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ANÁLISIS

El efecto bumerán de Estados Unidos en Oriente Medio

El presidente de EEUU, Joe Biden, junto al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, durante su reunión en Tel Aviv, Israel, el pasado 18 de octubre.

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En el año 2000, el politólogo Chalmers Johnson publicó un libro que se ha convertido en clásico de la “contra-historia” de la política exterior estadounidense: Blowback. The Costs and Consequences of American Empire. Ahí detallaba cómo las decisiones adoptadas por los responsables estadounidenses habían generado un efecto de blowback o bumerán que se había terminado volviendo contra sus intereses y supuestos principios de acción en aquellas regiones del planeta sometidas a su influencia directa. Johnson se refería a la estrategia general de los Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, con especial énfasis en el periodo inmediatamente posterior al fin de la Guerra Fría una vez convertida en potencia hegemónica mundial.

El hecho de que la traducción española apareciera en 2004, tres años después de los atentados del 11-S, hizo creer a muchos que el original estaba centrado en un “efecto contraproducente” en particular. A saber, la relación de connivencia mantenida en los ochenta entre los servicios de inteligencia estadounidenses, la confederación de muyahidines afganos y la organización de Al-Qaeda, presidida por Osama bin Laden. El objeto por aquel entonces no era otro que combatir la invasión soviética de 1979, que fue resuelta en 1989 con la salida de las tropas de Moscú y el triunfo resonante de la asociación estadounidense con el yihadismo de la época, calificado entonces como aliado “provechoso”.

Las consecuencias de tal contubernio las conocemos muy bien hoy; en aquella época, sin embargo, los servicios de inteligencia estadounidenses se disputaban con sus homónimos saudíes y paquistaníes el protagonismo principal, congratulándose todos por haber hallado en el yihadismo un arma letal para combatir el comunismo.

Asimismo, algunos debieron de pensar que el libro se centraba en otro gran ejemplo de la contradicción entre los valores supuestamente defendidos por EEUU y la realidad de su política exterior, la cuestión palestina y el apoyo incondicional a las tesis israelíes.

Pero tampoco: el autor, por aquel entonces profesor emérito de la Universidad de California, focalizaba su estudio en un análisis minucioso de la política exterior de su país en Asia Oriental, en especial Japón, China y las dos Coreas –de hecho, era el presidente del Japan Policy Research Institute, con sede en Oakland y, en la actualidad, con una web en español en la cual pueden consultarse sus artículos–.

El texto, en consecuencia, tenía mucho de profético, pues no cabe duda de que los ataques de Nueva York y Washington de 2001, organizados por Al Qaeda y un número considerable de individuos de nacionalidad saudí (Arabia Saudí era uno de los principales aliados de EEUU en Oriente Medio), corroboran de manera fehaciente buena parte de cuanto se exponía en él: las políticas “erráticas” y perniciosas, basadas en falsos discursos y alianzas inconfesables, constituyen la mejor semilla para asegurar “futuros desastres” de consecuencias imprevisibles.

Washington sembró las tempestades que condujeron al 11-S y, acto seguido, sin haber aprendido de aquellos errores, volvió a poner las bases de nuevos efectos contraproducentes. Invadió Afganistán en el mismo 2001 y después ocupó Irak dos años más tarde, con el argumento de que era la mejor manera de acabar con el radicalismo islámico, a sabiendas de que entre todos los defectos del régimen de Sadam Husein, el yihadismo, precisamente, no era uno de ellos. Al tiempo, seguía justificando el sostén de determinados gobiernos árabes y musulmanes corruptos y autoritarios, armándolos con gran generosidad e interpretando la represión de la sociedad civil local como una medida necesaria para poner coto a las formaciones afines al islamismo político anti occidental.

El desaguisado originado por los estadounidenses en Irak desestabilizó todavía más la región de Oriente Medio; peor aún, propició la aparición de nuevos movimientos yihadistas, hasta el punto de que uno de ellos, el llamado Estado Islámico o Daesh, terminó desplazando a la propia Al-Qaeda y se apoderó de amplios territorios en Siria y el propio Irak. Nunca antes una formación de este tipo había disfrutado de tanto poder e influencia en la región, hasta el punto de permitirse el lujo de adoptar el pomposo título de “Estado Islámico en Irak y Siria”.

En cuanto a Afganistán, baste recordar que los talibanes, supuestamente derrotados en 2001 por negarse a entregar a Osama bin Laden, volvieron al poder en 2021 tras un entendimiento tan oscuro como intrigante con los estadounidenses.

Apoyo inequívoco a Israel

El apoyo inequívoco dado por Washington a la campaña militar de Israel contra la Franja de Gaza en los días siguientes al ataque sorpresivo de Hamás el 7 de octubre de 2023 supone sin duda un nuevo ejemplo de blowback, cuyos efectos, nos tememos, veremos pronto.

Es cierto que las atrocidades cometidas por el Ejército israelí contra objetivos civiles dentro de la Franja han obligado a modular el respaldo estadounidense. Washington, acompañado aquí por numerosos Estados europeos que dieron carta blanca a Tel Aviv desde un primer momento, han terminado aceptando la idea del corredor y las ayudas humanitarias, insistiendo sin demasiada contundencia en la necesidad de respetar el derecho internacional y preservar la seguridad de hospitales y centros educativos. Pero, en esencia, se mantiene el tono decidido de que Israel tiene el derecho –y debe– exterminar a los daishíes de Hamás a cualquier precio, aunque sea a costa de la vida de decenas de miles de personas, la mayor parte de ellos, al menos en las tres primeras semanas de operación, mujeres y niños.

Para Johnson, hay medios más efectivos para derrotar el terrorismo que la respuesta militar a gran escala, vengativa y a despecho del derecho internacional. El problema es que no se repara en ellos porque determinadas directrices de la política exterior “marco” lo impiden o, lisa y llanamente, porque existe una estrategia de largo alcance que incluye objetivos difícilmente confesables. Es decir, que el discurso aportado para justificar este tipo de acciones encierra presupuestos falsos.

Dejando a un lado la retórica oficial del Gobierno israelí y sus portavoces militares, la guerra de Gaza va más allá de una reacción en legítima defensa que busca impedir la repetición de la ofensiva lanzada por Hamás el 7 de octubre, la más dolorosa y humillante sufrida por el estado de Israel desde su creación en 1948. Por lo mismo, excede la retórica visceral de la ley del Talión, tan cultivada por los responsables políticos de Tel Aviv a lo largo de los últimas semanas.

Tal y como ha sido presentada por los miembros de la alianza del Gobierno que maneja los hilos de poder desde hace menos de un año, esta operación es de vida o muerte para el futuro mismo del proyecto sionista israelí tal y como lo entienden los colaboradores más radicales del primer ministro, Benjamin Netanyahu. Éste ha repetido en las últimas semanas que la respuesta del Ejército “va a cambiar el mapa de Oriente Medio”. Y no se trata de una metáfora o un ejercicio retórico: si tomamos en cuenta declaraciones antiguas suyas, así como otras más recientes de miembros de la alianza gubernamental, podremos hacernos una idea fidedigna de qué podría ser eso de un nuevo mapa para la zona.

Ya en 1996, al asumir por primera vez la jefatura del gobierno, dejó entrever su opinión sobre la autonomía de los territorios palestinos ocupados, contraria por supuesto; en septiembre de 2023, volvió a mostrar ante ante la Asamblea General de las Naciones Unidas un mapa del Israel histórico desde el “río (Jordán) hasta el mar (Mediterráneo)”, en el que Gaza y Cisjordania se incluían en aquel como si conformaran partes naturales del mismo. Todo esto tiene correspondencia, por supuesto, con lo expuesto por Netanyahu y sus aliados en el acuerdo programático de gobierno, en el sentido de que Israel tiene derecho a expandir los asentamientos y construir viviendas para sus colonos en todo el territorio, Cisjordania en primer lugar.

Pero hay más: en el mapa en cuestión, un exultante Netanyahu trazó una línea en verde que iba desde la costa mediterránea israelí hasta la India, en alusión a la gran conexión marítima y ferroviaria alentada por Washington que conectaría también con Europa y el Golfo a través de Arabia Saudí, la cual, según anunció también, se encontraba a punto de firmar un acuerdo de paz con Tel Aviv. Su alegría estaba justificada: el establecimiento de relaciones plenas dejaría en una situación de extrema debilidad a los palestinos y reduciría su causa a un factor molesto e indigesto en el espectro de la gran propuesta de estabilización regional a través de un gran acuerdo económico internacional. El presidente estadounidense Joe Biden celebró la proximidad del acuerdo, que el heredero al trono saudí, Mohammed ben Salmán, pareció corroborar en declaraciones posteriores. Semanas antes, aquel había augurado durante la cumbre de los G20 en Nueva Delhi un futuro de bonanza económica presidido por relaciones comerciales llenas de paz y concordia, a expensas de los derechos históricos de los palestinos y la seguridad nacional y económica de otros países de la zona, como Egipto, que perdería los generosos ingresos procedentes del canal de Suez.

Por supuesto, el plan en sí trataba de crear un eje alternativo a la nueva Ruta de la Seda alentada por China para unir el extremo asiático con el continente europeo a través de África. Juegos de geoestrategia mundial que suelen deparar, también, efectos secundarios de difícil diagnóstico.

El principal escollo de este gran proyecto radicaba, precisamente, en el futuro inmediato de los territorios palestinos. Aquí, Tel Aviv debía enfrentarse a varios problemas. En primer lugar, Gaza, donde las tensiones internas y la actitud de Hamás no aportaban la estabilidad necesaria para asegurar el acceso desde el puerto de Eilat en el mar Rojo hasta el Mediterráneo, dentro de la Franja o en los alrededores; en segundo, Cisjordania, en la que tanto el gobierno como los colonos han puesto sus ojos para ampliar la extensión de sus asentamientos, a costa de las tierras de los palestinos y sus derechos legítimos; y tercero, relacionado con lo anterior, el enorme reto demográfico derivado del crecimiento sostenido de la población palestina, que ya casi supera en número a la judía si computamos los habitantes de Gaza, Cisjordania y los llamados árabes del 48, con nacionalidad israelí.

Hemos visto en tiempos recientes informes oficiales supuestamente confidenciales en los que se habla con claridad de este aspecto, la presión demográfica palestina, y la necesidad de hallar soluciones drásticas. Por supuesto, la expulsión de cientos de miles de civiles hacia Egipto, Jordania o Siria se ha convertido desde hace tiempo en una de las opciones principales; y los ataques del 7 de octubre parecieron abrir una puerta a esta posibilidad, tal y como podía apreciarse en las declaraciones de muchos representantes y analistas israelíes. Aquí, como en tantas otras cosas derivadas de su entente con las prioridades israelíes, no se sabe hasta qué punto los estadounidenses asienten, colaboran o comparten activamente. O tratan de corregir el rumbo desbocado de este gobierno israelí ultra derechista que amenaza con desgarrar las costuras del proyecto sionista clásico.

Por ello, más que en ningún otro momento en el historial del conflicto árabe-israelí, la Administración Biden se ha implicado en el conflicto de forma directa, aun a costa de potenciar nuevos blowbacks en la zona. El envío de cerca de 20 barcos al Mediterráneo y el Golfo de Omán, miles de asesores, marines e instructores militares, el aporte de toneladas de bombas y material militar de última tecnología, la financiación millonaria aprobada por vía urgente, etc., no sólo imprime el mensaje de que Israel se halla en una situación de debilidad desconocida hasta el momento presente sino también que Estados Unidos ha decidido unir su destino al de aquella en una huida hacia adelante, sin calibrar el efecto no deseado de desatender las otras coordenadas de su política exterior en Oriente Medio.

Johnson hacía alusión en su estudio a que las políticas de desplazamiento y expulsión llevadas a cabo por Israel respecto a los ciudadanos palestinos que están bajo su jurisdicción por mor de la ocupación asentaban las bases de un nuevo efecto de bumerán, el cual habría de impactar necesariamente en la estabilidad de los intereses estadounidenses.

Las sociedades de las grandes potencias internacionales tienen propensión, añadía, a olvidarse con cierta rapidez de sus actos “imperialistas” menos honrosos. Por ello, se muestran con demasiada frecuencia incapaces de aprender de sus errores pasados. Para Biden, esta guerra constituye “un punto de inflexión en la historia”. Resulta sencillo imaginar, pues, que Washington no permitirá en ningún caso que Israel salga de ella con algo que no sea una victoria, al menos parcial.

El problema, una vez más, reside en el hecho de que esta apuesta firme en favor del gobierno más radical en la historia de Israel, lo cual es mucho decir, tensando al máximo la relación de Washington con una comunidad internacional que habla sin ambages de crímenes de guerra, pone en peligro tanto la credibilidad en el exterior de EEUU como la integridad de sus representantes civiles y militares en Oriente Medio y otras regiones del planeta. Los ataques de milicias chiíes contra destacamentos estadounidenses en Siria e Irak son sólo el principio. 

Para las sociedades de la gran mayoría de los países árabes e islámicos la cobertura aportada por Biden a los ataques indiscriminados contra civiles en Gaza supone mucho más que una nueva muestra del doble rasero de estadounidenses –y europeos– respecto a la cuestión palestina. Confirma que EEUU ha decidido superar su papel como encubridor para convertirse en actor cooperante de una estrategia bélica israelí que va mucho más allá de erradicar a Hamás. Además, la defensa a ultranza de las tesis expansionistas israelíes, por mucho que unos y otros las nieguen, pone en peligro la estabilidad de los estados árabes aliados de EEUU con acuerdos de paz o proyectos de normalización en curso con Israel.

Una cosa es callar o limitarse a protestas formales ante “las atrocidades israelíes”, y otra contener la creciente indignación de sus ciudadanos no sólo contra el asesinato de civiles indefensos sino también contra los supuestos planes acerca de un nuevo éxodo masivo de palestinos, esta vez hacia Egipto, y quien sabe si hacia Jordania, desde Cisjordania, el día de mañana. Las autocracias árabes de la zona han sabido hasta ahora reprimir las corrientes opositoras internas; pero esta guerra en Gaza, con sus imágenes de muerte y destrucción, representa un desafío monumental para cualquiera, ya sea en el Golfo, Jordania o Egipto.

Habida cuenta de los antecedentes, sería iluso pensar que la estrategia actual de EEUU en la Palestina histórica va a neutralizar a los movimientos armados opuestos a Israel – o lo que ellos entienden de manera muy general por “terrorismo”– y, por extensión, a la política exterior de Washington en la zona. Y si determinados regímenes árabes e islámicos tenidos por “moderados” entran en colapso podemos imaginar el formidable efecto de radiación de este nuevo blowback para Estados Unidos. 

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