En su no demasiada larga carrera política para un hombre de 78 años, Donald Trump no ha dejado de dar sorpresas. La conseguida este miércoles supera todas las anteriores. Su victoria en las urnas le permite regresar a la Casa Blanca cuatro años después de ser derrotado por Joe Biden. Esta clase de retorno no tiene precedentes en la historia política norteamericana moderna. Hay que remontarse al siglo XIX para encontrar algo parecido con la victoria de Grover Cleveland en 1892.
Claro que tampoco es posible encontrar muchos políticos que se parezcan a este promotor inmobiliario neoyorquino. Sus tres matrimonios y su vulgaridad no le impidieron recibir todo el apoyo de los ultraconservadores evangélicos. Sus ideas distintas a la cultura conservadora en materia económica en relación al comercio exterior no le han dejado sin el voto de la mayoría de los votantes republicanos, que a fin de cuentas valoran que Trump vaya a hacer lo que les importa: bajar los impuestos.
Un disparo de fusil estuvo a punto de hundir sus planes en esta campaña y de volarle la cabeza. Le rozó la oreja, pero un desvío de un centímetro podría haber cambiado la historia del país. “Mucha gente dice que Dios salvó mi vida por una razón”, dijo Trump al celebrar su victoria esta noche. “La razón fue restaurar este país, repararlo. Vamos a cumplir esa misión juntos”. Lo de juntos es discutible. El futuro presidente sabe muy bien lo que le ocurrió en su primer mandato. Ahora no dejará que un miembro de su Gobierno o un asesor alteren sus planes. Se hará lo que él diga.
Una de los elementos singulares sobre la trayectoria de Trump es ver lo poco que ha cambiado desde los años en que ni él mismo pensaba que pudiera tener éxito si se metía en política. Cuando poquísima gente lo conocía fuera del Estado de Nueva York. Todo eso cambió con un programa de televisión, que lo creó como figura pública nacional. ‘The Apprentice’ era un ‘reality’ en el que jóvenes aspirantes a genios de los negocios competían ante un único juez, Donald Trump. Los creadores sabían lo que tenían que hacer. “Nuestro trabajo entonces consistía en hacer una ingeniería inversa del show para conseguir que él no pareciera un completo imbécil”, dijo un miembro del equipo de producción a los autores del libro ‘Lucky Loser’.
Esa misma sensación de ilusión –una fantasía difícil de creer– existió cuando presentó su candidatura a las primarias republicanas para las elecciones de 2016. Contra los pronósticos de los que habían cubierto las primarias desde décadas atrás, Trump fue el vencedor de la competición interna y después de las elecciones presidenciales. Algunos incautos creyeron que Trump se iba a moderar o adaptarse a las estructuras tradicionales del sistema político norteamericano. No podían estar más equivocados.
El mismo efecto de incredulidad tuvo su llegada a la Casa Blanca, que inició un período caótico de gobierno que se vio finalmente arrollado por la pandemia. Trump se reveló como el padre protector de la desinformación como forma de hacer política cuando se negó a reconocer su derrota en las urnas ante Biden en 2020. El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 demostró el precio que podían pagar las democracias si tenían éxito aquellos que desprecian a las instituciones democráticas. En ese momento, parecía que el futuro de Trump había quedado amortizado de forma definitiva al quedar claro y a la vista de todos que se había convertido en un peligroso dinamitero de la democracia. Una vez mas, resultó un pronóstico errado.
En 2022, con las elecciones legislativas, cae hasta el que quizá sea el punto más bajo de su prestigio entre los conservadores. Candidatos promovidos por él –algunos realmente estrafalarios– son derrotados. Hasta los medios de Rupert Murdoch toman nota de su declive.
En el colmo del descrédito, el tabloide conservador The New York Post, que siempre le había apoyado, coloca su anuncio de que se presenta a las primarias en la parte inferior de la portada con el titular “Florida Man Makes Announcement” (un hombre de Florida hace un anuncio) y envía la noticia a la página 26. “Sus niveles de colesterol son desconocidos, pero su comida favorita es un filete muy hecho con ketchup. Ha declararado que sus méritos para el cargo incluyen ser 'un genio estable'. Trump también fue el 45º presidente”, dice el texto escrito con la única intención de burlarse de él.
Es otro espejismo. Trump convierte esas primarias en un paseo. El Partido Republicano está en sus manos y se ha convertido en una plataforma para su beneficio personal.
Donald John Trump, 78 años, 1,90 de estatura, quizá algo menos sin alzas en los zapatos, casi siempre por encima de los cien kilos de peso, nacido en Nueva York y residente en Florida desde 2020, abstemio y gran devorador de hamburguesas (su comida favorita es un Big Mac, un sandwich de pescado también de McDonald’s, patatas fritas y un batido de vainilla, según su yerno), tres matrimonios, cinco hijos, un ego aun más grande que su aspecto. Un tipo obsesionado con la opinión que los demás tienen de él.
De joven, es un gran admirador de Richard Nixon, el presidente que más influyó en la política norteamericana de las décadas posteriores. De él, hereda el resentimiento personal contra las élites de la Costa Este que ningunearon a Nixon al principio y lo hundieron después. Y también el resentimiento contra la evolución de un país en el que los blancos no son los únicos que tienen sujetas las riendas del poder. En el fondo, quiere que EEUU vuelva ser el país que era antes en un mundo diferente que ya no volverá. Antes de que las mujeres y los negros reclamaran sus derechos.
No se puede entender a Trump, cuenta Maggie Haberman –la periodista de The New York Times que mejor lo conoce porque ha escrito sobre él desde que era un empresario neoyorquino–, sin recordar sus inicios en el distrito de Queens y sus primeros pasos siguiendo las huellas de su padre.
Ayudado al principio por préstamos personales de Fred Trump, extiende el poder de la empresa familiar hasta alcanzar el éxito con la construcción de un rascacielos en la Quinta Avenida de Nueva York que inevitablemente llevará su nombre, la Trump Tower. Siempre con la idea de que su objetivo es ser millonario, pero lo realmente importante es aparentar ser millonario con el fin de codearse con el dinero viejo de Manhattan, que siempre lo ha visto como un arribista de Queens con más dinero que clase.
“Sus principales intereses eran el dinero, el dominio, el poder, el acoso y él mismo. Para él, las normas y las leyes constituían trabas innecesarias, más que frenos a su conducta”, escribe Haberman en el libro 'El camaleón', publicado en España por la editorial Península. Como es habitual en los ochenta, construye su imperio sobre una montaña de deuda aprovechando el principio de que cuando debes decenas o centenares de millones a un banco, el riesgo no es sólo tuyo, sino también de la entidad.
Las reglas están para romperlas. Es capaz de tener contactos con la mafia de Nueva York –en esa época es casi imposible conseguir cemento y no tener problemas con los sindicatos sin asegurarse su apoyo– y ganar también la confianza del poderoso fiscal del distrito Robert Morgenthau, cuyos objetivos en los tribunales son peces más gordos que ese empresario sin escrúpulos.
Para los juegos sucios cuenta con la ayuda inestimable del abogado Roy Cohn, que echó los dientes como asesor del senador McCarthy en los años cincuenta. Es un personaje siniestro con una capacidad innata para moverse en el corrupto sistema de poder que rige en la ciudad. Trump nunca lo olvidará. Si Cohn siguiera vivo, yo aún sería presidente, dice a sus colaboradores después de su derrota de 2020.
En su trayectoria, siempre deja claro que sólo le interesa el presente. No se preocupa por pensar a largo plazo. La nostalgia es uno de sus rasgos personales y políticos. “Trump también vive en el eterno pasado”, cuenta Haberman en su libro. “Arrastra constantemente una ristra de agravios, o de quimeras de los buenos tiempos perdidos, e intenta forzar a los demás a revivirlos con él en el presente”.
Trump no ha olvidado a aquellos que le traicionaron en su primer mandato. Al principio, era consciente de su falta de experiencia política. Por eso, presumió de que iba a nombrar “un Gobierno de los mejores”. Si eran militares retirados con prestigio en los círculos conservadores, contaban el doble. El general James Mattis en el Pentágono. El general H.R. McMaster como consejero de Seguridad Nacional. El general John Kelly como secretario de Seguridad Interior y luego jefe de su gabinete. Rex Tillerson, consejero delegado de Exxon Mobil, como secretario de Estado.
Todos acaban hartos de su forma caótica de gobernar y de su asombroso desconocimiento del funcionamiento de la Administración. En sólo unos meses, Tillerson ya está pensando en dimitir y dice ante testigos que Trump es “idiota”. Menos de un año después de su dimisión, no tiene inconveniente en señalar que tenía que contarle que algunas cosas que pretendía hacer eran ilegales o violaban un tratado internacional. Lo describe como “un hombre bastante indisciplinado, al que no le gusta leer y no le gusta leer los informes que le preparan”.
Kelly es más duro. No tiene problemas en revelar conversaciones personales. Cuenta que Trump le dijo que necesitaba tener bajo su mando a “los generales de Hitler”, militares que cumplieran sus órdenes sin rechistar por brutales que fueran. “Ciertamente, el expresidente está en la extrema derecha, es realmente un autoritario y admira a los que son dictadores, lo ha dicho. Por tanto, sí entra dentro de la definición general de lo que es un fascista”, ha dicho este mes.
A Trump le encantan los dictadores. Admira de ellos su capacidad para imponer su voluntad. “La prensa no soporta que diga que es una persona brillante”, ha dicho sobre Xi Jingping hace una semana en un mitin. “Gobierna a 1.400 millones de personas con un puño de hierro”. Piensa lo mismo de Vladímir Putin y Kim Jong-un. Son los tipos duros del planeta y él se encuentra en la misma categoría. Lo que más le enerva es que esos líderes no respetan a EEUU. “Él pensaba que Obama era un auténtico idiota”, ha comentado sobre Kim.
Trump no está dispuesto a que le ocurra lo mismo con los nombramientos del futuro Gobierno. Exigirá lealtad absoluta y desde luego no le importará lo que digan otros gobiernos. Ha amenazado con imponer aranceles a la importación de toda una serie de bienes. La mayoría de los economistas afirma que eso provocará un fuerte aumento de la inflación. Para él, no es una cuestión económica, sino de poder.
Al igual que en su época de empresario, Trump cree que en todas las transacciones económicas –sea entre personas, empresas o estados– hay un ganador y un perdedor, alguien que engaña y alguien que es estafado. No cree que existan las relaciones comerciales en que ambas partes salgan beneficiadas. Lleva no años sino décadas afirmando que EEUU, la economía más poderosa del mundo, es timada por todos los demás países.
La retórica incendiaria de Trump le ha acompañado en todas las campañas en que ha participado. Ahora su lenguaje se ha hecho aún más vulgar y amenazante. Ha dicho que Kamala Harris ha sido “una vicepresidenta de mierda” o que está “mentalmente desequilibrada”. Ha prometido “deportaciones masivas”. Ha anunciado que hará una purga masiva en la Administración para expulsar a todos los que no le sean leales y que encarcelará a aquellos rivales políticos que, según él, manipulen el sistema de votación para negarle la victoria.
En una encuesta reciente de The New York Times, un 41% se muestra de acuerdo con la frase 'la gente que se ofende con los comentarios de Trump toman sus palabras demasiado en serio'. Muchos de sus votantes republicanos no creen que vaya a hacer todo lo que promete y prefieren fijarse en el descenso de impuestos que ha asegurado que pondrá en marcha. Todos esos avisos sobre el peligro que supondrá para la democracia no les interesan tanto como su bolsillo.
Ayudado por ese impulsor de la desinformación que es el dueño de Twitter, Elon Musk, las mentiras y los bulos forman parte de su dieta básica, en especial para realizar ataques xenófobos. En 2016, declaró que los inmigrantes que llegan de México son unos “violadores”. En septiembre de este año, dice que los inmigrantes haitianos roban perros y gatos para comérselos en una ciudad de Ohio. Un periodista de Fox News le pregunta después si es consciente de que eso no es cierto. Lo he leído en algún sitio, contesta, pero sigue intentándolo: “¿Y qué hay de los gansos? ¿Qué pasa con los gansos? ¿Qué ocurrió allí? Todos desaparecieron”.
Está convencido de que da igual mentir. Sus partidarios no se lo tendrán en cuenta. Juega con sus resentimientos para mostrarles que él está dispuesto a hacer lo que otros nunca harán. Su confianza en sí mismo aparece plasmada en su frase más famosa de las primarias de 2016. “Podría plantarme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a alguien, y no perdería ningún votante, ¿de acuerdo? Es realmente increíble”, dice dos semanas antes de que empezara esa contienda.
Ocho años después, la frase no ha perdido valor y vuelve a estar en la mente de cualquier observador de Estados Unidos. No ha importado cuántas veces ha despreciado elementos básicos del funcionamiento de la política norteamericana. No han sido relevante en las urnas los insultos procaces a sus rivales ni su desprecio a los medios de comunicación, incluidos en ocasiones algunos que le apoyaban. Tampoco ha importado que sus conocimientos económicos sean limitados o provoquen el pasmo de muchos economistas. Trump ha vuelto a ser el paladín de la derecha más reaccionaria sin perder apoyo entre los votantes republicanos tradicionales.
Al mundo entero le esperan cuatro años más de un hombre resentido en la presidencia de EEUU que cree que las instituciones deben estar a su servicio exclusivo. Esta vez, en su último mandato como presidente, no permitirá que nadie vuelva a engañarle. EEUU volverá a tener un rey casi 250 años después de haber renegado del monarca Jorge III y expulsado a los británicos del país.