Lo habré oído un millón de veces: “¿Por qué los medios no ignoran las salidas de tono de Trump y se centran en lo importante?” No es que no tenga sentido. Cualquiera puede notar que en cuanto las cosas le van mal, el presidente insulta a un periodista, amenaza a unos inmigrantes o dice que si hace frío es que no existe el calentamiento global. Cualquier frase explosiva que empuje a los periodistas a hablar de ella, a iniciar un nuevo ciclo informativo y, por tanto, a enterrar el actual. Al ritmo que va, la vida media de la mayoría de sus polémicas está en unos dos días. Siempre hay un escándalo nuevo, recién salido del horno.
Está claro que nos manipula, así que: ¿por qué nos dejamos manipular? Es un debate que va desde cada pobre periodista que está en un mitin, hasta los más sesudos estudiosos de la comunicación. El gurú de la lingüística George Lakoff ya ha pedido a los medios que no repitan las mentiras de Trump, ni siquiera para desmentirlas. Malcolm Gladwell considera a Trump imposible de “factcheckear” y Jay Rosen advierte de que hacerlo “tiene una contribución nula a evitar que repita falsedades. Existe el riesgo de que la prensa se agarre a estas prácticas caducadas porque eso es lo que saben hacer”.
Los periodistas: ¿han seguido desmintiendo cada trola de Trump porque “es lo que saben hacer” o simplemente porque “es lo que deben hacer”? La respuesta es complicada. Está claro que con Trump (y a veces contra Trump) se está haciendo el mejor periodismo de las últimas décadas, pero también es verdad que sus efectos son limitados. El 90% de los republicanos está contento con el presidente, así que sus fieles o no se informan (mal arreglo), o se informan exclusivamente en medios donde las críticas al presidente son muy limitadas. El mensaje no llega.
Y, sin embargo, yo creo que hay que seguir. A cada mentira, un desmentido. A cada invento, un dato. Aunque parezca que no sirva de nada. Estamos en una batalla larga en la que el objetivo último de Trump no es distraernos, sino acabar con la verdad. Con la verdad como concepto. La estrategia del presidente es mentir y defender la mentira ante toda evidencia. Mentir hasta que parezca que no hay hechos objetivos, que todo vale y es opinable. Que no hay ciencia, expertos ni nada. Alguien tiene que dejar por escrito, para la historia futura, que nada de eso. Que hubo resistencia.
Los republicanos están ya en esto, en hacernos creer que las palabras no tienen ningún valor. Los propios asesores de Trump en la Casa Blanca hablan de “esa obsesión con informar de todo lo que el presidente dice en Twitter” y el líder del partido en el Congreso ha dicho que el presidente “solo quiere haceros explotar la cabeza y que habléis de algo las siguientes 12 horas”. Esto es una lamentable banalización del mal: nos hacen creer que da igual a quién insulte o a quién amenace porque “no va en serio”, “es por provocar” y “en realidad no piensa hacerlo”. Cuántas desgracias han empezado así, por no tomar en serio a alguien que anuncia exactamente lo que va a hacer. Si no lo contamos, es como si no existiera.