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Caos y furia en el primer año de la presidencia de Donald Trump

Trump subido a un camión de bomberos en una feria de productos fabricados en EEUU celebrada en la Casa Blanca.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Hace un año, Donald Trump tomó posesión de su cargo en Washington con un discurso ultranacionalista cuyo grito “America First” sonó como una amenaza en todo el mundo. El principal inspirador del mensaje, Steve Bannon, está hoy fuera de la Casa Blanca y ha sido repudiado por el entorno de Trump. Pero en la Casa Blanca permanece el hombre que cree firmemente en esas ideas.

Este fin de semana, la falta de acuerdo entre republicanos y demócratas sobre el techo de gasto del Gobierno federal –indispensable al no haber un presupuesto aprobado– ha provocado lo que llaman allí el shutdown, es decir, el cierre temporal de todos los organismos federales que no son básicos.

Trump exige fondos cuantiosos para la construcción de un muro en la frontera con México, mientras que los demócratas plantean como irrenunciable la regularización de los dreamers, los inmigrantes que llegaron a EEUU cuando eran niños con sus familias sin que sus padres tuvieran papeles que legalizaran su estancia en el país. 

Es otro capítulo más de una presidencia que nunca ha renunciado a los principios que llevaron a Trump a la victoria electoral. 

En estos doce meses el mundo ha comprobado que iba en serio. El autoritarismo y la xenofobia son una parte fundamental del lenguaje político con el que se manifiesta el presidente de EEUU con muy poco respeto o ninguno a las tradiciones políticas, el equilibrio de poderes y la propia Constitución.

El caos como forma de gobierno

Todas los gobiernos norteamericanos se parecen bastante en su funcionamiento interno, sobre todo cuando pasan unos meses. Ninguno en el pasado reciente es como el de Trump. El caos ha sido su estado natural, porque ninguno de los puestos clave ha gozado de la más mínima estabilidad.

En un año, el presidente ha perdido a su jefe de gabinete, su principal consejero estratégico, su consejero de Seguridad Nacional, su secretario de Prensa y su director de Comunicación (dos veces). 

Entre los puestos más influyentes sólo queda desde el principio su familia, porque la Casa Blanca es ya sin dudas lo que parecía al principio: una corporación familiar con un presidente ejecutivo al frente y un ego del tamaño de la torre de la Quinta Avenida que lleva su nombre. Ivanka Trump y su esposo Jared Kushner continúan estando a su lado, no en calidad de hija y yerno, sino de consejeros políticos.

Ella tiene 36 años; él, 37. La experiencia política de ambos se limita a su pertenencia a La Familia.

La calidad de su asesoramiento queda clara con un ejemplo: fueron ellos quienes insistieron en que se cesara al director del FBI, James Comey, una medida temeraria con la que querían cortar de raíz la investigación sobre los presuntos contactos con Rusia. Su principal consecuencia fue el nombramiento de un exdirector del FBI con competencias similares a la de un fiscal para ocuparse precisamente de esa investigación. Jugada maestra. 

Hija y yerno gozan ahora de la ventaja de no tener la competencia del que era su gran rival en la Casa Blanca, Steve Bannon.

Quedan en el Gobierno los generales. Mattis en Defensa, McMaster en el Consejo de Seguridad Nacional y Kelly como jefe de Gabinete. Se sabe que Trump no soporta las presentaciones de McMaster con PowerPoint y que aceptó con reticencias el plan del Pentágono de aumentar el número de soldados en Afganistán. Según el NYT, ya ha tenido un choque con Kelly, porque este dijo en público que las posiciones de Trump sobre inmigración estaban “evolucionando”, un pecado mortal que el presidente no podía tolerar.

En Washington, se da por hecho que los militares controlarán a Trump si ocurre una crisis internacional en la que se plantee una respuesta militar. Quizá sea sólo un deseo no enteramente basado en hechos reales.

La economía no es un problema

EEUU ha continuado creando empleo y, sobre todo, ganando dinero en la Bolsa. Se han creado cerca de 1,9 millones de puestos de trabajo desde que Trump se convirtió en presidente continuando la tendencia de la mayor parte de la presidencia de Obama. El paro está en el 4,1% –hace un año estaba en el 4,6%– con lo que el margen de mejora empieza a reducirse.

La cifra mensual de creación de puestos de trabajo está por debajo de todo el segundo mandato de Obama y parte del primero, cuando la economía empezó a salir de la recesión.

“Yo he creado más de un millón de empleos desde que soy presidente”, ha dicho Trump, como si las decisiones de miles de empresas dependieran directamente de su voluntad. Ningún economista en su sano juicio acepta eso en relación a cualquier Gobierno.

La Bolsa ha estado inmersa en 2017 en una frenética espiral alcista que ha sorprendido a muchos expertos. No a Trump, que no ha cesado de presumir de ello, aunque en la campaña electoral cuando la Bolsa subía en la época de Obama decía que sólo era una “burbuja” que estallaría cuando la Reserva Federal subiera los tipos de interés. Desde las elecciones de 2016, la Fed los ha subido en cuatro ocasiones sin que los mercados financieros se hayan inmutado.

Las promesas de reducción de impuestos a las empresas han tenido que jugar un papel importante en esta tendencia. La aprobación de la reforma fiscal por el Congreso en la que fue la única gran victoria legislativa de Trump en este año –el impuesto de sociedades se redujo al 21%– ha servido para impulsar aún más esa subida.

En números el Dow Jones ha pasado de 20.000 puntos a 26.000. En los primeros días de enero, superó por primera vez la barrera de los 25.000 puntos. En otros siete días de actividad, llegó a 26.000.

El Dow Jones ha subido cerca de un 40% desde las elecciones de 2016. El ascenso es tan brusco, en especial en los últimos meses, que muchos inversores se preguntan cuánto durará y si esta euforia inversora tiene de verdad bases sólidas. De momento, se ha extendido la idea de que cuantos menos impuestos, más beneficios empresariales y más dividendos para los accionistas.

Cómo afecte eso a la economía cotidiana de los votantes de Pennsylvania, Michigan y Wisconsin que dieron la victoria a Trump en las urnas es algo que pocos saben con seguridad.  

El mundo tiembla

Europa está desolada. O al menos la parte de Europa que ha mantenido una alianza inquebrantable con EEUU desde 1945. Angela Merkel resumió el espíritu general de los dirigentes europeos cuando afirmó que Europa “debe controlar su destino por sí misma”. Lo que había visto “en los últimos días” –se refería a la visita de Trump al continente– le había convencido de que “se había acabado el tiempo” en que Europa podía confiar en otros (es decir, los colegas de Washington) para tomar las grandes decisiones.

Según una encuesta reciente de Gallup, sólo en Israel (67%) y Polonia (56%) la gente se muestra favorable a Trump. Con Corea del Sur (39%), Reino Unido (33%), Francia (25%) y Alemania (22%), el estatus de la relación es complicado

En asuntos tan importantes como comercio y cambio climático, Europa y EEUU son ahora adversarios, no aliados. Lo mismo en relación al acuerdo nuclear con Irán. Los gobiernos europeos desconfían de Rusia, mientras Trump, contra el criterio de la mayoría de su clase política, no ve motivos para criticar a Putin.

En Oriente Medio, Israel y Arabia Saudí están encantadas con Trump por su apoyo a la guerra permanente contra Irán. Los saudíes han podido seguir sin problemas con la destrucción de Yemen, a pesar de que la estrategia de aniquilación de sus rivales sólo ha servido para originar la mayor crisis humanitaria del planeta. Desde el principio tuvieron claro de que la clave con Trump era prometer la compra de armamento por valor de miles de millones de dólares. No es un soborno. Para Trump, son sólo negocios. 

El reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel por el presidente de EEUU ha colmado los deseos de Netanyahu y la derecha israelí. Los europeos se han quedado solos defendiendo un proceso de paz inexistente.

Contra lo que dijo Trump en la campaña electoral, China ha salido bien librada. No se han producido las represalias comerciales anunciadas en repetidas ocasiones. Corea del Norte parece ser la clave de ese armisticio, porque Washington sigue creyendo que serán los chinos los que le ayuden a controlar a Kim Jong-un.

Ese es el punto que más temor provoca en todo el mundo. En un escenario volátil hasta lo inimaginable, que el presidente de EEUU se dedique a insultar al líder norcoreano, le llame “Rocket Man”, haga chistes sobre su peso y presuma del tamaño de su “botón nuclear” hace temer lo peor en el caso de que se produzca una crisis que exija mantener la cabeza fría. Porque Trump ha dicho que EEUU ha perdido en todos los frentes y que a él sólo le interesa ganar.

La guerra contra los medios

Pocos presidentes han llegado a la Casa Blanca con más interés que él en los medios de comunicación. Trump se convirtió en una figura nacional gracias a un concurso televisivo perfecto para su reputación. Lo presentaba como el líder empresarial que sabe cómo elegir al equipo perfecto y que no duda en conseguir sus objetivos. Era una ficción, pero por otro lado sólo era televisión. 

Eso y su experiencia neoyorquina le convencieron de que es fundamental estar en los titulares. Para Trump, no existe la mala publicidad si de alguna manera retorcida sirve a sus intereses. Como candidato, supo desde muy pronto que las bases del Partido Republicano piensan que los periodistas son su enemigo natural. Y se aplicó a la tarea con pasión.

Ya en la Casa Blanca no tardó ni un día en declarar la guerra a los medios, y todo por la asistencia a su toma de posesión. Obligó a su portavoz a negar la evidencia para afirmar que había asistido mucha más gente que en las inauguraciones anteriores, incluida la de Obama en 2009. Era una mentira tan infantil que parecía difícil de creer que se intentara defender en público.

A partir de entonces, todo daba igual. La verdad, los hechos, las evidencias. Todo era material moldeable en su beneficio. 

“Fake News”, ha repetido sin cesar en su cuenta de Twitter, mientras las secciones de fact-checking de los medios acumulan una lista interminable de mentiras, cifras manipuladas, alardes sin base real y todo tipo de falsedades. 

The Washington Post ha hecho a Trump un marcaje del que estaría orgulloso un futbolista italiano de los años 70. Ha contado 2.001 declaraciones falsas o manipuladas, una media diaria de 5,4. Sesenta de ellas las ha repetido tres o más veces, lo que demuestra lo poco que le importa que se lo recuerden. Sostuvo en 33 ocasiones que EEUU era uno de los países del mundo con los impuestos más altos –antes de su reforma fiscal–, lo que era falso. 

En el panorama mediático de EEUU, eso tiene una importancia relativa. Los votantes republicanos sólo creen lo que salga en Fox News, y ahí Trump juega en casa. Además, cuenta con su arma personal, la cuenta de Twitter con cerca de 47 millones de seguidores. 

George Lakoff, muy conocido profesor de Lingüística de la Universidad de Berkeley, sostiene que sus ráfagas de tuits responden a una elaborada estrategia: centrar el debate en lo que le interesa, desviar la atención, atacar al mensajero, sea un rival político o los medios, y lanzar globos sonda.

La realidad no parece tan sofisticada. La dinámica de esos tuits se repite casi todos los días: entre las seis y las nueve de la mañana ve el programa Fox & Friends, de Fox News, y tuitea con su estilo los temas que van apareciendo. Es una simbiosis perfecta. Aunque quién sabe, quizá los tres presentadores de Fox & Friends lean a Lakoff.

Las encuestas como amenaza

Hay un asunto en que hay completa unanimidad entre los medios, incluida Fox News. Las encuestas arrojan un balance estremecedor del primer año de Trump. La media de sondeos que realiza FiveThirtyEight le da ahora casi un 40% de apoyo. Podía ser peor, porque son sus mejores números desde mayo. 

Ningún presidente ha tenido cifras tan malas en su primer año en el poder. Trump es el peor desde 1945, es decir, desde la primera época en la que hay datos comparables. 

Lo que es más increíble es que Trump sea tan impopular en una época de expansión económica, con la Bolsa como un cohete, el paro bajísimo y el precio de la gasolina no muy alto. 

Trump se encuentra en una posición en la que ya han estado otros presidentes. Es más una rémora que un activo para su partido. Por eso, los republicanos se enfrentan dentro de diez meses a unas elecciones en las que ya no se descarta que pierdan la mayoría en la Cámara de Representantes. Eso no sería necesariamente el fin de la presidencia de Trump, pero sí le obligaría a un cambio de estrategia del que pocos creen que sea capaz.

En un balance de este año, un artículo del WSJ afirma que Trump ha roto todas las reglas convencionales sobre cómo se ejerce el poder en Washington. No cabe duda de que el presidente de EEUU ha pagado un alto precio por ello, pero no parece que eso le importe.

“Soy una persona muy flexible”, ha dicho en una entrevista con ese periódico. “No sé lo que significa la palabra permanente”. 

Lo primero es falso –Fake News– y lo segundo preocupa a todo el mundo, y seguirá siendo así en el segundo año de la presidencia de Trump.

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Corrección: una primera versión del artículo decía que la primera toma de posesión de Obama fue en 2008. En noviembre de 2008 ganó las elecciones y asumió el cargo el 20 de enero de 2009.

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