No poder elegir nada más allá de lo básico, no poder ni siquiera pararse a pensar en lo que se va a dejar atrás, con las incógnitas de una huida en la que no hay espacio ni tiempo para los recuerdos que han construido tu vida y te han hecho a ti. En las imágenes del éxodo de las centenares de miles de personas que han salido en las últimas dos semanas de Ucrania no hay equipajes pesados, imposibles de cargar en un periplo cada vez más complicado.
Una mochila, un par de bolsas de plástico, un pequeño trolley. Cada maleta es la historia del dolor de tener que abandonar tu casa sin tiempo ni previsión. Aquí, contada por sus dueños.
Olga, 41 años
“Tuvimos solo 15 minutos para hacer las maletas. Llevábamos dos días intentando encontrar una manera de dejar la ciudad. El tercer día mi marido se acercó a la estación de trenes y un amigo que trabaja de guardia le dijo que nos ayudaría a superar la cola pero que solo teníamos 15 minutos. No vivimos muy lejos de allí. Mi marido me llamó y me dijo: tenéis 15 minutos para salir”. Olga habla despacio de cómo fue su huida de Zaporiyia, el sureste de Ucrania.
“Teníamos miedo de dejar nuestra casa, donde se han quedado mi marido y los vecinos. Pero la situación se había vuelto imposible. Se oían constantemente las explosiones y las niñas lloraban”. Sus hijas –Alexandra, de 15 años, y Uliana, de 11– escuchan el relato de su madre sentadas a su lado en una habitación de una residencia de padres franciscanos en Leópolis, donde han encontrado refugio.
Tienen que descansar y reponer fuerzas porque les espera un largo viaje, primero para cruzar la frontera con Polonia y luego para llegar en autobús hasta Grecia, donde vive su suegra. Han salido de casa con dos mochilas para las tres. Algún cambio de ropa, cepillos y pasta de dientes, unas toallitas húmedas, unas galletas saladas... En una de las dos mochilas la casi totalidad del espacio lo ocupa una gran carpeta llena de papeles y documentos, donde Olga también guarda los pasaportes y el libro de familia.
A Olga, que es esteticista, le hubiera gustado llevarse sus herramientas de trabajo; a Alexandra, la hija mayor, sus libros y su portátil; Uliana, la pequeña, quisiera tener aquí a su hámster.
Alina, 31 años
Es el 7 de marzo y ha pasado apenas un día desde que Alina dejó su casa, en Zavorychi, a unos 60 kilómetros al norte de Kiev. Allí era enfermera en el hospital y allí se ha quedado su marido que trabajaba en un centro de lavado de coches y también en la construcción. “No es el tipo de hombre que huye dejando su casa”, repite mientras se repone del llanto.
Acaba de ver las imágenes del incendio que ha destruido la icónica Iglesia de San Jorge, alcanzada por el ataque militar de las tropas rusas. Alina enseña a través del móvil los vídeos que circulan por las redes sociales y no puede parar de llorar. “Era una iglesia de 150 años. Ni Hitler la tocó y ahora vinieron ellos y la han quemado. Es muy doloroso para nuestro pueblo”. Es el templo en el que se casó. La foto de la boda y la de su familia, con su marido y los niños –Tania, de 12 años, y Vlad, de tres– son las cosas que hubiera querido llevarse de haber tenido más tiempo.
Decidieron salir corriendo y solo pudo coger unos cambios de ropa, ni siquiera un cepillo de dientes. Todo los productos para la higiene personal que guarda ahora en la maleta se los han proporcionado aquí en Leópolis los voluntarios que se encargan de la acogida de los desplazados. Ahora Alina y sus hijos han encontrado refugio en una de las escuelas de la ciudad que han convertidos sus aulas y gimnasios en dormitorios.
Vira, 36 años
La familia está sentada bajo el tablón de anuncio de las salidas de los trenes de la estación de PrzemyÅl, la puerta de entrada a Polonia para miles de refugiados ucranianos. Son cuatro mujeres de tres generaciones. Vira, de 36 años, que viaja con sus hijas –Angelina, de 11, y Anita, de 7– y su madre, Valentina, de 67. Dejaron su casa el 3 de marzo y han tardado dos días en llegar desde su casa a esta estación.
“Somos de Kryvyi Rih, como nuestro presidente”, explica Vira citando la ciudad industrial del este de Ucrania donde nació Volodímir Zelenski. Están ahora esperando el tren para Wroclaw, la ciudad polaca donde vive su hermana. Para las cuatro tienen dos bolsas y dos pequeñas mochilas. En la suya, Valentina, además de la ropa, se ha llevado sus medicamentos. Lo único que Vira ha conseguido arañar al poco tiempo que tuvo para preparar su equipaje es un pequeño espacio en una carpeta para las fotos de sus niñas: de cuando eran más pequeñas o disfrazadas para Carnaval. También la foto de clase en el colegio. Una clase que ya no existe porque muchos han salido del país.
Margarita, 15 años
Margarita también es de Kryvyi Rih. Espera junto a su tía y su sobrino en un pasillo abarrotado de la estación de PrzemyÅl, tras un largo viaje desde su ciudad. Allí se han quedado sus padres que no se han ido porque tienen sus trabajos y porque allí están los abuelos a los que no querían dejar solos. Le comunicaron con tan solo un día de antelación la decisión que habían tomada para ella: que se fuera a República Checa con su tía. De allí vendrán ahora unos familiares a recogerla en Polonia.
“No quería irme. Pero mi tía dice que ya era muy peligroso. Hacía días que los rusos bombardeaban. Preparé la bolsa como pude. Quería llevarme mis libros, pero no podía. El viaje era muy largo, hay que andar mucho y hubiera sido muy pesado”, dice. En su bolsa, además de la ropa, lleva un pequeño neceser en el que se puede leer “I love Australia” junto a las caras de peluche de un canguro y un koala, en el que guarda algunos productos de maquillaje. Margarita tiene 15 años. “Yo estudiaba en el instituto. Muchos compañeros también se fueron. Y ahora tendré que volver a empezar en otro lugar porque no sé cuándo podré volver a casa”.
Bachi, 24 años
Bachi Sabiashvili era un dj en Kiev donde gestionaba junto a su hermano tres restaurantes que ya han cerrado. El 24 de febrero le despertó la llamada de su novia Alyona: estaban bombardeando la ciudad. A las 6.30 escuchó las sirenas y vio cómo todo temblaba por las explosiones. Salió corriendo de casa para ir a resguardarse en la estación del metro más cercana. Para hacer su maleta tuvo un puñado de minutos, lo mismo que su novia. Él tiró en una mochila algo de ropa y comida. Ahora solo quedan un par de latas de atún.
Ella, que es diseñadora, se llevó en la bolsa su mac envuelto en una camiseta y una vieja edición de un libro de Agatha Christie. El 4 de marzo esperaban en una enorme nave a las afueras de la localidad polaca de Korczowa, junto a centenares de ciudadanos de Uzbekistán y Azerbaiyán que trabajaban o estudiaban en Ucrania y acababan de ser evacuados. Sabiashvili tiene doble pasaporte, de Georgia y de Ucrania, y para cruzar la frontera ha usado el primero. De no ser así habría tenido que quedarse en territorio ucraniano porque los hombres entre 18 y 60 años tienen prohibido salir del país. En un post en Instagram publicado el mismo día de su huida relata que quería sacar a sus padres del país. En pocas horas salió de Kiev para ir hacia Pervomaisk, en la región de Nikolaiv, 300 kilómetros al sur de la capital, donde vivía su familia y a donde él y su novia llegaron tras un viaje de 12 horas esquivando atascos y oyendo los cazas sobrevolar sobre sus cabezas. De allí todos juntos emprendieron la ruta hacia la frontera.
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