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Son las cinco y media de la madrugada en Ashgabat. Es noche cerrada, pero ya hay miles de personas repartidas por una de las principales avenidas de la capital turkmena. Son jóvenes universitarios que van perfectamente uniformados. Los chicos con camisa blanca, traje y corbata oscuros. Las chicas con un ajustado vestido largo tradicional de color rojo y el pelo recogido en dos largas trenzas. Unos y otras llevan la coronilla cubierta con el Talhya, el gorro-casquete típico del país. Muchos están sentados o incluso tumbados sobre las alfombras que decoran parte de las aceras. Llevan varias horas esperando y se les ve agotados. Ninguno de ellos está allí voluntariamente. Todos han sido reclutados a la fuerza en la universidad.
El dictador va a asistir a las carreras de caballos que se celebran con motivo del Día de la Independencia. Gurbanguly Berdimuhamedov se desplazará hasta el hipódromo conduciendo su propio coche y tiene que sentir el calor de su pueblo durante el recorrido. Los jóvenes han recibido banderas y han ensayado cánticos para que la farsa sea completa. El tirano quedará satisfecho viendo las calles abarrotadas de “incondicionales partidarios” y las televisiones nacionales dispondrán de unas buenas imágenes para editar sus piezas de propaganda.
Mientras contemplo los grupos de exhaustos jóvenes desde la ventanilla del vehículo que me traslada al hipódromo, recuerdo lo sucedido dos días atrás en uno de los estadios con mayor aforo de Ashgabat. Allí asistí a la exhibición de folclore que se celebra anualmente en el día previo a la fiesta nacional. Aunque en esa ocasión el dictador no se encontraba entre los asistentes, el recinto estaba repleto desde hacía horas. No había espectadores reales ni actores o bailarines profesionales. Las decenas de miles de personas que abarrotaban el estadio eran forzados figurantes.
En el césped, centenares de artistas improvisados ensayaban sus coreografías. En las gradas, un ejército de estudiantes que, esta vez, había sido reclutado en función de su sexo para jugar con el color de sus uniformes y componer con ellos diversos lemas: “neutralidad”, “independencia”… Una horda de hombres de negro, intercomunicados con auriculares, se encargaba de sentarlos en el lugar adecuado, como si de meras piezas blancas y rojas se tratara, para que la palabra quedara perfectamente visible desde cualquier parte del estadio y, sobre todo, desde las cámaras de televisión.
Mientras tanto, los cerca de 4.000 ciudadanos que ocupaban la grada superior tenían como única misión la de formar bloques de colores, de forma coordinada, con unos llamativos paneles que movían con las manos. Los ensayos continuaron hasta que las cadenas estatales conectaron en directo para retransmitir el evento. En ese instante cada figurante, en la grada o en el césped, cumplió disciplinadamente con el papel que se le había asignado. Como inicio, todos en pie y mano derecha al pecho, la interpretación del himno nacional. A continuación, las danzas típicas de cada provincia turkmena se intercalaron con otras performances más modernas. Las pantallas gigantes mostraban, mientras tanto, imágenes de un país próspero, libre y feliz.
Hoy, al llegar al hipódromo, me percato de que el espectáculo va a ser muy diferente. Todo está diseñado, exclusivamente, para jalear y contentar al dictador. El grueso de los figurantes está fuera del recinto, a ambos lados de la kilométrica alfombra verde por la que entrará Berdimuhamedov. Los numerosos miembros de la seguridad del presidente se confunden con los hombres de negro que, también aquí, se encargan de colocar a cada forzado asistente en su sitio y de recordarle lo que se espera de él. Cada pocos minutos se realiza un ensayo completo de la parafernalia que se usará para agasajar al dictador.
Los miles de jóvenes uniformados de rojo o verde que flanquean la alfombra comienzan a jalear estruendosamente a un líder aún no presente, mientras agitan banderas turkmenas y gritan “arkadaga Shohrat”, que significa “gloria al Protector”. En los metros finales de la inmensa alfombra, varios grupos danzan al son de la música y una treintena de chicas vestidas de blanco se mecen de rodillas, a izquierda y derecha, ofreciendo ramos de flores blancos hacia el lugar en el que se situará el tirano.
En cuanto finaliza este enésimo ensayo, buena parte de los involuntarios artistas se apresura a sentarse en el suelo. “Llevamos semanas ensayando y esta noche no hemos dormido”, dice una joven universitaria. Los periodistas que trabajan para la web independiente Turkmen News constataron que la movilización forzosa de los estudiantes y funcionarios que participan en los actos de este día comenzó, nada menos, que a comienzos del mes de agosto.
En el interior del hipódromo, los hombres de negro llevan listas con los nombres de los trabajadores públicos que han sido designados para ocupar las gradas. Los sientan y los cambian de sitio, una y otra vez, para evitar que quede un solo hueco libre. ¿Habrá algún verdadero aficionado a las carreras entre los asistentes? No lo parece. El único público voluntario lo conforman los representantes de las empresas extranjeras que trabajan en el país y los embajadores y otros miembros de cuerpos diplomáticos de naciones europeas, americanas y asiáticas.
Todos ellos tragan con el protocolo de seguridad turkmeno que les ha obligado a llegar al recinto entre las seis y la siete de la mañana, tres horas antes del comienzo del evento. “Países como este necesitan un gobernante duro y fuerte”, me dice un empresario europeo que me toma por un exótico turista español. Su constructora se embolsa cada año decenas de millones de euros construyendo carreteras y edificios en este país. Tanto él como sus colegas y los dignísimos señores embajadores esperan pacientemente y sin rechistar durante horas. Hay que dejarse ver y, al fin y al cabo, lo único importante es poder seguir sacando tajada de un país tan rico como es Turkmenistán.
Pasadas las nueve de la mañana, por fin, llega Berdimuhamedov. Se le ve satisfecho por la demostración de fingido cariño de su pueblo. El recibimiento ha sido grandioso, tal y como se había ensayado. Aunque el Protector desaparece rápidamente en el interior del edificio principal del hipódromo, los figurantes aún no han terminado su trabajo. Ahora les toca esperar a que finalicen las carreras para repetir cánticos, bailes y aplausos con los que despedirán a su líder. Para eso quedan más de dos interminables horas en las que la acción se traslada a las gradas y a la pista de arena.
El momento en el que Berdimuhamedov aparece en su palco dorado protegido con cristales blindados marca el inicio de la primera carrera. La mitad de los caballos que compiten en ella son propiedad del propio dictador. El resto pertenece a diversos ministerios y otros organismos gubernamentales. A pesar de la belleza de los Akhal Teke, la mítica raza de caballos turkmena, buena parte del público apenas presta atención. Los estudiantes charlan, bromean o dormitan, mientras unos pocos juegan con sus teléfonos móviles. Los funcionarios, salvo contadas excepciones, contemplan con indiferencia la carrera y la posterior ceremonia de entrega de premios en la que el jinete ganador dedica su premio al líder supremo.
Las carreras se suceden en un ambiente frío hasta que uno de los caballos cae aparatosamente cerca de la línea de meta. El jinete queda tendido en la arena mientras el animal trata de levantarse con las dos patas delanteras rotas. La preocupación se extiende por la grada y también sacude a los miembros del servicio secreto, aunque por un motivo bien diferente. Los hombres de negro miran nerviosamente hacia la zona en que nos encontramos los 15 únicos turistas extranjeros que hemos sido autorizados a asistir al evento. Tras realizar varias llamadas, a los tres que llevamos cámaras fotográficas de aspecto profesional nos invitan a acompañarles hasta las entrañas del edificio. “¿Han hecho fotos del accidente?”, nos preguntan una y otra vez. Los tres respondemos negativamente, pero los agentes, sin perder los modales, nos obligan a enseñarles todas nuestras imágenes. Tras unos largos minutos en los que creen cerciorarse de que no hemos fotografiado ni al jinete herido ni al caballo maltrecho, nos permiten regresar a nuestros asientos.
Seis años antes, en el mismo recinto, se produjeron unos hechos de mayor gravedad que explican lo ocurrido. En abril de 2013 fue el propio dictador el que sufrió una espectacular caída tras ganar, o que le dejaran ganar, una de las carreras. Aquel día los hombres de negro requisaron cámaras, tarjetas de memoria e hicieron lo imposible para que nadie pudiera difundir la imagen. No lo consiguieron y el vídeo acabó en las principales cadenas internacionales de noticias y en Youtube. A pesar de ello, la prensa turkmena silenció la noticia porque el Protector es infalible. Hoy, muy probablemente, también ocultará este accidente porque los gloriosos caballos Akhal Teke, símbolo y orgullo de la nación, son invulnerables.
Sin que la tensión se haya disipado del ambiente, finaliza la última y principal carrera. Nadie puede, sin embargo, abandonar todavía el hipódromo. Las puertas están cerradas, a la espera de que Berdimuhamedov decida marcharse. Pasan varios minutos hasta que se produce una escena que se me antoja un triste, pero perfecto símbolo de la situación que se vive en Turkmenistán. El tirano, sonriente, recorre los metros que le separan de su coche aclamado por la multitud de figurantes. El pueblo turkmeno, domesticado y atemorizado, le aplaude y agasaja.
Los empresarios extranjeros junto a los representantes diplomáticos de la Unión Europea y de varias naciones democráticas contemplan la escena desde el interior del edificio porque los hombres de negro les impiden salir. No les importa esta nueva humillación, ni la enésima espera, ni el vergonzoso acto de pleitesía y sometimiento de todo un país que contemplan a través de los cristales. El Protector, el dictador más excéntrico del planeta monta finalmente en su vehículo para regresar, feliz y tranquilo, a su palacio dorado.
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