Podía ser antes o después, pero era evidente que Gaza reventaría en algún
momento. Por un lado, las condiciones socioeconómicas en las que malviven
sus casi dos millones de habitantes (de los que 1,4 son refugiados) son penosas
desde hace mucho tiempo. Encerrados por Israel en la mayor prisión del
planeta, con la colaboración del régimen golpista egipcio y de una Autoridad
Palestina (AP) que no duda en castigar a su propia gente, negándole salarios
desde hace meses y dejando de pagar a Tel Aviv por el suministro de
electricidad a la Franja, los niveles de desempleo ya superan el 40% (más del
60% entre los jóvenes) y la actividad productiva está prácticamente bloqueada.
A eso se suma la crisis existencial de una UNRWA a la que Washington (primer
contribuyente mundial) ha decidido negar los fondos que apenas le permiten
paliar la miseria que allí se registra, prestando no solo servicios básicos de
salud y educación, sino también ayuda alimentaria y de subsistencia.
Por último, el sueño político de contar algún día con un Estado propio se
desvanece a ojos vista, en una dinámica que, por un lado, sigue mostrando la
imposibilidad de un entendimiento básico entre la AP y Hamás y, por otro, se
ejemplifica en la desastrosa decisión estadounidense de reconocer a Jerusalén
como capital israelí y en la incesante expansión de los siempre ilegales
asentamientos.
Visto así, lo raro es que la movilización ciudadana del pasado viernes no haya
ocurrido mucho antes. Todos, dentro y fuera de esos escasos y superpoblados
360 kilómetros cuadrados conocían el nivel de frustración y desesperación acumuladas. Y cada uno ha obrado en consecuencia.
Así, diversas organizaciones de la sociedad civil gazatí, a las que obviamente
se ha sumado Hamás (se equivoca quien prefiere ver a los gazatíes como
meras marionetas que el Movimiento de Resistencia Islámica maneja a su
antojo), llevan tiempo preparando la Marcha del Retorno. Una marcha que
debe culminar el 15 de mayo (Nakba) en una movilización general para hacer
visible el derecho de los millones de refugiados palestinos (estimados entre los
5,4 millones registrados por la UNRWA y los once que otras fuentes manejan)
para regresar a los lugares de donde fueron expulsados no solo en 1948 sino
también en las guerras posteriores.
Hamás se encuentra superado por una situación en la que ni puede amedrentar ya con sus miles de cohetes a un Israel dotado de múltiples capas de misiles antimisil (Cúpula de Hierro, Honda de David y los sistemas Arrow-2 y Arrow-3), ni puede lograr suministros de todo tipo a través de los túneles que conectaban con territorio egipcio en el Sinaí.
Sin bazas para mostrar su rechazo a Israel, sin medios para comprar la paz
social en un entorno miserable y sin apoyos externos (ni tampoco de una AP
inoperante), sus dirigentes tratan desesperadamente de redirigir el descontento
popular hacia una potencia ocupante que no solo les niega el pan y la sal sino
que aplica un castigo colectivo absolutamente inaceptable desde cualquier
punto de vista moral y legal.
Tanto los servicios de inteligencia israelíes como sus fuerzas armadas sabían
de los preparativos de los gazatíes, pacíficos en su inmensa mayoría, en un
remedo de la Marcha Verde marroquí sobre el Sáhara Occidental que, sobre
todo, busca recuperar una cierta atención mediática internacional en defensa
de su legítima causa.
En consecuencia, Benjamin Netanyahu ha tenido sobrado tiempo, como mínimo, para desplegar fuerzas policiales duchas en el control de manifestaciones. Por lo tanto, si finalmente decidió colocar a soldados en primera línea y les ordenó que utilizaran fuego real, solo cabe concluir que la masacre, con 18 personas muertas y varios centenares más heridas de bala, fue una elección deliberada.
Como en tantas ocasiones precedentes, el uso excesivo de la fuerza buscaba cortar de raíz un movimiento que de otro modo puede cobrar impulso hasta esa trágica fecha de mayo (la misma que Washington ha elegido para abrir su embajada en Jerusalén). Aunque sabía de antemano que actuando así sería criticado internacionalmente, la ceguera ética y legal del gobierno israelí le ha llevado hasta este extremo.
Contaba a su favor con que Washington, como así ha sido, bloquearía
cualquier medida en el Consejo de Seguridad de la ONU que fuera más allá de
las tan recurrentes como inocuas condenas verbales, con que la Unión
Europea se limitaría a sumarse al coro de plañideras inoperativas y con que la
Liga Árabe se reuniría nuevamente para nada. Y así, con multitud de actores
que no se agotan ni se avergüenzan del consabido “deeply concerned”, que hoy
solo puede traducirse como “no pasa nada”, Netanyahu y los suyos (que no
son todos los israelíes, pero que representan a la mayoría) pueden seguir adelante con su política de hechos consumados que, en esencia, busca el control total de una Palestina histórica sin palestinos.
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria