A la hora de regularizar tierras deforestadas en la selva amazónica siguen prevaleciendo la picaresca clásica y las agresivas extorsiones por delante de los últimos adelantos de geolocalización e información vía satélite. Por eso continúa la alerta roja en uno de los pulmones del planeta.
Hay avances, como la expulsión de mineros ilegales en la selva peruana, cuya actividad clandestina se detecta gracias a la más moderna tecnología; o las mejoras en el vigilancia del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales de Colombia. Sin embargo, el proceso de vigilancia suele desembocar en descontrol, por diversas razones, y la deforestación avanza, legalizándose además sin muchas trabas las tierras deforestadas.
El recién estrenado documental Sob a pata do boi [Bajo la pata del buey. Cómo la Amazonia se convierte en pasto], con dirección de Marcio Isensee e Sá y guión de Juliana Tinoco, coloca el foco sobre la actividad pecuaria. Isabella Vitali, de la ONG Proforest, participa en la película y asegura que “lo que muestran los análisis de las imágenes por satélite es que todavía hay una gran relación entre la deforestación más reciente y las áreas de pasto después de algún tiempo”.
Sob a Pata do Boi - Trailer from ((o))eco on Vimeo.
Para legalizar la documentación de titularidad de una propiedad deforestada ilegalmente hay varias estrategias. El director de Sob a pata do boi, Marcio Isensee e Sá, lo explica a eldiario.es: “Muchas veces estos títulos de propiedad llegan por apadrinamiento político o por falsificaciones”.
Los métodos de falsificación se han englobado todos bajo la etiqueta del grilagem, remota artimaña que hoy se sigue usando con versiones actualizadas: para que los documentos de propiedad de la tierra tuvieran apariencia de impreso antiguo, se guardaban en cajones junto con un puñado de grillos, que mordían los papeles y los amarilleaban con sus heces. Con rudimentarios sistemas de este estilo y la pasividad gubernamental, se han regularizado miles de hectáreas deforestadas ilegalmente. Son la supuesta prueba de que una explotación pertenece a determinado propietario desde la época en que el Gobierno brasileño incentivaba el asentamiento de productores rurales en la Amazonia.
Fue durante la dictadura militar a mediados de los años sesenta cuando se comenzó a talar para la apertura de carreteras y aparecieron estas medidas de reclamo para asentarse en la Amazonia.
Luciano Evaristo, director de fiscalización del Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (IBAMA), explica en el documental que “los del sur, gauchos, paranaenses, fueron incentivados a subir a la Amazonia para ocuparla, y solo recibían los títulos de propiedad de las tierras si las deforestaban”.
Mauro Lúcio Costa, uno de los productores rurales que aparece en el documental, asume la diferencia entre épocas: “Mi abuelo deforestó mata atlántica, mi padre selva amazónica, pero ellos sí fueron llamados para venir aquí.”
Frente a las reivindicaciones de los activistas medioambientales está el argumento patriótico lanzado desde los grupos parlamentarios con intereses en el agronegocio: “Brasil ocupó la Amazonia con habitantes de todo el país justo para poder protegerla de la invasión de otros países, y el propietario rural no recibe nada por eso”, manifestó el diputado Nilson Leitão en uno de los debates del año pasado en la Cámara de Diputados. “Solo se queda con el peso de tener que conservar la Amazonia”.
Para Adriana Charoux, de Greenpeace, estos parlamentarios ruralistas “están dominando la toma de decisiones”. De hecho, guían casi al 40% de la Cámara de Diputados y casi un tercio del Senado.
Con la intención de sensibilizar al agronegocio, y sobre todo a las grandes empresas con mataderos en la Amazonia brasileña, Greenpeace propuso el “Compromiso Público da Pecuária na Amazônia”, con el Ministério Público Federal y las principales empresas dueñas las instalaciones: JBS, Marfrig y Minerva. “Entre los criterios mínimos de operación”, cuenta Charoux a este diario, “estaban que no podrían comprar partidas que tuvieran que ver con deforestación, invasión de tierras indígenas y unidades de conservación, o con trabajo esclavo”.
Las empresas establecieron sistemas de control, pero incompletos. “No controlan a los proveedores indirectos. El ciclo de vida de un buey puede durar más de cuatro años. Por los territorios que van transitando, siendo comprados y recomprados desde su nacimiento hasta el sacrificio, dejan un rastro de destrucción que no entran en su monitoramiento”. Por estas y otras irregularidades, Greenpeace abandonó la mesa de negociación.
El mencionado trabajo esclavo es una de las principales herramientas de las mafias que reinan en el Amazonas. Era lo normal en los años noventa y aún sigue existiendo. “El Ministerio de Trabajo investiga más en el área de las empresas madereras. Los trabajadores están en medio de la selva, les dejan en barracones”, describe Marcio Isensee e Sá. “Pero está relacionado con lo pecuario. Primero echan abajo toda una parcela para sacar la madera de más valor, luego prenden fuego al terreno, después siembran lo que los bueyes van a comer, ocupan el terreno con los animales, delimitan esa parcela como suya y por último la intentan legalizar”.
Al respecto de esta legalización de terrenos, hay ideas positivas, que se han visto invadidas por el descontrol y los intereses opuestos. En 2012 el gobierno brasileño creó un registro público electrónico de ámbito nacional llamado Cadastro Ambiental Rural (CAR). El CAR, según el Ministerio de Medio Ambiente, es obligatorio para todas las propiedades rurales, y busca convertirse en “una base de datos para control, monitoramiento, planificación ambiental y económica, y lucha contra la deforestación”.
En la práctica, la inscripción en el CAR es el primer paso para la obtención de la regularidad ambiental del inmueble; es decir, la legalización de un terreno deforestado, el llamado P.R.A. (Programa de Regularización Ambiental). Es tan sencillo como que un propietario autoregistre una parcela a través de la página web oficial del sistema, incluyendo sus datos personales, los documentos de comprobación de la propiedad –aquí entra lo de la falsificación de los papeles–, e informaciones sobre el perímetro del terreno.
“Luego debería ser verificado por el gobierno estatal, pero casi nunca se produce esta comprobación. Y también hay mucha corrupción, y amigos de amigos”, comenta el director del documental. “Deforestan porque saben que casi no va a haber inspecciones, si hay multa será muy leve, y también saben que de alguna forma van a conseguir legalizar esa parcela”.
El Instituto Chico Mendes Para la Conservación de la Biodiversidad (ICMBio), tiene entre sus objetivos clarificar este descontrol. “Las sanciones administrativas no cambian nada, no se detiene el daño ambiental, solo aumenta año tras año”, declara Diego Rodrigues, uno de sus agentes de inspección, en una de las escenas de Sob a pata do boi.
Precisamente en 2018 se cumplen treinta años del asesinato del activista inspirador de este instituto, Chico Mendes, y eso dirige a otro de los dramas amazónicos: la violencia mafiosa que siempre ha rodeado a los que combaten la deforestación.
Charoux, de Greenpeace, no deja pasar su desasosiego sobre este riesgo diario: “Brasil es campeón en muchos problemas, y es muy triste que este sea uno más. Nunca hemos tenido tantos líderes relacionados con la protección del medioambiente y derechos humanos siendo amenazados o asesinados.”
Desplazarse por la Amazonia junto al IBAMA, inmersos en su aparato de seguridad, sirvió de protección extra al equipo de rodaje del documental, pero no fueron ajenos a la sensación de peligro. “Visitamos la zona de Redenção, allí tuvo lugar la masacre de Pau D'Arco el año pasado, donde mataron a diez campesinos, y creo que los empresarios ganaderos con los que estuvimos probablemente tengan alguna relación con aquello. No sé quién fue, pero hay una élite rural que domina y que promueve esas cosas”.
A Chico Mendes, emblema de esta misma lucha, le mataron unos terratenientes del Estado de Acre en 1988. Su discurso ecológico continúa vigente tres décadas después.