Hoy es el este de Alemania, ayer fue Francia, antes de ayer Países Bajos. Y un poco antes, Italia. En medio, Europa entera, con unas elecciones en junio donde, como ya había pasado cinco años antes, el continente “contenía la respiración” ante el auge de la extrema derecha y luego “se despertaba aliviado” porque crecieron pero podían haberlo hecho más.
Y así de susto en susto, de un efímero alivio a otro, el nuevo curso político comienza con que —por primera vez desde 1945 en Alemania, y esto ya es un dato— un partido de extrema derecha, cuyo líder fue condenado por emplear lemas nazis, es la primera fuerza en uno de los estados federales, Turingia, y la segunda, en otro, Sajonia, donde los conservadores de la CDU salvan la primera plaza por los pelos. Las elecciones en otro estado del este, Brandenburgo, en dos semanas, parecen destinadas a confirmar la tendencia.
En los resultados alemanes hay, como es lógico, unas especificidades nacionales que han sido ampliamente analizadas en los últimos años, cuando Alternativa para Alemania (AfD por sus siglas en alemán) empezó a pisar fuerte en el este del país, donde antes lo había hecho la organización islamófoba Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente, mejor conocida por la sigla PEGIDA, que, en medio de la “crisis de los refugiados”, en el invierno de 2014-2015, organizó marchas multitudinarias anti-inmigración.
Alemania, también gracias al umbral del 5% de los votos, había conseguido hasta entonces mantener fuera del Parlamento a la extrema derecha. Algo que cambió por completo en 2017 —cuando apenas cuatro años después de su fundación— AfD irrumpió con fuerza en el Bundestag, obteniendo el 12,6% de los votos y 94 escaños. Aunque el apoyo en el este era muy superior (con un 21,9%), en el oeste lograron un 10,7, cifra hasta aquel momento impensable. Dos años después, en las elecciones regionales de los mismos Estados que nos preocupan en este septiembre —Turingia, Sajonia y Brandemburgo— el partido ultraderechista quedó en segundo lugar con más del 20% de los votos.
Un camino de una década en la que los analistas han subrayado en más de una ocasión cómo, en el voto del este, siguen pesando las divisiones que han permanecido tras la reunificación de Alemania y esta sensación de los habitantes del este de ser, 35 años después, ciudadanos de segunda, también en lugares como Sajonia, denominada Silicon Saxony por la floreciente industria de microchip y cuya economía ha crecido un 30% desde 2000.
En mayo, comentando a elDiario.es el auge de la AfD en estas regiones, donde el partido ultra estaba llevando una dura campaña contra los Verdes y sus políticas, Maximiliar Kreter, investigador del Instituto Hannah Arendt de Dresde y experto en los movimientos de extrema derecha, reconocía que uno de los problemas para muchos en esta parte del país era estar viviendo una segunda transición en 30 años. Una transición que se recibe con recelo en las antiguas zonas mineras de Sajonia o Brandemburgo.
“Mucha gente que vivió los cambios tras la reunificación, se pregunta: '¿Por qué ahora una nueva transición que nos arruine cultural y económicamente por segunda vez en nuestras vidas?'. Y esto afecta sobre todo a los votantes que durante la reunificación tenían aproximadamente 20 años y ahora tienen 45-60”, explicaba Kreter.
Sin embargo, el experto también añadía que los niveles de apoyos alcanzados por la formación ultra no solo en el este sino en todo el país se enmarcan en la llamada cuarta ola de la extrema derecha desde la II Guerra Mundial, la de la normalización de su discurso, y que esto ocurría también por la complicidad de los partidos conservadores.
“España, Portugal, Irlanda y Alemania son los que han conseguido mantenerse más tiempo sin partidos de extrema derecha. Pero ya no. Las razones suelen ser complejas y múltiples, pero en parte es una reacción general al acelerón de la modernización por parte de los que se quedan atrás, especialmente los desfavorecidos culturalmente y económicamente. Pero también es el resultado de una estrategia cuestionable de los partidos conservadores, como la misma CDU, que compran los argumentos de la extrema derecha pensando en recuperar a votantes, sin entender que entre la copia y el original, elegirán al original”, decía Kreter.
Comprando el argumentario de la extrema derecha
Es esto uno de los comunes denominadores que están marcando el auge de extrema derecha en Europa y sobre todo su capacidad de contaminar el debate político más allá de los resultados electorales. Y allí es donde, el voto en el este de Alemania, nos vuelve a recordar cómo la postura de los otros partidos —empezando por los que ocupaban el centro o el centro-derecha del arco ideológico— ha contribuido al proceso de normalización de estas formaciones. El discurso que mantiene en estas semanas el Partido Popular de Feijóo, comprando parte del argumentario de Vox y mientras Alvise irrumpe en la escena esparciendo bulos, es solo el último y más cercano ejemplo de una larga serie.
Un ejemplo reciente es el del ex primer ministro holandés y próximo secretario general de la OTAN, Mark Rutte, quien durante sus 13 años en el Gobierno hizo del endurecimiento de las políticas migratorias una de sus banderas, cuando el Partido de la Libertad de Gert Wilders le pisaba los talones. En las elecciones del año pasado, tras la dimisión de Rutte por la negativa de sus socios de coalición a dar una vuelta de tuerca más a las reunificaciones familiares, la formación de Wilders acabó ganando y, tras siete meses de negociaciones, está ahora en un Gobierno de coalición —con los conservadores del VVD, el partido de Rutte, los democristianos de NSC y los campesinos BBB— en el que ocupa cinco de las 15 carteras.
El caso de Suecia es también ejemplar. Las elecciones de 2022 fueron las primeras elecciones en la que ya el bloque conservador no descartada un apoyo directo o indirecto de la extrema derecha para llegar al poder. Tras una campaña en la que los conservadores del Partido Moderado abrazaron el ideario de mano dura contra la inmigración, la ultraderecha con raíces nazi de los Demócratas de Suecia (SD) les arrebató la segunda plaza. El líder conservador, Ulf Kristersson, es hoy primer ministro pero gracias a un acuerdo con SD que, si bien no tiene carteras, ha conseguido que entraran en el programa de gobierno sus peticiones en tema de asilo e inmigración. “Para nosotros ha sido decisivo que un cambio de poder se traduzca en un cambio de paradigma en lo que respecta a la política migratoria”, dijo tras el líder de la formación ultra Jimmie Akesson.
Como recordaba en este artículo, publicado en víspera de aquellas elecciones, el director adjunto del Centro de Investigación sobre el Extremismo (C-REX) de la Universidad de Oslo (Noruega), Anders Ravik Jupskås, el cambio había empezado antes cuanto los conservadores ya en 2015 dejaron de cuestionar al SD sobre el plano moral. En 2018, recuerda el politólogo, el ahora primer ministro Kristersson “afirmó que el SD había sido 'bueno identificando problemas', pero que la extrema derecha 'nunca presentó propuestas concretas que realmente resolvieran esos problemas'. En otras palabras, los moderados dejaron de desafiar el marco nativista y autoritario de los inmigrantes utilizado por el SD, y en su lugar argumentaron que los moderados eran simplemente más competentes políticamente que la extrema derecha”. Y sabemos ahora cómo ha acabado esa estrategia.
Pero, como ha vuelto a recordar Alemania en estos últimos días, esto es algo que no es solo exclusivo de los conservadores. “Lo más deprimente de la política actual en Alemania, y recientemente en Suecia, es que estos políticos podrían haber mirado al otro lado de la frontera (Países Bajos y Dinamarca, respectivamente) para ver que ¡ni siquiera funciona!”, escribió hace unos días en X el experto en extrema derecha Cas Mudde comentando las decisiones aprobadas por el Gobierno de Olaf Scholz. Después del acuchillamiento mortal en Solingen cuyo presunto autor es un refugiado sirio, el Ejecutivo alemán ha anunciado un paquete de medidas que endurecen las políticas de inmigración y asilo y ha reanudado las deportaciones de los afganos a su país, algo que no ocurría desde que los talibanes volvieron al poder en Kabul en 2021.
El cordón sanitario, sin alternativa, no basta
Otra de las lecciones que dejan las elecciones alemanas, repetición de un patrón ya claro a escala europea, es que la promesa de no llegar a acuerdos con la extrema derecha no es una condición suficiente para frenar su auge. Sobre todo si, en el camino, como en el caso de la inmigración, ya se ha normalizado su discurso o se han aplicado directamente algunas de las medidas propuestas por los ultras.
Desde hace años, hay varios estudios que apuntan a una mezcla de variables socio-económicas y culturales, que hacen que el crecimiento de la extrema derecha responda a lo que el catedrático de Geografía Económica de la London School of Economics, Andrés Rodríguez-Pose llamaba ya hace años “la venganza de los lugares que no importan”. Es decir, territorios que han vivido largos periodos de decadencia económica, cambios de modelo productivo tras un fuerte declive industrial o donde el crecimiento de las últimas décadas no ha revertido la condición –real o percibida– de estar lejos del interés del poder económico, político y social.
Un patrón que se ha repetido elección tras elección, en varios países de Europa, con una división interna declinada en el eje zonas rurales/zonas urbanas o centros dinámicos vs lugares en declive (real o percibido). Algo que también se repite en Alemania. “El ascenso de los extremos avanza en Alemania. Las zonas rezagadas, que han sido testigos de largos periodos de declive y fuga de cerebros y a las que se les ha dicho repetidamente que el futuro está en otra lugar, están utilizando las urnas como arma”, ha comentado en X el académico después de los resultados en Turingia y Sajonia.
Ante esa venganza de la “Europa del descontento”, tampoco ha bastado confiar en el miedo al auge de la extrema derecha o a la amenaza del “retorno de los años 20” y de las “nostalgias fascistas”. Sin la construcción de una narración que no sea solo “en contra de” y que se acompañe a un programa alternativo sólido, agitar el miedo a que viene el lobo puede llegar a ser contraproducente. En varias conversaciones mantenidas con expertos y electores tras la victoria de Giorgia Meloni en Italia en las generales de septiembre de 2022, una de las cosas que emergía claramente era precisamente esto: planter la cuestión sólo en estos términos es algo que no interesa a gran parte de la población. Quizá por esto, tras la derrota, el Partido Democrático ha empezado a centrarse en volver en los territorios e intentar poner sobre la mesa cuestiones como la introducción del salario mínimo.
A esto también hay que añadir que la llegada al poder de Meloni fue precedida por la bendición del líder de los Populares Europeos, Manfred Weber, durante la campaña electoral. Una normalización que desde entonces sólo ha ido a más. No es un caso que, en plenas negociaciones sobre el papel que tendrá Italia en Bruselas en el segundo ejecutivo de Ursula von der Leyen, Weber haya querido reunirse de nuevo la semana pasada en Roma con la primera ministra italiana y con su vice, el ministro de Exteriores, Antonio Tajani.
El espejismo del “centro que aguanta”
Precisamente el papel de Forza Italia, como garantía de moderación dentro del Gobierno de Meloni, fue la motivación que usó Weber en su visita durante aquella crucial campaña electoral del verano de hace dos años.
La idea de que el “centro aguanta” a pesar de todo ha sido otro de los consuelos efímeros que han acabado abriendo autopistas a los ultras. Lo explicaba muy extensamente el mismo Mudde, en un artículo reciente titulado “Más allá de la división 'democracia vs extrema derecha”, en el que el politólogo neerlandés, autor de varios estudios sobre la extrema derecha y populismos europeos, cuestionaba esa idea del “centro que aguanta”. “El problema de este planteamiento es que asume una oposición fundamental entre 'el centro' y 'la extrema derecha' que ya no es cierta (si es que alguna vez lo fue). El término 'centro' es extremadamente vago y, hasta cierto punto, carece de sentido porque es un término posicional que cambia cada vez que se mueven los polos izquierdo y/o derecho”, escribía Mudde, recordando cómo en las últimas europeas los populares ganaron con una agenda contra la inmigración y el Pacto Verde europeo.
Merece la pena leer entera las conclusiones de Mudde: “La cuestión no es si se mantiene el centro, sino si se mantiene la democracia liberal. Aunque la extrema derecha constituye hoy la amenaza más grave para la democracia liberal, no todo lo que hace o dice la extrema derecha es contrario a la democracia liberal. Y lo que es más importante, aunque los partidos de centro son los principales defensores de la democracia liberal, no todo lo que hacen es necesariamente bueno para la democracia liberal. En última instancia, la democracia liberal no puede salvarse con una agenda puramente defensiva y 'antipopulista'. El apoyo a la extrema derecha se basa en la protesta, en la decepción por los fracasos (percibidos) de la corriente política dominante. Estos votantes sólo pueden ser recuperados si los partidos de la corriente dominante ofrecen un programa político alternativo, basado en su propia ideología en lugar de limitarse a copiar los temas y las posiciones de la extrema derecha. Fundamentalmente, los partidos democráticos liberales deberían inspirar y capacitar a los ciudadanos, en lugar de limitarse a asustarles con la amenaza del 'fascismo' o a restarles poder diciéndoles que 'no hay alternativa'”.
La incógnita de Francia
Sobre el centro que aguanta y la necesidad de la construcción de alternativas, los últimos acontecimientos de Francia ofrecen muchas razones de reflexión. El alivio de Europa tras las elecciones europeas fue efímero y apenas duró unas horas porque allí estaba (y está) el resultado de Francia: ante la victoria de la Agrupación Nacional de Marine Le Pen en el voto europeo, Macron decidió subir la apuesta, adelantando las elecciones legislativas para dar la palabra a los franceses. Y los franceses hablaron: con una participación que no veía desde hace décadas, votaron el parlamento más fragmentado de la V República, y —gracias al doble turno— truncaron el sueño de un Jordan Bardella que ya se veía como primer ministro en el Palacio de Matignon, con un resultado sorpresa: la formación más votada fue el Nuevo Frente Popular, la coalición de izquierda forjada a toda prisa ante el adelanto electoral, que pese a su cacofonía interna, consiguió convencer al electorado con un programa alternativo a la extrema derecha, no solo “en contra de”.
Pero, dos meses después de aquellas elecciones y con Macron ejerciendo con fuerza el bastón de mando, todo sigue parado y, para el presidente, nombrar a un primer ministro expresión de la fuerza más votada no es una opción. Habrá que esperar para ver cómo evoluciona la situación pero, mientras Macron se enroca y la izquierda se divide sobre la amenaza de la Francia Insumisa de destitución presidencial, la Agrupación Nacional mantiene un perfil bajo, dejando a los demás participar en una pelea que desgasta más que refuerza. En el fondo, la posibilidad de otras elecciones en un año no es remota.
De lo que pase en Francia y en Alemania en las próximas semanas y meses dependerá también el futuro de la extrema derecha en Europa. En el caso de Alemania, ya en 2020, Manès Weisskircher, politólogo de la Universidad Polítécnica de Dresde, explicaba cómo la necesidad de coaliciones amplias tras los resultados de las regionales en Brandemburgo y Sajonia había creado mucha frustración en los conservadores de la CDU, con algunos sectores que presionaban para una apertura hacia la AFD. Escribía entonces Weisskircher, en un largo artículo: “Si una CDU post-Merkel decide en algún momento cooperar con AfD, es probable que esto ocurra primero en el este de Alemania, quizás con importantes consecuencias, no sólo para la política alemana, sino también para la europea”.