En lugar de atender desde sus sillas, mirando hacia la pizarra durante las clases de matemáticas, los alumnos de Elsebeth Holm de la escuela Strandgård, en Ishøjk, Dinamarca, pasean por un bosque divagado y denso con el suelo cubierto por un mantel de hojas secas, castañas y barro. Hoy, los niños y niñas de la clase de tercer grado aprenderán a medir en gramos y en miligramos el peso de las piedras, las hojas, las ramas y de todo lo que los rodea.
“Las Matemáticas son un lenguaje para describir la realidad, por eso nos gusta salir afuera y conocerlo de primera mano”, dice Holm. Ella es la responsable de udeskole del centro, un método pedagógico en que profesores y alumnos trasladan regularmente la enseñanza en espacios naturales durante todo el año.
Dinamarca fue el primer país de la Unión Europea en reabrir las escuelas a finales de abril después del confinamiento impuesto por la pandemia de COVID-19 con unas medidas que no incluían el uso de mascarillas. En lugar de esto, el gobierno de Mette Frederiksen decretó que las clases se tenían que llevar a cabo al aire libre durante el máximo tiempo posible.
En aquellas semanas de primavera, el sistema educativo danés se convirtió en el centro de atención para educadores, gobiernos, y expertos de todo el mundo que miraban la relativa calma, pero a la vez la cautela con que se volvía a la normalidad en las escuelas del país. Otros países del entorno como Noruega también optaron por la misma estrategia, con una vuelta a las aulas progresiva por edades y empezando con los alumnos de primer curso.
“Me gusta más estar aquí”
Desde entonces, una quinta parte de las escuelas públicas del país han incorporado las clases al aire libre en el currículo académico, dando al menos dos sesiones a la semana. No hace falta que sea en un bosque. También se puede en la playa, en los parques, en los lagos, o en los jardines más próximos. “Se trata de aprovechar el entorno de la escuela, pero sobre todo que las clases tengan sentido”, explica Holm.
Hace veinte años que es profesora y hace tres que se ha especializado en este método pedagógico que cuenta con una fuerte tradición en Escandinavia. “Para los profesores a veces puede parecer difícil dar la clase en el exterior, ya que no se puede controlar todo lo que pasa”, reconoce. Mientras la profesora habla con un grupo de alumnos, Amelie (9 años) se apresura a recoger unas castañas del suelo para después ponerlas en una balanza y calcular cuántos decigramos ha conseguido. Cuando se le pregunta si prefiere dar la clase en el aula o en el bosque, su respuesta es muy clara: “Me gusta más estar aquí”.
Otra de las clases que ha preparado Elsebeth Holm es una sesión de Lengua y Literatura con los alumnos de sexto grado. Con ellos ha ido a la playa más próxima, donde cada alumno escucha con los ojos cerrados el vaivén de las olas, el viento moviendo las hojas y el graznar de unas gaviotas en la arena. Después, con la pausa e inspiración del momento, escriben los sentimientos que han sentido y así descubren la poesía. Al terminar, vuelven al aula y hablan de la experiencia. “Es un error pensar que solo con la clase al exterior ya es suficiente, se tiene que trabajar tanto dentro como afuera”, dice Holm.
Los beneficios de estar al aire libre
Tan solo hace falta pasar 120 minutos semanales en espacios verdes para que el cuerpo note los beneficios, según un estudio publicado por el Consejo Europeo para el Medio Ambiente y la Salud Humana junto con la Universidad de Exeter (Reino Unido). El estudio, realizado a 20.000 personas, demuestra que el contacto con la naturaleza hace reducir la presión arterial y las hormonas del estrés, calma el sistema nervioso y refuerza el sistema inmunológico, además de ayudar a reducir la ansiedad y a aumentar la autoestima, también en niños y en adolescentes.
Karen Barfod, doctora de la VIA University College (Universidad de la Región Central de Dinamarca), es experta en aprendizaje al aire libre y coordina una red de académicos y profesores. Barfod va más allá de enumerar los beneficios físicos y señala que pasar más horas al aire libre también influye en el aprendizaje de los niños: “Algunos temas de ciencias o matemáticas pueden ser bastante abstractos y difíciles de explicar, pero si los alumnos mesuran, observan y tocan es más fácil que entiendan y recuerden conceptos como el volumen y las áreas de una superficie, o el funcionamiento de los ecosistemas”.
Barefod también cita otro estudio de la Universidad de Copenhague que concluye que pasar más tiempo rodeados de naturaleza durante las horas escolares influye en la comprensión lectora y en la capacidad para resolver problemas matemáticos en niños de 9 a 13 años. Los resultados confirmaban que estos alumnos estaban más motivados en aprender y por lo tanto obtenían mejores resultados académicos.
En plena pandemia, la Organización Mundial de la Salud (OMS) así como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura incluyen las actividades en el exterior entre sus medidas recomendadas para prevenir y controlar los contagios en los colegios. En concreto, enfatizan que es necesario garantizar una ventilación adecuada y apropiada, dando prioridad al aumento del aire fresco del exterior mediante la apertura de ventanas y puertas, así como el fomento de las actividades al aire libre.
Dinamarca se considera un país que, hasta ahora, ha respondido de manera eficaz a la COVID-19. En estos momentos, como el resto de Europa, se encuentra lidiando con un nuevo pico de infecciones y mantiene una incidencia de cerca de 260 casos por cada 100.000 habitantes en los últimos 14 días, mayor que la de los otros vecinos nórdicos (excepto Suecia) pero mucho más baja que la de otras naciones europeas, entre ellas España, Italia o Reino Unido.
El Gobierno danés introdujo a principios de noviembre una serie de restricciones y medidas locales en varios municipios, donde muchos ciudadanos están infectados con una mutación del coronavirus hallada en visones. A finales de octubre, se introdujeron restricciones a la venta de alcohol en supermercados y quioscos después de las 10 p.m., y se prohibieron las reuniones de más de 10 personas. Además, se tiene que usar mascarilla obligatoriamente en los interiores de tiendas, bares o teatros, o el transporte público. También, se pide a los alumnos de secundaria que las lleven en “ciertas áreas”.
Una granja en plena ciudad
La lluvia cae con insistencia y las gotas repican sobre el invernadero de la escuela Langelinie mientras Sussanne Borg riega unas tomateras. Østerbro es un barrio rodeado de embajadas, oficinas, tiendas y cafés. A pesar de ser una de las zonas más concurridas de Copenhague, desde aquí solo se escuchan los gruñidos de unos cerdos neozelandeses y el revoloteo de unas gallinas.
Borg, profesora de naturaleza y udeskole, también cuida a dos llamas, una veintena de conejos y un huerto donde crecen pimientos, tubérculos, ruibarbos y dos limoneros. “Sin tener un bosque o un lago cerca para hacer las clases en la escuela necesitábamos crear un espacio natural para los alumnos”, explica, “al final adaptamos un antiguo patio trasero para recrear una granja en plena ciudad”. La recuperación de este espacio en desuso en una zona verde de la ciudad “ha ayudado a volver a conectar a los niños con la naturaleza”, afirma Sussanne. “En la granja es fácil ver y entender el valor de la ecología y de la sostenibilidad, además los alumnos aprenden a valorar y a preservar su entorno natural más próximo”.
Hoy hace un día frío, húmedo y oscuro, el clima de otoño habitual en estas latitudes. Pero a pesar del mal tiempo, esto no parece importarles a los niños y niñas de la clase de primer grado que, equipados con cubos y salabres, buscan insectos y pequeños anfibios en una charca para después analizarlos y clasificarlos. “Los padres ya lo saben”, concluye la profesora. “Si los niños llegan a casa llenos de barro hasta las rodillas, quiere decir que han pasado un gran día en la escuela”.