Un trágico ritmo de más de 22.000 nuevos casos diarios ha lanzado a Brasil hasta la cifra del millón de contagiados por COVID-19. El ritmo de víctimas mortales durante la última semana de otoño ha sido de 1.200 fallecidos al día. Desde que el Gobierno Federal amagó con ocultar datos y modificó la forma de registrar las víctimas mortales que se iban originando durante la pandemia, un consorcio formado por los grandes grupos de comunicación brasileños lanza dos informes al día sumando las referencias publicadas por cada uno de los 26 estados (más el Distrito Federal de Brasilia). Las proyecciones de ese consorcio ya anuncian la cifra simbólica del millón, que este sábado será confirmada por los centros estadísticos de referencia en la pandemia.
Los pocos intentos de semicuarentenas que se han ido experimentado en algunos núcleos urbanos brasileños se han desarbolado antes de llegar al pico de la pandemia y nunca se ha conseguido rebajar la actividad en las calles a los niveles aconsejables ni popularizar el distanciamiento social.
El transporte público ha sido el escenario de las mayores aglomeraciones durante los últimos tres meses en las grandes capitales. La clase trabajadora más vulnerable, la que no está en condiciones de teletrabajar ni de desplazarse en vehículos privados, se ha visto abocada a seguir pasando el día en autobuses, trenes y vagones de metros repletos, en largos trayectos desde las periferias. Las decisiones de algunos ayuntamientos y gobiernos estatales complicaron más todavía el reto: disminuyeron la flota de servicio, por lo cual las aglomeraciones empeoraron.
Los efectos, presentes y futuros, de la pandemia en Brasil han de ser analizados comprendiendo la asimetría de un país de dimensiones continentales, con estados más grandes que países europeos. En el estado de Maranhão –más superficie que Italia–, uno de los que poco a poco ha ido ganando su lugar entre los más afectados del país, el 90% de los nuevos casos positivos provienen del interior de la región, lejos de las aglomeraciones de São Luís, la capital.
Ahora son los municipios conectados por las carreteras federales los que verán disparadas sus cifras, tal y como ha ido sucediendo paulatinamente en la zona más pobre del país, el sertón del semiárido. La diferencia es que estos municipios no suelen disponer de camas de cuidados intensivos y el servicio de ambulancias hasta las ciudades no está consiguiendo gestionar la la demanda.
Esta asimetría del país ha ido impidiendo semana tras semana una coordinación entre Gobierno federal, gobiernos estatales y ayuntamientos. Además, se apilan en las tres esferas de poder irregularidades constantes. El gobernador de Río de Janeiro, Wilson Witzel, –más preocupado por el proceso de impeachment que le acaban de abrir en la Asamblea Legislativa que de la propia pandemia–, prometió siete hospitales de campaña. Sin embargo, este fin de semana, con 87.317 casos confirmados y 8.412 fallecidos en su estado, se ha inaugurado el segundo de ellos, en el municipio de São Gonçalo. El único en funcionamiento hasta el momento era el hospital de campaña de Maracanã, levantado en los aledaños del estadio donde el jueves por la noche, un Bangu-Flamengo servía de apresurado retorno del Campeonato Carioca de fútbol.
En Río hay equipos que no están ni entrenando y hay equipos que ya están compitiendo, todo forma parte del desconcierto. A la misma hora que echaba a rodar la pelota se confirmaba que ese día se habían registrado 274 nuevas víctimas mortales en el estado de Río.
El ministro de Sanidad, el general Eduardo Pazuello, sigue siendo interino y no tiene experiencia ni en política ni en el área de la salud. El presidente de la República, Jair Bolsonaro, interviene sobre el tema cada equis tiempo para sembrar dudas y crispación. En su tradicional comparecencia de cada noche de jueves a través de las redes sociales, volvió a criticar a la Organización Mundial de la Salud: “Están todo el tiempo yendo y viniendo, y volviendo atrás”. Según Bolsonaro, la OMS “no acierta en nada”, y “está dejando mucho que desear”.
Una brecha social cada vez más grande
La pandemia, que en todos los países por los que ha pasado dejará una huella profunda en términos económicos, en Brasil agigantará una brecha social ya suficientemente profunda y enquistada. 60 millones de brasileños han necesitado la renta básica de emergencia aprobada por el Congreso Nacional (600 reales –100 euros– al mes durante tres meses), sobre todo autónomos, trabajadores informales –sin contrato ni alta en la seguridad social– y desempleados. La medida beneficia a 130 millones de habitantes, si se tienen en cuenta los núcleos familiares que la perciben.
Pero ni esa cuantía ni ese periodo son suficientes: la ayuda ya está prácticamente acabando. La presión de la sociedad civil para la creación de la renta básica de emergencia se ejerce ahora para su extensión. El presidente Bolsonaro y el ministro de Economía, Paulo Guedes, están dispuestos a prorrogarla dos meses más, pero con la mitad del valor, para después fusionar la cuantía con otra serie de programas sociales en vigor. Las dos Cámaras que forman el Congreso Nacional, la Cámara de Diputados y el Senado Federal, intentarán que se mantengan los valores durante los dos próximos meses –su idea inicial era llegar hasta diciembre–, a sabiendas de que seguirá sin ser suficiente.
Innumerables campañas de entrega de cestas básicas de alimentos a la población más necesitada se están articulando por toda la geografía brasileña, desde las instituciones públicas o desde organizaciones no gubernamentales y asociaciones. Pueden verse estos tremendos esfuerzos tanto en las favelas de las grandes ciudades, con las organizaciones vecinales al frente, como en pequeños asentamientos en las orillas de los ríos de la cuenca amazónica, donde interviene la Marina de Brasil.
Y no solo el hambre, el desempleo y el acceso a sanidad pública ampliarán la brecha; también las dificultades de acceso a la educación marcarán un antes y un después tras esta pandemia. La educación a distancia es, en Brasil, un privilegio de las familias de clase media y alta. El resto de alumnos camina al margen –debate encarnizado el que está habiendo por el aplazamiento del examen de acceso a la universidad para que los alumnos de la población más desfavorecida se lo puedan preparar bien y no quedarse atrás–.
La iniciativa “4G para estudiar” gira precisamente en torno a esta problemática, dado que la educación es uno de los motores para paliar la desigualdad en Brasil. Lanzada por la organización Nossas, el proyecto está recaudando donaciones para suministrar tarjetas prepago a estudiantes de las periferias que no dispongan de conexión a internet en casa y que de este modo puedan disponer al menos de conexión 4G en el teléfono móvil. La cuantía recolectada hasta la fecha suma 465.700 reales, lo cual ayuda, según los cálculos de los organizadores, a más de 9.000 estudiantes.