OBITUARIO

Ana Alba, la dignidad del mejor periodismo 'freelance'

“En Jerusalén espero quedarme cuatro o cinco años”, dijo Ana Alba, ya entonces experimentada periodista en Bosnia-Herzegovina, durante aquel primer encuentro en uno de los cafés de la calle Ramban. Arrancaba el verano, Alba acababa de llegar. Por aquel entonces ni ella podía imaginar que terminaría doblando esa estancia prevista inicial, ni mucho menos quien la escuchaba, porque “con dos o tres” igual bastaba ya. Ninguna sabíamos entonces cómo nos acabaría atrapando la ciudad, lo mucho, muchísimo que nos iba a dar y también lo mucho que nos iba a quitar. Lugar siempre seductor, mil veces invadido, tan santo como maldito.

Ya corrían tiempos difíciles. La crisis había arrancado hacía unos años en España y los medios de comunicación —a excepción de alguno de los diarios tradicionales y las corporaciones públicas— habían comenzado a prescindir de las corresponsalías. Los tiempos de los periodistas freelance habían llegado para quedarse, no había vuelta atrás, con todas sus consecuencias, y para mal.

La calidad y volumen de la información internacional que la mayoría de televisiones, periódicos y radios ofrecían a sus televidentes, lectores y oyentes se empobrecieron. El trabajo del periodista sobre el terreno se debilitó y, sobre todo, su calidad de vida. Atrás había quedado el estipendio mensual del corresponsal, el que permite el trabajo fino, cuidado, bien armado porque se dispone de los recursos y el tiempo necesarios. A fin de cuentas las facturas las paga siempre un mismo salario, no el obtenido, siempre irregular, del número de notas, piezas o artículos a publicar. “Si no produces, no cobras”, dice el lema del freelance.

Durante los primeros meses en Jerusalén —ya entonces haciendo encaje de bolillos con el presupuesto mensual—, una de las ciudades más caras del mundo (una caña pequeña cuesta 6 euros, un menú barato un mínimo de 20 y un corte de pelo 50), Ana experimentó el aprendizaje, la curiosidad, la fascinación por el lugar cuna de mil y una culturas milenarias. El único lugar del mundo donde por un mismo paso de peatones cruza, con sus tefilim, un judío ultraortodoxo de origen iraquí junto a otro de origen lituano; un etíope cristiano con su mantón de algodón blanco al lado de un musulmán jerosolimitano, o un gitano Domari junto a un turista italiano, chino o nigeriano. Imposible no caer rendida a los pies de Jerusalén.

Así le ocurrió a Ana Alba. Así nos ocurrió a la mayoría de los periodistas que hemos pasado por este rincón del mundo donde se entrelazan las historias de Saladino, del rey David o de Ricardo Corazón de León. Con discreción, humildad y saber hacer, ella fue haciéndose poco a poco con Jerusalén, con sus gentes (locales y foráneas), con Palestina e Israel. No había ruta en autobús que se le resistiera, ni pereza posible para recabar los testimonios de quienes más le interesaban, los silenciados y desprotegidos, ya estuviesen en Gaza, Cisjordania, Líbano, Jordania o Israel. Desde el terreno relataba sus historias, ya fuera en campos de refugiados, hogares o ciudades, a través de sus voces, su música, sus películas o documentales.

De cine y teatro le gustaba embriagarse en Haifa, sede de uno de los festivales de cine independiente más interesantes de Oriente Próximo. “Me voy a ver a mis actores”, decía Alba antes de alguna de sus muchas escapadas a esta ciudad mágica y multicultural. Allí asistimos juntas a interesantes proyecciones, como la de Lemale et ha’ halal (Llenar el vacío, en su traducción al español), de la directora ultraortodoxa Rama Burshtein. Un cinta sorprendente y rompedora para ojos laicos, cargada de matices y contrastes que Ana, como en todo, era capaz de ver.

Así observaba Alba, por eso quienes se adentraban en sus ojos oscuros, siempre limpios, encontraban una condescendencia cercana, tan familiar que invitaba a revelarle secretos de forma natural. Una cercanía que se reflejaba en sus historias y reportajes, porque si algo sabía hacer Ana era escuchar. Por eso podía contar después, con maestría, una realidad compleja, la de Oriente Próximo, lugar sin blancos ni negros, pero lleno de grises, que unas veces ennegrecen y otras aclaran. Depende del día, de los protagonistas, del contexto y de la forma de mirar.

Dignidad, decencia y compromiso

Alba dignificaba la profesión no solo por su sensibilidad, su buen reporterismo o su honestidad como profesional de la información. La dignificada porque lo hacía a pesar de todo. A pesar de jornadas maratonianas de trabajo — siempre ella con ordenador en mano —, porque cumplir con todos los compromisos que había adquirido a lo largo de los años no era fácil, desgastaba. Ninguno de los medios con los que colaboraba — aunque algunos gustasen de llamarla “corresponsal” —  le ofrecía lo suficiente como para poder prescindir de los demás. Aún así ella procuraba cumplir con todos, con rigor y profesionalidad, aunque eso implicase arañarle horas al sueño, al descanso, a la misma vida.

Lo hacía a pesar de carecer a veces de los recursos necesarios, pero desde la sonrisa y con una voluntad férrea que animaba a sus excelentes compañeros y compañeras de Jerusalén — los que estuvieron y los que están— a brindarle, como ella también hacía, un contacto, una entrevista o un viaje con una cobertura a realizar.

Ana era una superviviente de lo mejor de la profesión, de la crónica periodística con mayúsculas, la que se escribe desde el terreno, con los zapatos en el barro. Lo hacía desde la decencia personal —Alba era, sobre todo, una persona buena — y profesional, aunque los tiempos y los propietarios de los medios actuales, que viven tiempos complejos, la condenasen a ser una periodista freelance.

Alba se comprometió con su trabajo hasta el final, hasta que su cuerpo agotado no pudo pelear más. Pendientes quedan el estreno de un documental y esa novela, que ya había empezado pero no pudo terminar.

Enorme reportera, querida Ana Alba, cómo te vamos a extrañar. Qué difícil es pensar que ya no estás. Descansa en paz, compañera.