Alabado en Occidente y despreciado en Rusia. La imagen de Mijaíl Gorbachov, fallecido el 30 de agosto a los 91 años, no ha cambiado mucho desde que abandonó el poder en el Kremlin en 1991 cuando los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia pactaron de forma expeditiva poner fin a la Unión Soviética. Después del fracaso del golpe de Estado protagonizado por el sector duro del partido comunista (PCUS), los acontecimientos se habían precipitado. Tanto el Estado como Gorbachov sólo podían ya ser testigos de su propio funeral.
En un pleno televisado del Parlamento ruso el 23 de agosto, Boris Yeltsin le impuso la declaración por la que se suspendían las actividades del PCUS. “¿Qué está haciendo? Yo... nosotros... yo no he leído eso”, dijo un Gorbachov perplejo y derrotado. Al día siguiente, presentó su dimisión como secretario general y disolvió el Comité Central del partido. Había terminado una era de la historia de Rusia iniciada en 1917.
La debilidad del líder y del Estado soviético es lo que ayuda a entender otros hechos anteriores cuyas consecuencias se prolongan hasta nuestros días, como se puede apreciar con la invasión de Ucrania. La ampliación de la OTAN desde finales de los noventa a los países que habían sido miembros del Pacto de Varsovia se convirtió en el principal motivo de resentimiento en la Rusia de Vladímir Putin, que se sentía rodeada por la alianza militar occidental.
Moscú tuvo que resignarse ante la entrada de Polonia, Hungría y República Checa, tres países en los que había existido una fuerte contestación social a los gobiernos comunistas. Cuando ese proceso se acercó a Ucrania, todo fue muy diferente.
El debate de las últimas décadas ha estado marcado sobre si EEUU y Europa engañaron a Gorbachov y le hicieron creer que la OTAN nunca se ampliaría hacia el Este. Hay dos hechos indudables. Nunca se firmó un tratado vinculante que incluyera esa promesa. Por otro lado, ese compromiso apareció en múltiples conversaciones entre los dirigentes de esos países que pueden encontrarse en las actas de los encuentros desclasificadas muchos años más tarde.
El contexto de la mayoría de esas reuniones era la reunificación de Alemania, que no podía llevarse a cabo sin el consentimiento de la URSS. A comienzos de 1991, había 338.000 soldados soviéticos estacionados en la RDA, la Alemania Oriental. A ellos había que añadir 200.000 familiares de militares y empleados civiles. El material militar incluía 4.200 tanques, 3.600 piezas de artillería, 690 aviones y 680 helicópteros.
El Gobierno alemán de Helmut Kohl no quería desaprovechar la oportunidad histórica de poner fin a la división del país. Países como Francia y Reino Unido no hubieran tenido ningún problema en que la cuestión se aplazara hasta la siguiente década. Margaret Thatcher, que llevaba en su bolso a las cumbres un mapa de las fronteras alemanas en 1938, propuso un periodo de transición de cinco años durante el que las dos Alemanias permanecerían separadas. “¡Nosotros derrotamos dos veces a los alemanes! ¡Y ahora han vuelto!”, dijo en una tensa cumbre europea en diciembre de 1989.
Kohl no iba a esperar tanto tiempo. Pocas semanas después de la caída del Muro de Berlín, tampoco sabía si el Gobierno de la RDA podría aguantar años o hasta meses.
EEUU y Alemania Federal se movieron con rapidez. Para ello, necesitaban conceder a Moscú las garantías necesarias para que aceptara la reunificación, la inclusión de la antigua RDA en el territorio de la OTAN y la salida de las tropas soviéticas. Les ayudaba el hecho de que la URSS se encontraba en un estado de extrema debilidad económica, lo que condicionaba las decisiones de Gorbachov. Los gobiernos occidentales le dijeron lo que quería escuchar.
El 9 febrero de 1990, James Baker, secretario de Estado de EEUU, viajó a Moscú. En una primera conversación con Eduard Shevardnadze, ministro soviético de Exteriores, planteó un dilema en los términos que pensaba que podrían ser admisibles para su interlocutor: “Indudablemente, una Alemania neutral conseguiría su propia capacidad nuclear independiente. Sin embargo, una Alemania firmemente anclada en una OTAN reformada, y me refiero a una OTAN que fuera más una organización política que una militar, no necesitaría esa capacidad independiente. Desde luego, habría unas garantías sólidas de que la jurisdicción de la OTAN o sus fuerzas no se moverían hacia el Este”.
Después, Baker se reunió con Gorbachov y redobló la apuesta con ese compromiso por el que EEUU no se aprovecharía supuestamente de la debilidad de Moscú. Fue cuando utilizó las palabras que se han recordado desde entonces. “Si mantenemos una presencia en una Alemania (unificada) que es parte de la OTAN, no habrá una extensión de la jurisdicción y las fuerzas de la OTAN ni una pulgada hacia el Este”, dijo Baker al líder soviético.
Baker había reiterado el compromiso de que la ampliación de la OTAN estaría circunscrita al territorio alemán y ni una pulgada más. Repitió tres veces esta última expresión. Gorbachov dijo que la idea de la extensión de la Alianza sería “inaceptable”, por lo que hay que deducir que la alternativa ofrecida por Baker le parecía cuando menos interesante.
Sabiendo lo que Baker había contado a Gorbachov, Kohl viajó a Moscú al día siguiente. “Creemos que la OTAN no debería expandir su esfera de actividades”, le dijo el canciller alemán. Kohl llegó a la conclusión por primera vez de que Moscú, que tenía buena información sobre la situación económica de la RDA, veía la reunificación como inevitable. Shevardnadze también pensaba lo mismo. Sólo quedaba fijar el precio.
Dos meses después de salir de prisión, Vaclav Havel viajó a Washington. El disidente y futuro presidente de Checoslovaquia habló con Bush y le advirtió de que "si la OTAN se hace con toda Alemania, parecerá una derrota, una superpotencia conquistando a otra”. Pedía una reforma de la OTAN en un nuevo orden de seguridad europeo. Bush se mostró de acuerdo y dijo que la OTAN debería tener “un nuevo papel político” para que la CSCE –la OSCE posterior– contara con un rol más relevante.
Las conversaciones estaban totalmente condicionadas por la reunificación alemana, pero abarcaban a todo el teatro de seguridad europeo. De ahí que se mencionara en varios contactos a la CSCE. En una visita a Moscú en mayo de 1990, Baker se comprometió con Shevardnadze a que el proceso no tuviera “ganadores y perdedores”. El objetivo era crear una nueva estructura de seguridad europea que fuera “inclusiva, no excluyente”.
Semanas después, insistió en el mismo mensaje en una reunión con Gorbachov: “Hoy estamos interesados en construir una Europa estable y hacerlo junto a ustedes”.
Dentro de la Administración norteamericana, había sectores, sobre todo en el Pentágono, que aconsejaban que se dejara la puerta abierta a una futura expansión de la OTAN. La Casa Blanca siguió el consejo del Departamento de Estado, que consideraba que no era conveniente para los intereses de EEUU que se organizara una “coalición antisoviética” que se extendiera hasta las fronteras de la URSS. Eso sería contraproducente para el rumbo de los acontecimientos que se estaban produciendo en el antiguo enemigo soviético.
Lo que consiguió Gorbachov fue dinero para intentar reflotar la economía de su país y, de forma más inmediata, financiar el regreso a la URSS de centenares de miles de soldados desde la RDA. Tras una negociación de varias semanas, que comenzó con los soviéticos pidiendo 36.000 millones de marcos alemanes y los negociadores alemanes ofreciendo 3.000 millones, los dos líderes asumieron el control del regateo. Kohl subió la oferta a 8.000 millones. Insuficiente para Gorbachov, casi escandalosa.
Tres días después, el alemán entregó su oferta final, 12.000 millones. Gorbachov le dijo que si ese era el límite, “prácticamente todo tendría que ser renegociado de nuevo”. Kohl añadió un crédito sin intereses de 3.000 millones y se llegó a un acuerdo.
Entre otras muchas cosas, la diplomacia consiste en convencer al interlocutor que un acuerdo que te beneficia a ti también puede ser favorable para él, sea o no cierto. También está condicionada por las prioridades del presente, como la de no boicotear en ese momento los esfuerzos de Gorbachov de poner fin a la Guerra Fría. Una vez que desapareció la Unión Soviética, Europa y EEUU decidieron que el contenido de todas esas negociaciones había dejado de tener interés.
Entonces, Bush se ocupó de no presumir en público de que EEUU había derrotado a Moscú en la Guerra Fría. “Me he comportado de forma que no le complicara la vida. No he empezado a dar saltos a causa del muro de Berlín”, le dijo a Gorbachov.
En privado, no tenía que contenerse. En una reunión con Kohl, dejó claro que veía a la URSS como al enemigo que había perdido la guerra. En relación a declaraciones de dirigentes soviéticos contrarios a que Alemania continuara en la OTAN, el presidente de EEUU fue tajante: “Que se vayan al infierno. Nosotros ganamos y ellos no. No podemos dejar que los soviéticos consigan la victoria cuando están al borde de la derrota”.