos hasta ahora sagrados del socialismo cubano –la educación, la cultura, la salud–, que comienzan a apuntalarse por iniciativas privadas impensables en otros tiempos.
Hay una generación que ha surgido a la vida pública dentro de estas reformas, medios de comunicación que están un paso más allá de las servidumbres políticas, diplomacias pragmáticas, un deporte abocado al profesionalismo o la muerte, un paquete televisivo controlado por un Estado que sin embargo acaba por quedarse al margen de la programación, un hedonismo desbocado, una renovada noción del tiempo y del dinero…
El problema no es, entonces, el cambio sino el destino de ese cambio. Esa es la cuerda floja sobre la que se tambalea un país en el que la mayoría de la gente no está por terapias de choque. Y sí: es verdad que los cubanos hoy quieren dinero, pero también quieren tiempo. Quieren negocios –la mayoría más familiares que privados en el sentido estricto–, pero también mantener unas redes solidarias que están ahí, latiendo en la supervivencia cotidiana.
Una semana después, hay quien piensa que la visita de Obama no ha servido para nada y hay quien la ve como el principio de una transformación. En uno u otro caso queda la sensación de un regalo envenenado. Para unos, ha sido el espaldarazo definitivo para la eternidad del régimen. Para otros, en cambio, ha dejado en Cuba un caballo de Troya con el tamaño de una isla.