A estas alturas todo el planeta sabe que en la noche del viernes varios ataques terroristas arrancaron la vida a más de 120 personas en el corazón de París. Lo que pocos saben es qué sucede cuando la ciudad mejor protegida del mundo es brutalmente atacada en medio de la noche por armas y protocolos solo imaginables en guerras lejanas.
Todo empezó como un viernes cualquiera. El frío de noviembre daba tregua y los parisinos llenaban restaurantes y bares, sobre todo los que daban el partido amistoso de Francia contra Alemania. Muchos no habían terminado de cenar cuando los teléfonos empezaron a sonar, apenas unos instantes antes de que el eco de las sirenas inundara las calles como un tsunami. Se apagaron los rostros, se acabó la fiesta en París.
Dos explosiones cerca del Estadio de Francia, al norte de la ciudad. Tiroteos en pleno centro, entre Bastilla y Oberkampf, las zonas de fiesta auténticas, las que todavía no se han rendido al turismo ni a sus precios. Al principio todo fueron incógnitas, tragedias que por su magnitud casi parecían rumores. Rápidamente las dudas avivaron las ascuas del miedo, una hoguera que prendió en esta ciudad tras los atentados de Charlie Hebdo y que parecía haberse apagado, a pesar del reciente ataque frustrado al tren procedente de Amsterdam.
El presidente Hollande abandonaba el estadio en helicóptero y las autoridades lanzaban una recomendación a parisinos y extranjeros: quedarse en casa. A esas horas todos estaban ya en la calle. El bosque se ve mejor desde lejos, pero a nosotros nos tocó estar dentro y prácticamente oscuras.
Veinte muertos. Cuarenta muertos. Sesenta. A cada desconocido que me acercaba para preguntar qué estaba pasando aumentaba el número. Policías serios con las armas desenfundadas que con sus respuestas ásperas daban cuenta de la gravedad del asunto. Filas interminables de ambulancias.
Esta noche mi barrio, el distrito 11, se convirtió en un campo de batalla. Las fuerzas de seguridad cortaron las primeras calles en las proximidades del Canal de Saint Martin, cerca del bar Le Carillon y el restaurante Petit Cambodge, donde se produjo el primer ataque por parte de al menos dos asaltantes armados y con un saldo de catorce víctimas. Cuatro personas más murieron en el camino de 10 minutos a pie que atraviesa la plaza de la República y que une este punto con la sala Bataclan, el escenario más sangriento de la noche, situado muy cerca del edificio donde estuvo hasta enero la redacción de la revista Charlie Hebdo.
Un superviviente que todavía no era consciente de lo que había sucedido en la sala de conciertos se paró a hablar con quienes estábamos allí. Conste que la prensa francesa no acosó en ningún momento a quienes sobrevivieron a la masacre. El afortunado que acababa de burlar la muerte nos explicó que al principio escuchó golpes, pero pensó que formaba parte del concierto de los Eagles of Death Metal. Quién iba a imaginar que cuatro hombres armados con fusiles Kalashnikov estaban disparando indiscriminadamente contra los 1.300 asistentes que disfrutaban del concierto.
De pronto cientos de agentes armados hasta arriba emprendieron la marcha hacia Bataclan a ambos lados del boulevard Richard Lenoir. Quienes observábamos desde el cordón de seguridad nos contagiamos del nerviosismo que transmitían los pasos. Hollande y el primer ministro, Manuel Valls, acababan de llegar a la sala, de ahí el movimiento.
A esa hora la sede de Charlie Hebdo se encontraba vacía, sin su habitual escolta policial ni las flores y lápices que durante meses convirtieron el lugar en un verdadero altar.
A medianoche, dos horas y media después del comienzo de la pesadilla, ya estaban desplegados los soldados. En total serán 1.500 que se sumarán a los 7.000 que ya hacen custodia en las calles. El presidente Hollande aparecía en televisión y decretaba el estado de emergencia, con todo lo que implica. Tuiteé una foto de varios camiones militares en la plaza de la Bastilla y un amigo periodista lo definió así: “Militares tomando el control en el punto neurálgico en el que nació la democracia”.
Puse rumbo al norte, cinco minutos a pie hacia el bar La Belle Equipe. El hashtag #PorteOuverte para acoger a quienes no podían volver a casa se hacía fuerte, anoche la solidaridad entre ciudadanos fue muy alta. El estruendo de las sirenas fue cediendo protagonismo a las aspas de los helicópteros que sobrevolaban la zona. Había tantas ambulancias e iban en tantas direcciones que daba la sensación de que se hubieran perdido en las arterias de París.
Llegué a la calle Charonne, donde se encuentra La Belle Equipe. Dos horas antes habían asesinado a 19 personas en este bar. Tras el ruido ensordecedor que me llevaba acompañando varias horas, es allí donde por primera vez encontré el silencio.