Cuando el pasado 4 de agosto los cristales de su apartamento saltaron en pedazos, la pared se derrumbó y se vio cubierto de sangre, Ahmad Joumaa creyó que iba a morir. “Era un día normal, estábamos viendo Netflix en el salón y al oír la primera explosión y un ruido de avión, pensé que Israel nos estaba atacando. Se lo estaba comentando a mi compañera de piso, pero no me dio tiempo a acabar la frase: todo estalló por los aires”. Sentado en la terraza de la casa de un amigo que le presta temporalmente su cuarto, este joven beirutí de 30 años rememora lo ocurrido hace justo un mes, cuando el estallido –según las primeras investigaciones, accidental– de más de 2.500 toneladas de nitrato de amonio en el puerto de Beirut arrasó en pocos segundos el corazón de la ciudad. La catástrofe dejó casi 200 muertos, más de 6.500 heridos y unas 300.000 personas sin hogar, entre ellas Ahmad, cuyo piso se encontraba a apenas un kilómetro y ha quedado completamente destrozado.
Un mes después de la tragedia, Beirut y sus habitantes tratan a duras penas de recomponerse. En una ciudad y un país acostumbrados a las crisis –Beirut fue epicentro de la guerra civil (1975-1990), se vio sacudida por el atentado con coche bomba que mató al primer ministro Rafiq Hariri en 2005 y fue bombardeada por Israel en 2006–, los afectados por la explosión viven lo ocurrido entre la incredulidad y la rabia. Las primeras investigaciones apuntan a una serie de negligencias que abarcan toda la cadena de mando del Estado. Hasta ahora, nadie ha asumido responsabilidades de forma directa.
La explosión sirvió para acelerar una situación que ya era extremadamente precaria: Líbano atraviesa una de las peores crisis económicas de su historia, con la divisa local en caída libre (la libra se ha depreciado en un 78% en los últimos meses), la inflación disparada y la pobreza y el desempleo en aumento por la desaceleración económica y el impacto de las medidas contra la COVID-19. Naciones Unidas estima que, para finales de año, hasta el 50% de la población podría no tener para cubrir sus necesidades alimentarias básicas. “La explosión destruyó la principal fuente de alimentos del país y ha llevado a Líbano al borde de una crisis de hambre”, advertía esta semana Michael Fakhri, relator especial para el derecho a la alimentación de la ONU.
“Incluso antes del desastre, la gente ya había perdido su trabajo y la economía estaba destrozada. Ahora también han perdido sus casas. Es el último clavo en el ataúd y solo hay una palabra para describir lo que la gente siente: desolación”, señala Karim el Mufti, analista político y profesor de la Universidad Saint Joseph de Beirut (USJ).
Los daños físicos provocados por la explosión podrían ascender a entre 3.800 y 4.600 millones de dólares, según el Banco Mundial, una suma que Líbano no puede permitirse costear en un momento de quiebra económica. A ello se suma una crisis que también es sanitaria: el país tiene cerca de 13.000 casos activos de coronavirus, con un repunte en las dos semanas posteriores a la explosión. La mitad de los hospitales de Beirut sufrieron destrozos y los que aguantaron se vieron saturados. “La explosión provocó que personas que perdieron su vivienda se vieran obligadas a vivir en condiciones de hacinamiento, aumentaron las interacciones durante las tareas de socorro, creció el desplazamiento de personas entre regiones y se multiplicó el número de pacientes y personal de salud en los centros de salud, situaciones que pudieron contribuir a la propagación de COVID-19”, explica la consultora en salud pública Sara Chang, autora de un mapa interactivo sobre la difusión del virus en Líbano.
A la emergencia sanitaria por la explosión y la COVID-19 hay que añadir los nuevos problemas de salud mental entre la población afectada: “Mucha gente sigue en shock, traumatizada por la explosión, con síntomas como ansiedad, falta de apetito y de sueño. También vemos mucho síndrome del superviviente, culpa por haber sobrevivido al desastre”, explica Maya Yamout, de la ONG Rescue Me, que da asistencia psicológica a, entre otros, víctimas de conflictos bélicos con PTSD (trastorno de estrés postraumático).
Las imágenes de gente ensangrentada, gritos y caos se repiten en bucle en la mente de Ahmad, que aún no se siente capaz de volver a su trabajo como enfermero de la Cruz Roja libanesa. En parte como terapia, asegura, ha estado ayudando como voluntario en Nation Station, una de las decenas de iniciativas lanzadas estos días principalmente por jóvenes para asistir a los afectados.
Aya Kazoun, de 21 años, ofrece una sonrisa cansanda: lleva un mes trabajando ininterrumpidamente entre 12 y 18 horas diarias. Al día siguiente de la explosión, ella, su hermano y un amigo improvisaron en una gasolinera en desuso un centro de asistencia. Hoy, unos 40 voluntarios –los primeros días llegaron a ser 150– reparten alimentos, comidas calientes, medicamentos y ropa a más de 500 familias del vecindario. En un país con un Estado cada vez más ausente y disfuncional, es la ciudadanía la que ha debido salir a levantar a la ciudad de sus escombros. Los crowdfunding se han multiplicado estos días para, a falta de dinero público, financiar con microdonaciones todo tipo de causas ligadas a la tragedia: de reparación de puertas y casas dañadas, al rescate de negocios destruidos por la detonación o ayuda para que trabajadoras domésticas extranjeras víctimas del sistema Kafala puedan regresar a sus países de origen.
“Fuimos los ciudadanos los que cogimos las escobas y palas y lo limpiamos todo y ahora somos quienes ayudamos a los afectados. Estoy orgullosa de la solidaridad entre la población, pero al mismo tiempo me cabrea mucho. Primero porque es deber del Gobierno, no nuestro. Segundo, porque siento que con nuestra 'eficiencia' aceleramos el olvido de lo que ocurrió”, lamenta Aya.
Tras la dimisión en bloque del gobierno de Hasan Diab una semana después de la tragedia, el nombramiento del exembajador Mustafá Adib como nuevo primer ministro no ha servido para calmar los ánimos de una población al límite por la superposición de crisis: el martes, coincidiendo con la celebración del centenario de la creación del Gran Líbano, la gente volvió a salir a las calles en Beirut, y ya van más de diez meses de protestas contra la corrupción de la clase dirigente y el sistema sectario que rige el país.
Adib se ha comprometido a formar Gobierno en dos semanas para empezar a implementar reformas estructurales que desbloqueen la ayuda prometida desde hace más de dos años por la comunidad internacional, pero los expertos coinciden: un nuevo ejecutivo salido del mismo establishment que ha conducido a Líbano al desastre no implicará cambios sustanciales a mejor. “Mientras no haya un esfuerzo real liderado por alguien externo a la actual clase política que cambie valores y aplique reformas de calado, esperamos más de lo mismo”, apunta Karim el Mufti.
Para el activista Lokman Slim, la corrupción es solo una de las consecuencias del sistema perverso de reparto de poder entre sectas y los esfuerzos de países como Francia, dirigidos principalmente a acabar con la corrupción, se quedan cortos. “Reformas no significa solo económicas, sino también sacar de Líbano a esta nomenclatura que lo ha expoliado”, apunta a elDiario.es.
Para muchos, la devastadora explosión en Beirut ejemplifica a la perfección el problema de Líbano: nadie se hace responsable del desastre pese a que todos los actores políticos son de alguna forma responsables y cada uno lo usa en su propio beneficio. “Este Gobierno se alimenta de crisis y ahora se alimentará de la ayuda que llegue de fuera. Incluso si el dinero se canaliza a través de las ONG, encontrarán la manera de quedarse el dinero del contribuyente europeo y nadie rendirá cuentas. Mientras, los bancos están felices de recibir dólares frescos... y así todo el sistema se alimenta de la explosión”, asevera el profesor de la USJ.
En poco más de un mes se cumplirá un año de las protestas que sacaron a la calle a miles de personas en todo Líbano pidiendo el fin de la desigualdad y la corrupción y la salida de toda la clase política al grito de “todos significa todos”, pero distintas fuerzas, gubernamentales y no, han explotado las diferencias entre comunidades. “La polarización y la tensión social se han elevado a niveles peligrosos en un país que acaba de presenciar una de las explosiones no nucleares más poderosas de la historia de la humanidad”, señala el think tank European Council on Foreign Relations.
Ahmad Joumaa hace recuento de pérdidas: afirma que en un año ha perdido a sus padres (que, ya jubilados, han abandonado el país), su trabajo previo, su coche y ahora su casa. “Siento que no me queda nada, que este país me lo ha quitado todo”, se lamenta. “Mi generación empezó a salir a las calles a protestar en 2005, cuando mataron a Rafiq Hariri. Quince años, y no hemos conseguido nada”.
Ahmad reniega de un sistema en el que “la mitad de nuestra energía se desperdicia pensando en cosas que en otros lugares son derechos humanos básicos. Mi generación creía que sería la que haría realidad sus sueños y ahora todo el mundo está desesperado por marcharse... yo incluido”. Las demandas de visado para el extranjero, en aumento en los últimos meses, se han disparado desde la explosión.
Aya Kazoun llevaba meses protestando en las calles de Beirut, concretamente desde el inicio de la llamada 'revolución de octubre'. También empezaba a fantasear con abandonar Líbano, pero siente que ahora no es posible. “No podemos dejar la calle, hay que seguir haciendo presión. Y seguiremos, porque ¿qué otra cosa nos queda?”
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