Willie Pye se ha convertido en la primera persona en ser ejecutada este miércoles en el estado de Georgia desde hace más de cuatro años. Pye, que ahora tiene 58 años, fue condenado a muerte por asesinar a una mujer en 1992. Además de ser un hombre afroamericano que proviene de un contexto marcado por la pobreza, Pye también presenta una discapacidad intelectual que fue probada por expertos presentados por la defensa.
A pesar de que desde el 2002 se considera inconstitucional ejecutar a personas con discapacidades mentales, la justicia de Georgia ha decidido seguir adelante con la pena capital.
De los 27 estados de Estados Unidos donde la pena de muerte sigue vigente, Georgia es el más estricto a la hora de demostrar la discapacidad intelectual del reo. Las normas del estado exigen que se demuestre “más allá de toda duda razonable”, lo que en la práctica se traduce en una condena segura para el preso.
En el caso de Pye, el tribunal no ha considerado suficientes las pruebas aportadas por la defensa debido a la postura de la acusación, que no puede negar que el preso presente déficit de adaptación (el segundo elemento de una evaluación de discapacidad mental), pero no cree que esto sea suficiente para considerar que sufre una deficiencia. “El estándar que marca Georgia es tan elevado que es casi imposible de demostrar, sólo en los casos más extremos”, explica Justin Mazzola, investigador de Amnistía Internacional (AI) Estados Unidos, que ha seguido el caso de Pye.
En contra de la octava enmienda
En 2002, en la sentencia de Atkins vs. Virginia, el Tribunal Supremo estadounidense estableció que ejecutar a personas con discapacidades intelectuales violaba la octava enmienda de la Constitución, que prohíbe los castigos crueles e inusuales. Antes de la resolución del Supremo, en EEUU ya se habían ejecutado a 44 personas con discapacidad mental entre el 1984 y el 2001, según datos del Centro para la Información sobre la Pena de Muerte (DPIC).
A pesar de la existencia del fallo, sigue habiendo casos en los que se dicta la pena capital a personas con una discapacidad intelectual demostrada. “Hemos visto casos, tanto a nivel estatal como incluso a nivel federal bajo la Administración [de Donald] Trump, en los que personas que presentaban pruebas de discapacidad intelectual significativa han sido ejecutadas. Y todavía vemos situaciones así”, apunta Mazzola.
Rodney Young es otro hombre negro y con una discapacidad intelectual probada que también está en el corredor de la muerte de Georgia por haber matado al hijo de 28 años de su exprometida. En Alabama, Rocky Myers, un hombre negro y con discapacidad intelectual, también está en el corredor de la muerte por un asesinato de una anciana blanca, a pesar de que no hay pruebas que lo vinculen directamente con la escena del crimen. Además, según recoge Amnistía Internacional, los testigos claves que declararon en su contra fueron inconsistentes y, de hecho, uno de ellos se acabó retractándose y admitiendo que dio información falsa.
La mayoría conservadora que ahora mismo existe en el Tribunal Supremo estadounidense ha hecho que sea mucho más difícil llevar adelante las apelaciones contra las sentencias a muerte. “Ahora mismo tenemos un tribunal que no es muy comprensivo con [las apelaciones de] los casos de pena de muerte”, explica Mazzola. Un ejemplo de esta inclinación más favorable hacia la pena capital fue la postura que el tribunal adoptó respecto al uso de gas nitrógeno para dar muerte a Kenneth Eugene Smith en Alabama. Se trataba de la primera vez que se usaba este método.
“La Corte Suprema tuvo la oportunidad de intervenir y decir: 'no, este es un castigo cruel e inusual, según la octava enmienda'. Pero simplemente dejaron que siguiera adelante. Esto es realmente revelador en términos de dónde se encuentra el Supremo en este momento”, denuncia Mazzola.
La pena de muerte se aplica en EEUU desde 1976, cuando el Tribunal Supremo la volvió a legalizar en algunos estados, y en 1988 hizo lo mismo a nivel federal. Según la resolución del Supremo, la pena capital no era inconstitucional en sí misma y cumplía una función social por su efecto disuasorio y de castigo. Desde entonces, esta lectura siempre ha planteado una contradicción con la octava enmienda de la Constitución americana, que especifica que no se aplicarán “castigos crueles e inusuales”. Ese artículo es en el que se apoyan los activistas contra la pena de muerte para pedir que se ponga fin a esta práctica.
Sesgo racial
Más allá de evidenciar la vulnerabilidad de las personas con discapacidad ante las sentencias a muerte, el caso de Pye también es un ejemplo del sesgo de raza y clase a la hora de aplicar la pena capital. Durante su juicio en Georgia, al no poder pagarse un abogado propio, se le adjudicó uno de oficio que, en aquel momento, ya representaba a otros cuatro acusados de delitos capitales y a centenares de personas imputadas por otros tipo de delitos.
El representante legal sólo dedicó unas 150 horas a preparar el juicio de Pye, según Amnistía Internacional, y nunca presentó ninguna prueba sobre la salud mental de su cliente ni de su traumática infancia. El Colegio Estadounidense de Abogados calcula que normalmente se requiere, al menos, diez veces más de tiempo para preparar un caso en el que el castigo es la muerte.
Además, ser afroamericano ha significado tener más probabilidades para acabar condenado a pena de muerte en EEUU. “Debemos recordar que la pena de muerte es una reliquia de la esclavitud y de la historia racista del país, especialmente de los estados del sur y del medio oeste. Por lo que todavía vemos como se usa más comúnmente en personas negras y morenas. Especialmente si la víctima es blanca”, sentencia Mazzola.
Un informe publicado por el DPIC en 2020 ya evidenciaba la discriminación histórica que ha sufrido esta comunidad en la aplicación de la pena capital. Si el asesino es negro y la víctima es blanca, hay más probabilidad de que se dicte una sentencia a muerte que si es a la inversa. Según el DPIC, desde el año 1977, 295 afroamericanos han sido ejecutados por matar a una persona blanca, mientras que tan solo 21 blancos han sido ejecutados por matar a una persona negra.
Cuando estalló la pandemia, se estableció una moratoria para suspender las ejecuciones de un determinado grupo de presos hasta que acabara la emergencia sanitaria. Paralelamente, los procedimientos judiciales sí que siguieron su curso y continuaron a dictarse penas capitales y a resolverse (favorablemente o no) las apelaciones de los condenados a muerte.
A pesar de no haber realizado durante cuatro años inyecciones letales, Georgia es uno de los diez estados del país que ha llevado a cabo más ejecuciones entre 1976 y 2023. En total, ha dado muerte a 76 reos, situándose por encima de Alabama (73) y por debajo de Texas, que encabeza la lista con un total de 586 ejecuciones. El estado de Georgia ha aplicado la pena capital desde la época colonial y se tienen registros fechados en 1735. Desde 1924 hasta 2001, los presos se ejecutaban en la silla eléctrica, pero se dejó de aplicar porque el Tribunal Supremo declaró esta práctica inconstitucional debido a su crueldad. Desde entonces se administra la inyección letal.
En lo que va de año, en Estados Unidos ya se han realizado dos ejecuciones, una en Texas y la otra en Alabama. En este último estado, tuvo lugar la primer ejecución con gas nitrógeno: la de Kenneth Eugene Smith, condenado por un asesinato cometido en 1988. La aplicación de ese método fue duramente criticada, no sólo por activistas contra la pena de muerte, sino también por Naciones Unidas. Uno de los reporteros que asistió a la muerte del reo declaró que: “He asistido a cinco ejecuciones y nunca había visto a un recluso condenado revolverse de la forma en que Kenneth Smith reaccionó al gas nitrógeno”.