María Teresa Manzo tenía 28 años, hacía dos que vivía escondida por la dictadura militar argentina, de la que hoy se cumplen 45 años (1976-1983). A su marido, militante de la Juventud Peronista y Montoneros, lo habían secuestrado y ella estaba sola con Victoria, su hijita de 3 años. Se habían venido de Santa Fe a Buenos Aires. En noviembre de 1978, un grupo de tareas las levantó en plena calle.

“Me acuerdo de ir paseando con ella de la mano y de repente sentir que se soltaba. Aparecieron esos hombres y nos subieron al auto. A mí me pusieron adelante y a ella atrás. Yo me daba vuelta para mirarla, para ver cómo estaba”, cuenta Victoria Winkelmann, la hija. A las dos las llevaron al centro de detención El Olimpo, en Floresta.

“Queridos papi y mami, estoy segura de que cuando vean a Victoria sin mí, en manos de personas que no conocen, se van a asustar bastante. Lo que ha pasado es que estoy presa, pero estoy bien. Caí el jueves a la tarde, iba con Victoria. La Bicho estuvo separada de mí pero me venía a ver. Es la mascota de todos los que están acá. Hay muchas chicas que la cuidan bien y le hacen regalitos”.

Victoria estuvo tres días en ese depósito de chapas y celdas. La tenían con otras detenidas y la dejaban ir a ver a su mamá que estaba en una especie de enfermería. María Teresa la acariciaba y suavizaba el espanto todo lo que podía.

“Vieja, ella (por Victoria) vino a verme y como yo estaba acostada, le dije que me dolía la pancita. Te va a insistir en que mamita está enferma. Vos decile: ”Mamá ya se curó. Está trabajando y que ella (por Victoria) se queda en la casa de los nonitos“. No eludas las preguntas que te hace. Vive preguntando el porqué de todas las cosas. Ahora esos porqué se van a concentrar en su mamá”.

En medio del espanto, María Teresa rogó que le entregaran a Victoria a sus padres, los abuelos de la nena. La dejaron llamar por teléfono y les dijo que fueran a un hotel en el centro y que esperaran ahí. El 3 de diciembre, Leonildo, su papá, recibió la llamada en la habitación del hotel. Le dijeron que bajara solo. En medio de la calle, le entregaron a su nieta junto a una carta de su hija. María Teresa estaba en el auto, pero solo miraba por la ventanilla. Leonildo les rogó que lo dejaran hablar con ella. “Tenés suerte que te damos a la nena”, le respondió el tipo que le había dado a Victoria. Esa fue la última vez que la vio. 

“Papi, lo que te va a ayudar (...) es brindarte por entero a la Bicho. Mirá, papi, va a ser hermoso, cuando vuelvas del trabajo y te encuentres que sale a abrazarte y te dice: ”Nonito“. Pero vos sabés que eso con el tiempo va a significar: ”Papá“, ya que sos el único referente masculino que ella tiene y porque se va a encariñar mucho con vos. Yo sé que esto les va a costar mucho superarlo pero tiren para adelante, no se den manija con su desgracia y piensen que con la Bicho tienen un poco del flaco y otro poco de mí y miren bien a la pioja, que esa sonrisa hermosa que tiene los va a hacer felices, aunque sea por un rato”.

“Esa carta es tremenda. Quizás sabiendo que no me iba a ver más, quiso decirles a mis abuelos cómo me tenían que criar. Primero los prepara, porque ellos ya estaban grandes, y luego les va diciendo las cosas que creía que yo iba a necesitar y lo que ellos iban a necesitar también. En medio del dolor pudo pensar hacia adelante. La leí muchas veces y siempre me emociona eso”. Victoria hoy vive en Escobar, tiene tres hijos y es psicóloga. Repasa el momento en que sus abuelos se la llevaron a Santa Fe. Allí los recibió toda la familia. Muchos la veían por primera vez. “Me acuerdo de llegar a la casa de mis abuelos, con el pequinés de la casa al lado mío. El perrito y yo en el piso y mis tíos y mis tías mirándome, como diciendo: ”¿Qué vamos a hacer con esta nenita?“.   

“Mami, vos sobre todo vas a tener que cambiar tu ritmo de trabajo, quizás tengas que dejar de coser algunas pilchas, para llevar a Victoria a la plaza, a la calesita, etcétera. Después de unos 15 días que esté con ustedes, yo les pido que aunque les cueste un poco las lleven unas horas a la guardería. Mejor dicho a una escuela de verano, o algo parecido, para que pueda jugar con chicos. Búsquenle amiguitos en el barrio y te los llevás a jugar a casa, que hay patio grande y lindo”.

“Es una carta sobre la maternidad”

“Se quería quedar tranquila con que yo iba a estar bien. Es una carta sobre la maternidad. En el fondo todo lo que escribe tiene que ver con el amor de una mamá a su hija. Ahora que yo soy mamá entiendo que haya querido dejar escritos todos esos detalles”. En las siete páginas de la carta, les recomienda a su papá y a su mamá que consigan dos guías distintas sobre el desarrollo infantil y un libro de educación sexual y que, ante cualquier duda, le consulten a la tía Mary, que es psicopedagoga. “Mis abuelos eran personas sencillas, laburantes. Mi abuelo tenía una fábrica de zapatos y mi abuela ama de casa. Mi mamá lo sabía y esas precisiones tienen que ver con eso, con facilitarles la tarea de criarme”. 

“Cuestiones de Salud: los certificados de vacunas de la Bicho te van a servir poco pero por lo menos sabés cuáles son las vacunas que tiene colocadas. Arriba de la heladera de mi casa está el remedio de la Bicho, una cucharadita antes del almuerzo y la cena. Cuestión ortopedia, la Bicho tiene poca estabilidad en las piernitas, tiene que usar los zapatitos ortopédicos. Lo ideal es que vaya a aprender natación. Cuestión oftalmológica, llevala al hospital de niños para que le vean los ojitos, hay veces que el ojito izquierdo lo desvía mal”. 

Dice Victoria que para sus abuelos no había lugar para las dudas. Los ojos se los hicieron revisar, los libros los consiguieron y, por supuesto, terminó adentro de una pileta: entrenó y compitió en natación hasta los 16 años. 

Los primeros tiempos fueron difíciles para todos. El abuelo se encargaba de la mayoría de las cosas. La llevaba, la traía, compraba la comida, cocinaba y, en medio de todo eso, iba a trabajar. A su esposa, Milges, todo le costó más. Pasaba más tiempo en su cuarto y lloraba mucho. Victoria, mientras tanto, esperaba que sucedieran cosas: cuando sonaba el teléfono salía corriendo a atender, lo mismo si sonaba el timbre. Abría una ventanita para ver quién estaba en la puerta. 

“Siempre decile que mamá la quiere mucho pero que no puede ir a verla y que le manda muchos besos. Cuando quiera ver fotos mías o del Flaco (por el papá) mostráselas, pero no la pongas ansiosa hasta que se vaya acostumbrando a ustedes y al ritmo de ustedes”.

Pero pasaba el tiempo y Victoria no se acostumbraba. Continuaba corriendo a la puerta hacia un encuentro que nunca ocurría. Así fue que a los 5 años, la abuela la sentó en la cama para hablarle. “Me puso al lado de ella y me dijo, con la crudeza que la caracterizaba, que mis papás no iban a volver. La miré, nos abrazamos y lloramos un montón. Pero desde ahí ya no esperé que aparecieran”, relata. 

Su abuelo también era un hombre sencillo, que trataba de darle lecciones. “Me llevaba a hacer trámites, me decía que eso me iba a servir para la vida. Y ahí estaba yo con él recorriendo bancos y oficinas. Hoy siento que hacía lo que podía conmigo”. Victoria comenzaba a preguntar, trataba de entender, pero no le era fácil porque del tema mucho no se hablaba. Hasta que una tarde, a los 14 años, con menos pedagogía de lo que hubiera querido, el abuelo le dio una  carpeta llena de papeles. “‘¿Vos querés saber? Acá tenés’, me dijo. Adentro estaban todos las presentaciones que había hecho a las embajadas, los habeas corpus, los pedidos a organismos. Hasta había una carta a Videla en la que pedía información sobre mis viejos”.

Su abuelo murió cuatro años después. La abuela, que estaba enferma, se fue apagando. Habían pasado dos años de lo del abuelo y tuvieron otra charla dura. Le dijo que sentía que ya la había criado bien y que ya no podía más. “A la semana de decírmelo, también se murió ella. Venía peleando contra un cáncer y, supongo que entendió que había cumplido con lo que le había pedido mi mamá”, explica

En 2013 encontraron los restos de su padre

Victoria se vino a vivir a Buenos Aires. Acá se enteró de los trabajos de identificación de cuerpos de desaparecidos que hacía el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Fue y se sacó sangre, que quedó en el banco de muestras. Cada tanto, la llamaban para contarle en qué iban los trabajos de búsquedas. Hasta que en 2013 le avisaron que habían encontrado los restos de su papá, Oscar Winkelmann, militante de la Juventud Peronista y Montoneros. Era abogado, nació en San Carlos, cerca de Santa Fe. Conoció a su esposa cuando ella era maestra. Los dos hacían trabajo social en barrios pobres.   

“Vieja, me imagino cuántas cosas te pasarán. Sentís que perdiste a una hija más, porque al Flaco ustedes lo quieren como a un hijo. Espero seguir viviendo y quién dice que el Flaco un día aparezca y nos juntemos los tres de nuevo”.

Le dijeron que lo habían encontrado en el Campo Militar San Pedro, en Santa Fe, junto a otros cuerpos. “Me fui para el EAAF, me lo confirmaron y les dije que lo quería ver. ‘¿Ahora?’, me preguntó la chica que hacía ese proceso. ”Sí“, le respondí. Lo pusieron en una mesa de acero inoxidable. Me quedé mirándolo un rato largo. Tenía huesos largos, como yo. Era alto, como yo. Me mostraron una cirugía que tenía, una fractura. Y el hueco de la bala que lo mató”. Ese día Victoria tenía sesión con la psicóloga y apenas salió se fue para el consultorio. “Ella lloraba mientras yo hablaba, se paraba, se sentaba, me preguntaba por qué había ido sola. Me terminó abrazando. Supongo que yo aún estaba en shock”, rememora.   

Desde el juzgado que investigaba la desaparición le dijeron que tenía que decidir el lugar dónde hacer el entierro. Santa Fe o Chacarita, le dijeron sin más opciones. “Yo necesito tenerlo un tiempo”, pidió. “Eso no se puede”, le respondió un secretario. “Decíle al juez que yo lo necesito”, insistió. Nadie sabe cómo pero lo autorizaron. “Me lo dieron en una caja de madera. Cuando la alcé casi se me cae. Sentí como si lo hubiera levantado a él entero, no solo sus huesos”.

Me lo dieron en una caja de madera. Cuando la alcé casi se me cae. Sentí como si lo hubiera levantado a él entero, no solo sus huesos

Durante más de un año los restos del padre estuvieron en su casa. Hasta que la misma psicóloga le dijo: “Ya es tiempo de hacer algo con los restos”. “Yo también sentía que ya era el momento. Los llevamos a Santa Fe”, cuenta Victoria. Tuvo que sacar permisos, hacer trámites. Mover restos, con causa judicial y enterrarlos, no es nada simple. “Ahí me acordé de mi abuelo y sus lecciones”, se ríe. “Lo enterramos en el Panteón de la Memoria. Vino muchísima gente, sus compañeros de la militancia, amigos. Tocó un violinista, porque mi papá tocaba el violín. Fue muy hermoso, estaban ellos, y yo estaba con mis hijos, que veían cuánto lo habían querido a su abuelo”.   

“Viejos, esta es una de las cartas más tristes que he escrito. Solo cuando cayó el Flaco escribí algo así. Acá yo sé que las palabras están de más. Para vos mami, sé que te refugiás en Dios, realmente la fe te ayuda y te da fuerzas. (...) Perdonen por lo desprolijo de la carta, quería decir muchas cosas, muchos besos grandotes para que les dure hasta que nos volvamos a encontrar algún día”.

Por lo que pudieron reconstruir, María Teresa estuvo en El Olimpo hasta finales de enero de 1979. Salió en uno de los últimos vuelos de la muerte, cuando cerró ese centro de detención y torturas. Sus restos nunca fueron hallados. 

El audio de la carta que la madre de Victoria envió desde el centro clandestino de detención

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