En la larga década perdida desde la crisis financiera se ha dado un fenómeno peculiar en la política europea. La inestabilidad institucional, y las altas tasas de volatilidad electoral que viven muchos países de la Unión, han provocado grandes idas y venidas en los equilibrios de poder entre las principales familias políticas europeas. Los Verdes, por ejemplo, vivieron con enorme tensión interna la posibilidad de entrar al gobierno de Merkel en Alemania; tres años después se han convertido en el sujeto ascendente de la política europea. Los liberales leyeron el triunfo presidencial de Macron como la promesa de un despliegue imparable en el continente, para ver justo después cómo sus aspiraciones mermaban sábado tras sábado con cada marcha de los chalecos amarillos. En Grecia la izquierda quiso abanderar una alternativa de época al orden de la austeridad neoliberal, apuesta de la que salió maltrecha. Hasta la extrema derecha ha conocido vaivenes en su espectacular carrera para convertirse en la principal alternativa al bipartidismo europeo, un dinosaurio que goza, como suele decirse, de una mala salud de hierro (aunque el hierro lo haya puesto el bloque conservador y la mala salud, una socialdemocracia menguante). En todos estos movimientos, sin embargo, se da una peculiaridad: solo la extrema derecha ha tenido cierto éxito en la construcción de un nuevo sujeto político europeo.
El nuevo sujeto político europeo
¿Qué define el espacio político de la extrema derecha europea, por encima de las múltiples diferencias entre sus componentes? Les une, en primer lugar, un rechazo del régimen de gobernanza mundial heredado de los años 90 que les permite alinearse a la vez con los Estados Unidos de Trump y con la Rusia de Putin (a ese juego a dos bandas se suma sin problemas la filia por otras figuras disruptivas del derecho internacional como Bolsonaro o Netanyahu). Les une una aversión instintiva a la ideología política liberal, sintetizada en la imagen de lo «políticamente correcto»: un paraguas tan impermeable al discurso del feminismo como a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A su vez, ese rechazo casa bien con una cierta vocación autoritaria, vinculada al revisionismo histórico y a la rehabilitación de figuras y corrientes históricas del fascismo europeo; con una práctica represiva de los derechos civiles, en particular los de las personas LGTBI; y con todas las formas imaginables de xenofobia, expresadas en el rechazo radical de la inmigración y especialmente de la religión musulmana. Por encima de todo, sin embargo, les une una oposición furibunda a la Unión Europea. Podría decirse que aquí trazan los nuevos «populismos de derechas» la frontera arriba/abajo, la línea que separa a los pueblos soberanos de las élites que les oprimen: exactamente a la altura de Bruselas.
La Unión Europea es el gran otro del nacional-populismo, el tótem que unifica su espacio político continental. Frente a las gloriosas naciones europeas, enraizadas durante siglos en tierra firme, Bruselas es el paradigma del poder artificial y ajeno, una corte cosmopolita, carente de pasado y de huellas, que no pertenece a ningún pueblo y al que no hay pueblo que pertenezca. Desde allí las élites globalistas imponen sus planes de neutralización de las naciones para hacerlas gregarias y someterlas, para convertirlas en colonias desarmadas y a merced de los poderes transnacionales. El levantamiento contra el orden europeo marca por tanto el inicio de la reconquista, del retorno glorioso de la soberanía nacional. No pocos profetas de izquierdas han encontrado aquí un mirador sobre el presente de Europa desde el que todo lo anterior —autoritarismo, violencia, xenofobia, discriminación— desaparece mágicamente de la vista, siguiendo ese esquema que hacía de las contradicciones secundarias meros efectos transitorios de la contradicción principal de una época. Ver claramente los objetos cercanos mientras todo lo demás se pierde en la bruma es lo que llamamos miopía.
Sea como fuere, estamos ante un hecho notable de nuestro tiempo: el único sujeto político que ha logrado asentarse de forma estable a escala europea es el sujeto político antieuropeo, al que unifica precisamente su oposición radical a la unificación. Parece una contradicción, pero quizá nos encontremos ante otra cosa: una característica, un síntoma, o incluso una definición de lo que es Europa.
Negar Europa
Para la izquierda del continente, Europa se ha convertido progresivamente en el mayor de los problemas políticos. Europa es objeto de un debate donde las posiciones son de partida irreconciliables. De un lado, podríamos decir en una caricatura forzada, hay una izquierda cosmopolita, federalista, que entiende la construcción europea en relación a la de los Estados nacionales del siglo XIX. Como aquellos Estados, Europa empezó a construirse políticamente como un mercado, asegurando en primera instancia un régimen de propiedad, comercio e imperio de la ley. Mediante sus múltiples luchas, el movimiento sindical y las clases populares lograron construir la «mano izquierda» del Estado, conquistar los derechos laborales y sociales, asentar la democracia política. Como entonces, hoy se trataría de introducir el componente democrático en Europa: abrir al pueblo sus instituciones y construir el pilar social europeo, germen del estado del bienestar del siglo XXI. Es necesario hacerlo, además, por una cuestión de economías políticas de escala. Solo a nivel europeo podremos afrontar cuestiones como el cambio climático, el control de los flujos internacionales de capital o las grandes migraciones entre el sur y el norte global. Los mayores desafíos que enfrentamos en nuestro tiempo, concluiría la izquierda cosmopolita, sobrepasan con mucho la capacidad de intervención del Estado nación.
Del otro lado en esta caricatura está la izquierda soberanista, para quien esa tarea es inútil y está condenada al fracaso. Tal y como existe, tal y como fue concebida por los padres fundadores en el marco político-ideológico de la Guerra fría, y refinada después en Maastricht y Lisboa para el mundo de la globalización victoriosa, la Unión Europea es incompatible con cualquier forma de participación democrática en la economía. No cabe en los Tratados Europeos ninguna de las medidas que serían necesarias para recuperar el control de las decisiones fundamentales del sistema económico: ni la intervención del Estado y el sector público, ni las expropiaciones de empresas y recursos, ni la desmercantilización de bienes y servicios fundamentales ni, por supuesto, la renacionalización de competencias clave como la soberanía fiscal o monetaria. Esas transferencias constantes de soberanía han desposeído a los Estados de sus atribuciones económicas fundamentales, hasta el punto en que hoy en día hasta la ortodoxia keynesiana está prohibida en la zona euro. En el mundo realmente existente, es ilusorio pensar en la reforma política de la Unión Europea, una estructura concebida para desplegar la concepción neoliberal del mundo y hacer el socialismo constitucionalmente imposible. Lo ha demostrado recientemente la experiencia griega: en la era de la austeridad, con las correlaciones de fuerza que se dan en Europa, no hay espacio posible para el reformismo. La ruptura con la jaula de hierro de la Unión es por tanto una premisa fundamental para cualquier programa democrático.
El espacio de encuentro entre estas dos posiciones es, como se ve, estrecho; y mantener las tropas unidas, una tarea difícil. Sin embargo, en esa confrontación acaba sucediendo algo curioso. Hasta el más rupturista de los programas incluye a continuación algún propósito de refundación de una estructura política europea: una Europa social, una alianza entre los pueblos, una confederación de sujetos políticos solidarios y deseosos de vivir libres y en paz. Esta parte del programa nunca está muy detallada, pero rige como un horizonte o como un anhelo. De hecho, las críticas más furibundas a la Unión Europea suelen hacerse precisamente en nombre de los valores (paz, fraternidad, democracia, cooperación entre los pueblos) que el proyecto europeo dice defender pero en la práctica no defiende. Tal vez este sea un punto de encuentro entre la izquierda cosmopolita y la soberanista: la convicción de que la Europa de hoy, lejos de satisfacer el ideal de fraternidad entre sus pueblos, es una negación del mismo, la sensación de que Europa no debería ser esto, pero sí otra cosa.
¡Mirad lo que ya no somos!
¿Qué tiene que ver el auge de la extrema derecha con los debates programáticos de la izquierda europea? Nada de lo que se suele leer en los editoriales de las grandes cabeceras del continente, que especulan a menudo sobre los extremos que se tocan y los caminos inescrutables del populismo eurófobo. En los años en los que ejercí funciones de responsabilidad pública en materia de política internacional, me preguntaron muchas veces sobre esa supuesta coincidencia de posiciones en el ámbito europeo entre la extrema derecha y la nueva izquierda populista. Mi respuesta siempre fue la misma: la línea que separa esa amalgama es la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Todas las demás, y son muchísimas, pueden declinarse de ese texto.
Más bien, ambas formas de crítica apuntan a una realidad profunda de la construcción política y sentimental del proyecto europeo, que afecta por igual a sus más férreos defensores y a quienes abjuran de él. El discurso europeísta, por tomar un ejemplo contrario, suele defender las virtudes del proyecto de integración utilizando principalmente argumentos negativos. Gracias a la Unión en Europa no ha habido guerras en los últimos setenta años, ni hay fronteras, ni confrontaciones entre religiones o minorías; gracias a la Unión, Europa ha podido superar por fin la contradicción permanente entre sus partes, actuar unida, hablar con una sola voz. La división permanente, la guerra de todos contra todos, los conflictos dinásticos, étnicos, religiosos, de clase, las ambiciones imperiales y las invasiones recíprocas, la lucha por los recursos, por la influencia y por el poder dentro y fuera del continente... Todos esos elementos han definido la existencia de Europa a lo largo de su historia. Desde la Comunidad Económica del Carbón y del Acero, la construcción europea consiste en crear una serie de mecanismos y dispositivos para dificultar primero, e impedir después, la activación de esos ejes de conflicto. Su principal logro es que Europa haya dejado de ser lo que siempre ha sido; su identidad positiva se basa en la ausencia de aquello que la definió durante gran parte de su existencia.
Cuando la extrema derecha despliega su batería de ataques contra las instituciones europeas, lo hace precisamente en nombre de esa Europa negada, de una Europa visceral, de sangre e incienso, que ha sido silenciada artificialmente y que hoy reaparece desde las sombras para reclamar sus derechos. Ese pasado glorioso (que siempre lo es, pues para cada una de las naciones europeas hay un momento en el que fue grande) es el reverso exacto del presente mediocre que impone Bruselas. De hecho, la tarea de la extrema derecha es recuperar ese pasado, es hacerlo volver. Cuando en Europa emerge lo reprimido a plena luz del día, en una marcha para honrar a criminales de guerra, en el rebrotar de múltiples causas irredentistas, en la articulación de sujetos políticos regionales que se remontan a un origen mítico y ancestral (Visegrado, la Nueva Liga Hanseática, la Europa germánica, cristiana o latina), se ve perfectamente aquello que se trataba de hacer desaparecer. La extrema derecha es perfectamente consciente de los logros de Europa; su propósito más firme es revertirlos, rescatar lo que ha sido aplacado, devolverle su libertad.
¿Y la izquierda? En cierto modo, podría decirse que la izquierda también aspira a rescatar Europa de su propia negación, pero por las razones contrarias: por haber sido del todo insuficiente. La revolución de las ciudades de 1848, la bolchevique de 1917, la libertaria del 36, la victoria antifascista del 45, las luchas de liberación del 68, los levantamientos democráticos de 2011. Cada una de esas revoluciones encerraba una idea de Europa, y la Europa actualmente existente, la negación de todas y cada una de ellas. Quizá el «problema europeo» de las fuerzas progresistas del continente venga precisamente de aquí, de una herencia truncada e irresuelta. La izquierda conoce perfectamente esa sensación de escisión o desgarro histórico que es inseparable de la construcción europea, ese movimiento por el que Europa se niega a sí misma para afirmarse a la vez. Si le incomoda tanto la cuestión europea es porque le resulta dificilísimo asumir que ella misma forma parte de lo negado, que Europa también le apunta con el dedo cuando se dice a sí misma mirad lo que ya no somos. Treinta años después de la caída del muro de Berlín, todavía no sabe qué hacer con esa negación.
Extracto del libro 'Europa frente a Europa' publicado por la editorial Lengua de trapo.