No sabe seguro si fue en 1984 o en 1985, pero Lorena todavía recuerda una conversación de sus padres en la que escuchó como comentaban que una parte del río en el que ella jugaba cada día había sido entregada “a perpetuidad”. Entonces era pequeña, tenía 11 o 12 años, no entendía mucho, pero recuerda que esa fue “la primera sensación de despojo” que sintió. “Hacíamos la vida en el río, estábamos desde la mañana hasta la tarde, ahí se construía el tejido social: se lavaba, se comía, se hacía trueque de alimentos. El río era todo y eso me marcó mucho”, dice.
Lorena Donaire tiene 48 años y vive en La Ligua, un pequeño municipio rural de la provincia de Petorca, en la región de Valparaíso, unos 200 kilómetros al norte de Santiago. Su familia, de origen campesino, perdió las tierras y la parcela por la falta de agua.
“Viví en primera persona el despojo de las tierras de mi madre, abuelo y tíos. Cultivábamos lechugas, pepinos, albaricoques, papayos, melocotones, judías… hasta que nos apresaron el río y nunca más nos pudimos bañar. Llegó la depredación completa del territorio: cerros y bosques nativos deforestados, basura y terratenientes que se apropiaron del lugar y entubaron las aguas”, dice Lorena, hoy activista por el derecho al agua en la organización Modatima (Movimiento de Defensa por el Acceso al Agua, la Tierra y la Protección del Medioambiente).
La provincia de Petorca es una de las más afectadas por la grave sequía que ha provocado tanto el cambio climático, que castiga a esta zona de Chile desde hace más de una década, como la actividad de las empresas agroexportadoras de aguacate o palta –como se conoce esta fruta en el país– y que venden principalmente a Europa, Estados Unidos, China y Argentina. Según la oficina de Estudios y Políticas agrarias, Petorca es la segunda provincia con mayor cultivo de esta fruta en Chile.
A partir del año 2000, grandes latifundistas atraídos por las condiciones climáticas se instalaron en la zona y expandieron monocultivos de aguacate. Cada kilo de este producto necesita entre 1.600 y 2.000 litros de agua, según The Water Footprint Network, que los empresarios obtienen de las napas subterráneas de los dos ríos que atraviesan la provincia: el Petorca y La Ligua. La superficie de ambos se ha convertido en un lecho de piedras y hierbas.
El primero se declaró agotado en 1997 y desde 2012 se ha decretado que la cuenca es “zona de escasez hídrica”. La Ligua se secó en 2004. La batalla por el agua se libra entre los pequeños agricultores, lugareños y activistas en defensa del agua, por un lado, y los grandes productores agrícolas, por el otro.
Privatización del agua
El experto jurídico en gestión de aguas de la Universidad de Arizona, Carl Bauer, ha destacado el caso de Chile como “paradigmático” por su “notable enfoque en el libre mercado” y por situarse entre los menos regulados del mundo. Aunque el Código de Aguas de 1981, redactado durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), considera el recurso como un bien nacional de uso público, por otra parte, el mismo texto lo mantiene sujeto a “derechos de aprovechamiento” de particulares “para su uso, goce y libre disposición”.
Este estatus se refuerza en la Constitución, escrita también durante la dictadura, donde se reconoce el derecho a la propiedad privada “en sus diversas especies sobre toda clase de bienes corporales o incorporales”. El texto especifica: “Los derechos de los particulares sobre las aguas, reconocidos o constituidos en conformidad a la ley, otorgarán a sus titulares la propiedad sobre ellos”.
En la práctica, la propiedad del agua se concreta a través del otorgamiento de “derechos de aprovechamiento de agua” (establecidos en litros/segundo) que entrega la Dirección General de Aguas (DGA) de forma gratuita y perpetua a las personas que los solicitan.
Esos derechos certifican que una persona es propietaria del agua (superficial o subterránea) de una parte concreta de la cuenca de un río y quedan registrados en un catastro y en el registro de la propiedad. Cuando la DGA deniega las solicitudes, la alternativa es adquirir derechos en el mercado privado del agua, donde un litro por segundo oscila entre los 13.000 y los 20.000 euros. Así, el agua se puede vender, alquilar o incluso se puede especular con ella.
Las mujeres, las más afectadas
En la provincia de Petorca, más de 2.000 personas que viven en las zonas rurales y que no cuentan con servicios de la red de agua potable reciben el agua de camiones cisterna. Hasta hace unos años se abastecían de pozos, pero cuando se secaron, las comunidades tuvieron que ser asistidas con transporte de agua para el consumo humano.
Así subsiste Zoila Quiroz, una jubilada de 72 años que vive con su familia en Quebrada de Castro, a tres kilómetros de la zona urbana de Petorca. Junto con otras ocho familias se abastece con el agua de un estanque de 10.000 litros que un camión aljibe del ayuntamiento de Petorca se encarga de rellenar dos veces por semana.
“Vivo acá desde hace 40 años. Antes había mucha agua en el canal y en la quebrada, teníamos animales y verduras. Yo iba a vender la leche al pueblo, teníamos uvas y hacíamos vino”. Hoy solo tiene gallinas y dejó de cosechar sus hortalizas, que ahora tiene que comprar.
Mientras reutiliza el agua doméstica para regar, su vecino, dueño de una de las grandes hortícolas de la zona, riega cientos de hectáreas de aguacates y mantiene dos acumuladores de agua que parecen piscinas en medio de un campo seco. El cerro parece un tablero de ajedrez: en verde las tierras de quienes tienen agua y dinero, y en marrón, quienes sufren la sequía y la precariedad.
La falta de agua afecta de forma particular a las mujeres. “Ellas son las que tienen que definir qué se lava hoy –la ropa o los platos– porque no hay agua para todo; quién se ducha en la familia; o cómo se gestionan las indisposiciones”, dice Donarie, fundadora de Mujeres Modatima.
Al no ser dueñas de los derechos de agua no participan en las discusiones de las organizaciones de agua formales y reconocidas por la ley. “Las mujeres de acá vivían de lo que proveía el río: unas sacaban gambas o truchas y otras vendían las hierbas, pero con el despojo pasaron de tener esos oficios a ser temporeras de los empresarios de la palta [aguacate]”, cuenta Donaire.
En las zonas rurales, los vecinos se han organizado en comités y cooperativas de Agua Potable Rural (APR), una suerte de juntas de vecinos informales que extienden la red de saneamiento a las áreas rurales y aisladas. “Las comunidades se unen y solicitan que se les habilite un pozo. Garantizan el acceso al agua para las comunidades rurales o aisladas que han quedado excluidas de la gestión hídrica”, dice Donaire. En la provincia de Petorca hay cinco, pero solo el 44% de las APR en Chile tiene derechos de aprovechamiento de agua y pozos legalmente constituidos.
“Los tres pozos del APR están sin agua desde hace muchos años porque los terratenientes los secaron”, denuncia Verónica Vilches, presidenta del Comité de Agua Potable de San José, un pequeño núcleo rural de Petorca. Como alternativa, recibe el agua a través de otra comunidad que la obtiene de una parte más alta de la cuenca que todavía no se ha secado.
Hace una década su familia también tuvo que cambiar el modo de subsistencia: “No teníamos agua para los animales y tuvimos que dejarlos partir. Fue una pena muy dolorosa. Tampoco teníamos agua en el canal y la tierra se nos secó”. Hoy es una de las defensoras del derecho al agua en la zona, por lo que ha sufrido amenazas y violencia en el territorio: “Se han convertido en una cuestión cotidiana, pero trato de no darles lugar porque, si no, no podría luchar por eso”.
El agua en la nueva Constitución
La legalidad chilena contraviene la resolución de Naciones Unidas de 2010, ratificada por el propio país, que reconoce el acceso al agua potable y al saneamiento como un derecho humano. Desde el final de la dictadura se ha intentado reformar el Código de Aguas en al menos ocho ocasiones. La última propuesta se presentó en 2011 y ha pasado casi 11 años en los cajones del Congreso.
Recientemente se han producido avances en su tramitación y esta semana la comisión encargada de revisar el texto lo dejó listo para la votación tanto en la Cámara como en el Senado. El nuevo Código de Aguas podría entrar en vigor antes del cambio de gobierno que se producirá el 11 de marzo. Entre otras garantías, la propuesta establece como prioridad el consumo humano, el saneamiento y la subsistencia, y pone fin a las concesiones de derechos “a perpetuidad” (aunque no de forma retroactiva) para fijarlos en 30 años.
Más allá de la nueva legislación, ahora el debate por el agua se instalará con fuerza en la Convención Constitucional que redacta la nueva carta magna de Chile. El acceso al agua es una de las principales demandas sociales y tanto grupos de constituyentes como personas y organizaciones de la sociedad han impulsado propuestas para regularlo.
“Tengo toda la confianza que a partir de la nueva Constitución se pueda transformar el acceso digno al agua”, dice la diputada constituyente Carolina Vilches, que fue electa precisamente por el distrito de Petorca y otros municipios afectados por la sequía. Ella, junto con otros activistas ambientalistas de la zona, logró llegar a la Convención con el objetivo de impulsar el cambio de modelo en el acceso al agua: “Es un problema de naturaleza política y estructural y tenemos la obligación de abordarlo. Se ha concienciado mucho respecto al sufrimiento ambiental, la invisibilidad de las comunidades y la imposición del despojo”.
En la región de Valparaíso han aprovechado el año electoral chileno, en el que se renovaron todos los cargos de elección popular, para elegir a varios activistas en cargos políticos, como concejales o gobernadores regionales. La batalla por el agua ahora se juega también en las instituciones.