La calma relativa de los primeros meses de restricciones sanitarias en Bogotá, cuando las ambulancias eran las únicas capaces de rasgar el silencio en las calles, ha terminado. Los atascos pre pandémicos están de regreso y la preocupación de expertos en movilidad es evidente. Un estudio de la consultora estadounidense Inrix señala que los conductores bogotanos lideran el listado mundial de tiempo perdido en embotellamientos: son en total 272 horas de media varados entre los llamados “trancones”, algo así como 11 días consumidos entre semáforos, polución, bocinazos y el fiel sonido de la radio.
Pero el de Inrix es, sin embargo, tan solo un indicador entre tantos. La ciudad se disputa otros datos negativos de movilidad con Estambul, Moscú o Ciudad de México, entre otras. A la neurosis vial ahora se suma el inicio de las obras para la primera línea del metro, un proyecto sobre el cual se viene debatiendo desde hace 70 años. Analistas y observadores no descartan un posible bloqueo de la capital colombiana.
El ingeniero civil Darío Hidalgo identifica, por ejemplo, otras tres grietas a su juicio más profundas: los altos índices de contaminación, cifras preocupantes de accidentalidad vial, y unos niveles de inequidad que se ven reflejados en la distribución espacial. Desde su punto de vista las distancias, de hasta dos horas de duración, que las poblaciones de renta más baja deben recorrer hasta su trabajo, y el costo de esos trayectos en proporción a sus ingresos son el punto más crítico.
Una porción importante de la ciudad ha sido edificada de manera espontánea por migrantes del campo y de la violencia que no han sido tenidos en cuenta dentro del tablero de dibujo de los urbanistas. El politólogo y abogado Andrés Felipe Vergara acude al ejemplo de San Cristóbal, un arrabal al extremo sur del mapa, donde “todo está mal diseñado, no hay zonas verdes, todas las calles son angostas, no ha habido planeación por muchos años y el crecimiento ha sido precario e informal”.
Frente al desdén de políticos y planificadores, los bogotanos han sorteado los obstáculos con alternativas. Aunque la mayor parte de los trayectos, con el 37%, se realizan a través de los autobuses de la red integrada, seguido por los viajes a pie con un 24%, las motos (5,5%) y las bicicletas (7%) ganan terreno año a año entre los usuarios, según una encuesta de 2019 confeccionada por autoridades distritales. Pero también continúa el aumento del parque automotor, un hecho que causa inquietud. Hoy circulan alrededor de 1,2 millones de automóviles que suponen un 14,9% de los viajes realizados.
Urbanismo americano
El arquitecto Jaime Ortiz creó hace 47 años la “ciclovía” de Bogotá, un emblema urbano que consiste en el cierre parcial de ciertas vías arterias a los coches, para que los habitantes salgan los domingos a hacer deporte sin contaminación. Ortiz, de 75 años, manifiesta su desencanto con el rumbo que ha tomado la ciudad hoy, en especial porque considera que “nadie sabe para dónde vamos”.
Así mismo recuerda que en los años sesenta del siglo pasado, mientras el mundo seguía la carrera espacial entre soviéticos y estadounidenses, en Bogotá se trazaban planes urbanos para atender las necesidades de una ciudad en expansión. El modelo a seguir fue el prototipo de la ciudad americana, marcada por el uso del vehículo privado y las tesis del urbanismo moderno de Le Corbusier y compañía (que en Europa, a la postre, prosperaron poco).
El problema que planteaba el proyecto era de fondo: el grueso de los bogotanos se movilizaba entonces en transporte público colectivo, y no en coches que se desplazaran a diario por autopistas de múltiples carriles en dirección a unos suburbios uniformes e impolutos, como en Houston o Los Ángeles, por ejemplo.
Sobre esos pilares se fue edificando un panorama algo confuso, con avenidas caóticas, plagadas de autobuses gestionados por administradores privados. El arquitecto e historiador Carlos Niños subraya que no hubo una “vocación de prestar un servicio público”. Los viajeros de transporte colectivo, por ejemplo, no contaban con paraderos para guarecerse del mal clima, ni tenían rutas muy claras. Los vehículos se detenían allí donde había pasajeros haciendo una seña con la mano, igual que sucede con los taxi.
Aquel espíritu modernizador contó con poca oposición cívica y se llevó por delante, en 1991, la última línea de trolebuses públicos, aquellos vehículos que viajaban impulsados por hilos eléctricos aéreos.
La guerra del centavo
El resultado fue una batalla vial, en adelante bautizada como “la guerra del centavo”: “El conflicto se generaba porque los conductores, que arrendaban el autobús de manera diaria a los empresarios, llevaban toda la carga del riesgo del sistema: de recoger los pasajeros, de pagar el alquiler diario, del mantenimiento. Para quedarse con un excedente aceptable tenían que trabajar jornadas muy largas y sin cobertura social”.
Las autoridades de tránsito se limitaban a expedir un permiso “bastante genérico”, que definía la ruta, la flota o el horario. Andrés Felipe Vergara, promotor del uso de la bicicleta, resume: “En los 80, a los conductores no les interesaba recoger, por ejemplo, a una mujer embarazada, a un anciano, o un niño, porque eso implicaba perder tiempo y pasajeros en la carrera codo a codo con otros buses”.
El único punto de encuentro entre los analistas de la ciudad, probablemente, es el hecho de que la llegada del sistema articulado de autobuses llamado Transmilenio, una idea calcada del modelo BRT creado en Curitiba (Brasil), ha sido positiva. O, cuando menos, un paso hacia la mejora del panorama previo a su inauguración en diciembre de 2000.
Víctor Cabuyo tiene 60 años y lleva ocho conduciendo un autobús de Transmilenio. Por su discurso desfilan todas las carencias de un sistema en crisis: “El sistema es disfuncional y está quebrado. La sobrecarga de trabajo es tal, que no es raro encontrar a conductores que optan por detener el vehículo en plena vía y solicitar un relevo por alguien que esté descansado”.
Desde su punto de vista el número de coches desbordó hace ya un tiempo la capacidad de una malla vial diseñada para soportar el tráfico de los años sesenta (se habla de un atraso de 3.000 millones de euros en el mantenimiento de las vías). El académico y economista Luis Mauricio Cuervo coincide, y explica que el objetivo de todas las alcaldías desde hace 20 años se ha centrado en sacar adelante el sistema de autobuses de carril exclusivo.
“Todo el esfuerzo financiero y administrativo se concentró en Transmilenio”, afirma Cuervo, “esto no es reprochable. Lo que pasa es que la evolución del proyecto, por falta de consenso político y de estructura, ha sido deficiente y hoy está colapsado. Hoy usted se encuentra con problemas que van desde la falta de cultura ciudadana, hasta colas de siete autobuses rojos esperando su turno para poder avanzar en una estación”.
Revolución a pedal
El urbanista Carlos Felipe Pardo, sin embargo, prefiere subrayar el progreso de los últimos 25 años. Su posición es que el esfuerzo por consolidar un medio de transporte público ha merecido la pena. Y que en otros apartados como “las políticas para peatones o la oferta de ciclo rutas, el avance ha sido enorme”. Y añade: “Es que en Bogotá hay más de 600 kilómetros de ciclo rutas. Fuera de China, Holanda o Dinamarca es la ciudad con más kilómetros de lejos”.
Dicho lo anterior conviene que recordar que el izquierdista Polo Democrático y el centrista Partido Verde han gobernado en Bogotá la mayor parte del tiempo en lo que vamos de milenio. A los verdes, hoy en el poder con la politóloga Claudia López, se les debe atribuir la responsabilidad tras el impulso inicial de un actor clave en esta historia: la bicicleta.
Ahora objeto de deseo para urbanistas de medio mundo, el veterano Jaime Ortiz recalca que en realidad la bici siempre estuvo ahí. Siempre fue una opción en los barrios de renta baja y sectores populares. Pero su desarrollo, desfilando por circuitos informales, pasó de agache para la oficialidad. Hoy nadie duda de su utilidad y su eclosión no hace distinciones sociales.
José Delgado, guardia de seguridad en una quesería al norte de la ciudad, recorre 17 kilómetros por trayecto diarios en bicicleta entre su casa y el trabajo. Casi la totalidad del viaje lo hace a través de ciclo rutas. Por eso cuenta con modestia que la mitad de su salario lo destina al mantenimiento de la bici. La única traba que le pone a la infraestructura es que “no todas las conexiones están señalizadas. Si usted no conoce el camino, puede perderse”.
De cualquier forma la fuerza que ha ganado la bicicleta en los últimos años es tan potente que algunos analistas, como Jaime Ortiz, se cuestionan si el papel que se le está dando no es desproporcionado. La bicicleta, afirma, debe cumplir un papel adecuado dentro del paisaje urbano. “Pero se nos ha vendido el cuento de que es la solución a todos nuestros problemas”, dice. “Hoy la gente se está bajando del servicio de Transmilenio para utilizar la bicicleta, y a mi parecer eso genera una distorsión en la lectura de la realidad. Porque se malinterpreta por completo cuál es su función dentro de la oferta de transporte de una ciudad con las características de Bogotá”.
El activista Andrés Felipe Vergara dice: “Si usted tiene que atravesar la ciudad, lo adecuado sería poder viajar en un transporte público digno y eficaz. Pero atravesar la ciudad en bicicleta en trayectos de dos horas no se compadece y es señal de que algo no está bien ajustado”. Una de las consecuencias ha sido que muchos ciclistas invaden vías como los carriles exclusivos de Tansmilenio.
Y concluye: “Todo esto va sumando. Hoy la agresividad de la ciudad está más desbordada que nunca. Y todos, incluidos los ciclistas, hemos caído en esa dinámica”.