Análisis

Golpe de timón en Túnez: malestar popular, bloqueo institucional e inestabilidad política

26 de julio de 2021 22:14 h

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Kais Saied solo tenía que esperar el momento para poner en marcha un plan que ya el pasado mes de mayo Middle East Eye sacó a la luz. Un plan elaborado por sus más estrechos colaboradores que pretendía dar forma a lo que el presidente tunecino había ido dejando claro desde su elección en octubre de 2019: pasar de un sistema parlamentario, en el que el presidente solo tiene competencias directas en defensa y política exterior, a otro presidencialista, con él como salvador de la patria encargado de enderezar un rumbo que se ha ido perdiendo desde la revolución que logró expulsar al dictador Ben Ali del poder, en enero de 2011.

Las crecientes manifestaciones ciudadanas de estos pasados días –en las que quedaba de manifiesto el profundo malestar que provoca entre los 12 millones de tunecinos la crisis multidimensional en la que está sumido el país desde hace tiempo– han brindado al presidente, experto en derecho constitucional, la oportunidad de dar un golpe de timón, como un César que toma las riendas para “salvar al país y restaurar la paz social”.

Más que perderse en disquisiciones bizantinas sobre si su decisión de cesar al primer ministro y los ministros de Defensa y Justicia y suspender el Parlamento –arrogándose por un periodo de 30 días todos los poderes que le concede el artículo 80 de la Constitución aprobada en 2014 ante situaciones de emergencia– es o no un golpe de Estado, lo fundamental es ver si lo ocurrido sirve o no para mejorar la mala situación en la que se encuentra Túnez.

La crisis política de Túnez se ha ido acentuando desde las elecciones de 2019. Por un lado, hay un jefe del Estado sin partido político propio frente a un presidente del Parlamento, Rached Ghannouchi, y líder del principal partido de la cámara, Ennahda (islamista moderado), sin olvidar a un primer ministro, Hichem Mechichi, que llegó a ese puesto de la mano de Saied, pero que ha ido basculando hacia la órbita de Ennahda, aunque solo sea porque instrumentalmente le ha servido para tomar distancia con su original valedor.

Las zancadillas que cada uno de ellos ha puesto a su rival han terminado por paralizar la agenda política, sin posibilidad de sacar adelante las reformas que necesita un sistema que, con sobresaltos, se iba acercando a una democracia plena.

Así, Saied se negó a que varios de los ministros que Mechichi nombró en la crisis de Gobierno que propició en enero pasado pudieran tomar posesión de sus cargos. Por el contrario, Saied optó por bloquear al Parlamento y al Gobierno en su intento de poner en marcha el Tribunal Constitucional, que debería haberse activado ya en 2015 y que precisamente es el órgano que debería ahora validar o rechazar la reciente maniobra del presidente. Incluso en abril de este año Saied terminó por autoproclamarse no solo comandante supremo de las fuerzas armadas, sino también de las fuerzas de seguridad (dependientes en principio del primer ministro).

Todo ello en medio de acusaciones y reproches recíprocos, lo que se ha traducido en diez gobiernos distintos en tan solo una década, y mientras la economía nacional se despeña sin remedio, con una corrupción que contamina a todas las instancias de poder, un gravísimo nivel de desempleo, una deuda pública que ya supera el 100% del PIB (cuando tan solo llegaba al 45% en 2010) y cuando hay que volver a negociar, por cuarta vez en una década, un nuevo préstamo de 3.300 millones de euros con el FMI.

La gota que parece haber colmado la paciencia de la población es el impacto de la pandemia de la COVID-19, que no solo ha hundido el turismo (16% del PIB nacional), sino que ya ha provocado más de 18.000 muertes. La pasada semana, después de que ya hayan pasado cinco responsables por la cartera de Sanidad desde el inicio de la crisis sanitaria, Saied decidió poner en manos del ejército la vacunación, a la espera de que eso pueda cambiar la tendencia.

En el pulso institucional que ahora cobra una nueva dimensión conviene recordar que, por una parte, Saied recibió en su día el 72,7% de los votos, con un amplio respaldo tanto en sectores de la izquierda como entre los islamistas y la juventud tunecina. Por otra, Ennhada se ha ido convirtiendo en la diana contra la que se disparan todas las protestas y, aunque cabe imaginar que Ghannouchi no se ha dado definitivamente por derrotado y que grupos como Qalb Tounes y Al Karama ya han mostrado su rechazo a la decisión presidencial, es muy difícil imaginar que puedan agrupar a su alrededor apoyos suficientes para dar la vuelta a la situación.

Eso no quiere decir, sin embargo, que Saied tenga ya despejado el camino para lograr su objetivo aunque, a tenor de las primeras reacciones populares, sigue contando con considerables apoyos en una calle en la que destaca el emergente protagonismo del Movimiento 25 Julio, que precisamente estaba impulsando las manifestaciones de rechazo a una clase política de la que ya poco esperan.