El vuelo de los dos bombarderos B-2 con los que Washington pretendió intimidar a Corea del Norte no salió barato. Cada hora en el aire sale por 135.000 dólares, con lo que la factura total pudo ascender a 5,5 millones. Es sólo una estimación. Lo que no cabe duda es que la Administración de Obama no iba a reparar en gastos. Si parecía que se trataba de algo parecido a matar moscas a cañonazos, que así fuera.
¿Hasta dónde puede llegar EEUU en la estrategia de la tensión con su viejo enemigo del Lejano Oriente? ¿Puede utilizar su impresionante ventaja militar para disuadir a la dinastía que gobierna ese país de cualquier acción ofensiva? ¿Ha contemplado alguna vez la opción de un ataque preventivo que acabe con el régimen de los Kim? ¿Es consciente del coste que tendría en vidas humanas a ambos lados de la frontera?
Históricamente, EEUU no ha contado con muchas opciones de responder con medidas disuasorias a los avances de Corea del Norte en su programa nuclear y de desarrollo de misiles. En una economía tan aislada o como mucho sólo dependiente de China, nada de lo que haga Washington, incluidas sanciones, ha podido forzar la voluntad de los dirigentes de Pyongyang.
En la época de Bill Clinton, EEUU apuesta por las negociaciones diplomáticas y las promesas de colaboración económica. No funcionó si lo que se buscaba era poner fin a una enemistad iniciada en los años 50. Lo cierto es que en 1994 Corea del Norte acepta paralizar su programa de producción de plutonio. Las dudas sobre si Kim Jong Il cumplirá su parte del trato persisten.
En los años de rearme norteamericano de la Administración de George Bush, se produce una paradoja. El lenguaje de las autoridades es un ruido que poco tiene que ver con la realidad. Los republicanos están convencidos de que la estrategia negociadora de Clinton es un error. Colin Powell pretende continuar con la opción diplomática, pero es desautorizado por Bush. “No negociamos con el mal. Lo derrotamos”, dice el vicepresidente, Dick Cheney en una de esas frases que son rápidamente filtradas a los medios de comunicación. En enero de 2002, George Bush incluye a Corea del Norte en el llamado “eje del mal”.
Todo esa retórica belicista muere a las puertas de la Casa Blanca. La prioridad es Irak. Después, con las Fuerzas Armadas empantanadas en Irak y Afganistán, cualquier otra opción militar es pura fantasía.
El programa nuclear norcoreano
En octubre de 2002, EEUU anuncia que Pyongyang le ha comunicado oficialmente la reanudación de su programa secreto de armas nucleares. Corea del Norte lo niega pero a fin de año acusa a EEUU de no cumplir el acuerdo de 1994 y expulsa a los inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica.
En octubre de 2006, Corea del Norte anuncia que ha realizado su primera prueba nuclear, lo que es recibido con cierto escepticismo por los expertos occidentales. En mayo de 2009, se produce la segunda prueba, de mucha mayor potencia, y el 11 de febrero de este año, la tercera. Obama decide que tiene que hacer algo.
No hay pruebas de que los científicos norcoreanos hayan podido miniaturizar sus cabezas nucleares para poder colocarlas en un misil balístico. Ese es un hecho importante que no siempre aparece en las informaciones sobre la capacidad militar de Kim Jong Un. Obviamente, tampoco en las declaraciones triunfalistas de su Gobierno.
Una vez que Corea del Norte está en condiciones de explotar una cabeza nuclear (cómo hacerlo es un asunto muy diferente), la posibilidad de una escalada militar que llegue hasta el final es al menos teóricamente posible. ¿Sería capaz EEUU de amenazar con emplear el arma definitiva que nunca se ha utilizado desde 1945?
Lo cierto es que ese último recurso ha aparecido en los planes militares del Pentágono desde hace mucho tiempo. En agosto de 1950, sólo siete semanas después de que las tropas norcoreanas invadan Corea del Sur, se asignan armas nucleares al teatro de operaciones, según documentos desclasificados en 2010. En noviembre, cuando el Ejército chino entra en combate en territorio norcoreano y su contraofensiva provoca una retirada general de los norteamericanos, Truman vuelve a considerar su uso, como también ocurre en abril de 1951 poco antes de lo que se cree que puede ser otro avance masivo de los chinos. Meses después, bombarderos norteamericanos sobrevuelan Pyongyang y lanzan proyectiles inertes en la prueba de un hipotético ataque nuclear.
El general Douglas MacArthur dijo después que tenía un plan con el que lanzar entre 30 y 50 bombas atómicas en la zona fronteriza entre Corea del Norte y China para bloquear de forma fulminante las infiltraciones de las fuerzas de Pekín. Es poco probable que Truman hubiera permitido tal paso, pero no se puede negar que el uso de armas nucleares nunca se descartó por completo.
Nixon pide todas las opciones
En 1969, con Richard Nixon en la Casa Blanca, los norcoreanos derriban un avión de reconocimiento estadounidense sobre el Mar de Japón. Nixon reclama al Pentágono un plan militar de represalias que incluya todas las opciones, desde ataques selectivos a instalaciones militares con armamento convencional hasta el uso de armas nucleares. Esta última parte del plan, con el nombre en clave Freedom Drop, incluye la opción 'mínima' de ataques nucleares limitados, con un cálculo de víctimas sorprendentemente bajo, hasta una guerra nuclear de destrucción total de las fuerzas del enemigo.
Los militares informan que la primera opción supone el uso de bombas de 0,2 a 10 kilotones. La segunda, bombas de 10 a 70 kilotones. La bomba de Hiroshima tenía entre 12 y 18 kilotones.
Al igual que ha ocurrido con otras administraciones, el Pentágono advierte a Nixon y Kissinger que todo lo que no sea un ataque masivo contra la infraestructura militar del enemigo se arriesga a provocar una conflagración general en toda la península. Colocar el precio en un nivel tan alto contribuye a disuadir a los políticos. Además, la reacción de la URSS y China es impredecible.
En 1975, ante una nueva amenaza norcoreana, Gerald Ford confirma de forma oficial por primera vez que EEUU cuenta con armas nucleares desplegadas en Corea del Sur. “No creo que sea inteligente poner a prueba la reacción de EEUU”, dice. En 1991, con Jimmy Carter en la presidencia, Washington anuncia que ha retirado ya todo ese armamento, aunque Pyongyang no lo cree.
Eso ya no es tan importante. Los B-2 (capaces de transportar y lanzar bombas nucleares) volaron hace unos días sin escalas directamente desde su base de Missouri hasta Corea del Sur para lanzar proyectiles inertes de 900 kilos sobre una zona de tiro en una isla surcoreana. En una coincidencia que no es tal, el vuelo se produjo en el aniversario del hundimiento del buque surcoreano Cheonan en 2010. Seúl acusa a Pyongyang de ese ataque en el que murieron 46 marinos.
Por si era necesario enviar otro mensaje, ya ha llegado a Seúl una escuadrilla de F-22, bombarderos invisibles al radar, para participar en unas maniobras conjuntas de EEUU y Corea del Sur que no acabarán hasta finales de abril. Los F-22, nunca usados en combate, pueden escoltar a los B-2, además de atacar por sorpresa objetivos en el norte. En unos minutos podrían atravesar la frontera.
Juegos de guerra
En unos ‘juegos de guerra’ organizados en 2005, la revista The Atlantic invitó a varios exaltos cargos del Pentágono y del Departamento de Estado a que asumieran el papel de los dirigentes del país ante la hipótesis de una inminente guerra con Corea del Norte. El teniente general Thomas McInerney de la Fuerza Aérea, que asumió la función de secretario de Defensa, era el halcón, el hombre que pensaba que la opción de la victoria era no sólo viable, sino evidente.
Ante la incógnita de qué hacer con Seúl, situada a 50 kilómetros de la frontera, en una posición claramente vulnerable a los ataques de la artillería norcoreana, Jessica Mathews, que hacía de directora de Inteligencia, planteó sus dudas sobre el daño que sufriría la ciudad antes de que la Fuerza Aérea pudiera eliminar las posiciones que iban a castigar a la capital: “Creo que no podemos proteger Seúl, al menos en las primeras 24 horas de guerra, o quizá las primeras 48 horas”. McInerney no estaba de acuerdo.
McInerney: “Hay una diferencia entre proteger Seúl y (limitar) el daño que Seúl recibirá”.
Mathews: “Hay 100.000 norteamericanos en Seúl, por no mencionar a diez millones de surcoreanos”.
McInerney: “Mucha gente morirá, Jessica. Pero al final venceremos”.
Mathews: “Creo que deberíamos tener cuidado. Tenemos que proteger Seúl. Si su hija viviera en Seúl, no creo que pensara que los militares de EEUU pueden protegerla las primeras 24 horas”.
McInerney: No, no lo creo. Creo que tenemos la capacidad, sea en un ataque preventivo o como respuesta, de minimizar las bajas en Seúl“.
Mathews: “¿Minimizar hasta qué nivel? ¿100.000? ¿200.000?
McInerney: Creo que 100.000 o menos.
Es un precio espantosamente alto, incluso si tienes garantizada la victoria.
¿Estamos ahora en la preparación de una guerra tras el despliegue de los B-2, F-22 y B-52? Resulta difícil de creer que el mismo Obama que anunció que ponía fin a una década de guerra con el cierre de las operaciones militares de Irak y de Afganistán, en 2014, vaya a embarcar a su país en lo que muchas veces se ha descrito como la guerra que podría llegar a ser la más sangrienta desde 1945.
También es cierto que muchas guerras han comenzado sin que ninguno de los principales contrincantes estuviera buscándola desde el principio.
La razón de que no estamos al borde de una carnicería es de hecho más política que militar.
¿Dónde está el botín de la guerra?
Raramente se lanza a los soldados a una conflagración cuando se goza de todas las ventajas políticas y económicas. El riesgo sería máximo. El beneficio, muy poco superior a la situación actual.
La estrategia de EEUU en Asia es eminentemente defensiva. Su gran reto es contener el creciente poder de China. No va a tener mejores relaciones con Japón, Corea del Sur, Indonesia y Filipinas. Todo aquello que se salga del guión ocurrido en los últimos 40 años, desde la guerra de Vietnam, sólo puede suponer un perjuicio a sus intereses. A diferencia de Oriente Medio, donde los neoconservadores pretendían que un cambio de régimen en Irak tendría un impacto dramático en la región en favor de EEUU e Israel (lo que al final no se produjo), en Asia Washington no necesita que pase nada para sentir que sus intereses están resguardados a la espera de saber qué forma adquirirá su rivalidad con China en las próximas décadas.
Pekín tampoco quiere bajo ningún concepto un conflicto que provocaría una riada de refugiados sobre su frontera oriental, la desestabilización de su política de máximo crecimiento económico, y ser testigo del despliegue de las fuerzas navales norteamericanas a pocas millas de sus costas.
En 1997, un equipo de expertos de la CIA llegó a la conclusión de que al régimen norcoreano sólo le quedaban cinco años antes de sufrir un colapso. Pyongyang ha demostrado ser mucho más resistente que esas predicciones. Lo que desde fuera parece el símbolo de su anacronismo o atraso, para el Gobierno es la fuente de su legitimidad, la única cohesión que lo mantiene en pie: repetir una y otra vez el discurso de la guerra de 1950, el cierre de filas ante el enemigo exterior, el llamamiento a la defensa de la única Corea auténtica.
Eso exige poner a prueba a cada nuevo presidente que llega al poder en Seúl, como está ocurriendo ahora, alimentar a un Ejército que absorbe probablemente casi la mitad de su presupuesto, e invertir toda su propaganda en una estrategia de la tensión que es su razón de ser en un país empobrecido. Y desde 2003 lo ocurrido en Irak le confirma en la idea de que si posee armas nucleares, ningún país se atreverá a invadirlo. Y esa es la prioridad de todos los dirigentes de Corea del Norte desde 1953.
Para EEUU, acabar con esa fortaleza es una empresa tan delirante por el precio que supondría como absurda por los escasos beneficios. ¿Quién apuesta todo su dinero para quedarse al final con el mismo capital que tenía al principio?