La muerte sin despedida y el duelo invisible ante la pérdida de familiares en época de pandemia han cambiado los rituales del adiós en una zona del mundo tan rica en espiritualidad como América Latina. Los servicios funerarios colapsados y la escasez de ataúdes son solo los elementos más mediáticos de una pesadilla que va mas allá de un apresurado entierro o una obligada cremación. La tristeza pareciera quedarse flotando en el aire. Prevalece el temor sanitario al cuerpo que en vida estuvo contagiado.
Desde muy temprano las autoridades establecieron protocolos para los funerales de personas fallecidas por COVID-19. Las indicaciones son ya conocidas: no tocar el cadáver ni sus pertenencias. En caso de fallecer en hospital, después de que el cuerpo sea desinfectado deberá ser trasladado a la morgue en una bolsa hermética. Luego será puesto en un sarcófago donde los familiares no podrán ver al difunto y en el funeral solo podrán estar acompañados por un número limitado de personas. En algunos países de América Latina, la única opción es la cremación.
Ahora todo es diferente: está prohibido llorar en los brazos de alguien. Para la antropóloga mexicana Ericka Álvarez Juárez, la relación con la muerte es un símbolo que nos da identidad y va más allá del folklore: “Es esta trascendencia del ser humano, por eso acompañamos al muerto, por eso le hacemos esta procesión, esta fiesta, este colorido. Y queda ahí, en la sociedad, en el contexto social”. También explica que los latinoamericanos todavía seguimos ritualizando la muerte con una connotación prehispánica.
Con la pandemia, estos rituales han sufrido transformaciones forzosas en la región, una región abigarrada con varias culturas pero al unísono de un lazo en común, el abrazo con la muerte. “El arraigo identitario que los mexicanos y latinoamericanos tenemos al sentido de la muerte (…) implica acompañar a nuestros ancestros a la trascendencia de la muerte; por eso lo velas, por eso le pones veladoras, por eso le pones cempasúchil [flor de muertos]. Algunos pueblos y en algunos barrios aquí en la ciudad, prenden incienso o prenden Copal”, explica Álvarez Juárez.
En Colombia, Alba Patricia Núñez escribió en varias hojas de papel todos los nombres de las personas que llamaron para darle las condolencias por la muerte de su padre en días pasados, según relata el diario El Tiempo. Uno por uno los fue pegando sobre las sillas vacías del salón funerario; esa presencia simbólica de sus acompañantes mitigó un poco el dolor. A Marco Núñez, de 79 años, padre y abuelo, lo aquejaban varios males físicos: el cáncer de estómago, el marcapasos, una enfermedad pulmonar y el dolor en los riñones solo podían ser controlados a través de medicamentos. En medio de la cuarentena, el panorama empeoró. Los médicos dijeron a la familia que lo mejor era prepararse para el final, un final cercano y doloroso. “Ahí fue cuando yo llamé a la funeraria y en donde me explicaron que no íbamos a poder tener una misa, y que a las honras fúnebres no podrían asistir más de cinco personas, lo mismo que en la cremación”, contó al medio capitalino Solange Muñoz, hermana de Alba Patricia.
En un papel, a los pies del féretro, el nombre de su esposa de 83 años lo acompañó durante el breve velatorio. Las flores, como símbolo del acompañamiento del dolor y del consuelo que habitualmente envuelven los ritos funerarios, estaban ausentes. “Por las salas de velación transitan cuerpos que nadie llora, que permanecen en la habitación unas horas, por si llega alguien, y que al momento de desaparecer por la puerta del coche fúnebre solo tienen por compañía el operario de turno”, tal es la descripción de las nuevas honras fúnebres en una crónica del mismo periódico.
Esa imagen fría y antiscéptica de una sala de velación en Bogotá bien podría ser la de una en Buenos Aires, Santiago o Ciudad de Panamá. “Ayer una familia ordenó un servicio funerario para una persona que murió por coronavirus. Le dio neumonía, pero después no aparecieron y el hospital tuvo que ver dónde enterrarlo sin la familia”, le dijo a EFE un trabajador de una funeraria próxima al Hospital General San Juan de Dios en Guatemala.
En República Dominicana, Nathanael fue internado en el hospital tras haberse contagiado con el virus. Su cuerpo, que ya había soportado el trasplante de un riñón, no se recuperó. Al cabo de cinco días lo enterraron sin espacio para los pésames. El hombre falleció aproximadamente a las 8 de la mañana, y a las 3 de la tarde del mismo día ya habían enterrado su cuerpo. Sus hijos aún no se reponen de la pérdida y de la rapidez con que transcurrió todo. No es normal que en ese país caribeño, alguien sea inhumado sin un velatorio y acompañamiento al camposanto.
La antropóloga social Tahira Vargas duda de que la prohibición de los rituales funerarios se mantenga a largo plazo, pues cree que la gente buscará la forma de hacerlos. En el país, durante la dictadura de Trujillo y el gobierno de 12 años de Joaquín Balaguer, también se dispusieron medidas similares, en esa oportunidad para controlar a los opositores del Gobierno. “He sabido que la policía aparece siempre en los funerales, tratando de que la gente no haga el entierro de manera colectiva, sino que sea lo más rápido posible, evitando que se aglomeren las personas; sin embargo, la gente posentierro hace su actividad”, dijo Vargas para este reportaje. Asegura que a la larga, la gente no va a aguantar esta restricción.
Las directrices pautadas por el Ministerio de Salud Pública dominicano para el manejo de cadáveres por COVID-19 indican que la disposición final debe ser inmediata a su deceso y los velatorios no están permitidos.
El método recomendado es la cremación, no obstante, la Asociación de Empresas de Servicios Funerarios y Cementerios Privados de la República Dominicana contabilizó que de 171 servicios ofrecidos por 11 de sus asociados a fallecidos por coronavirus o con sospecha de tener el virus, apenas el dos por ciento fue cremado, confirmando la tesis de Vargas. Paradójicamente en Haití, al otro lado de la isla La Española, los médicos lamentan que muchas personas con el virus llegan demasiado tarde al hospital. En un territorio de 11 millones de habitantes y poco más de mil instituciones sanitarias, hay centros de salud cuyo personal se ha quedado esperado por más pacientes. En el país más pobre de América, muchos enfermos no llegan a los centros al dudar del peligro del virus o asustados por los rumores de inyecciones letales administradas a pacientes con coronavirus, contó la agencia AFP.
“Muerto por COVID” parece ser la antesala a que el nombre de esa vida se pierda en el anonimato de las cifras o de la avalancha de casos que parecieran no tener ni nombre ni apellido. Por eso son notables algunas excepciones en los medios que, a modo de homenaje, han publicado los nombres de las personas muertas por el contagio con el fin de que el valor de la vida no sea avasallado y oculto tras una estadística. Es el caso de portales como Salud con Lupa en Perú, Revista Semana, El Universal, El País y El Espectador en Colombia, O Globo en Brasil y The New Times en los Estados Unidos. Este medio había hecho un ejercicio similar con las víctimas del 11 de septiembre, “pero esta vez no tienen un número finito de muertes”, declaró el editor de la sección en el Times.
Ya nadie recuerda cuándo murieron ni quiénes fueron las primeras víctimas. Hace unos días, la revista The New Yorker, en un intento por dimensionar la tragedia, hacía el siguiente cálculo: para leer el nombre de todas las víctimas de COVID-19 registradas hasta ese momento en Nueva York, una persona podría demorarse un poco más de tres días.
Pero la pandemia no solo ha negado las despedidas, también ha traído el dolor adicional de recibir los restos equivocados. En países como Ecuador las negligencias en el manejo de cadáveres se apilan. Siempre estará el dolor de que por un error, por incapacidad del sistema, los familiares murieron solos como si hubieran sido abandonados, y sin la certeza de en dónde reposan sus restos, y de que ese adiós no tuvo los mínimos cuidados que impone cada tradición y creencia.
Enfrentar el dolor de la pérdida de un ser querido en tiempos de pandemia deja profundas huellas en las familias de los que el virus se llevó. La psicóloga boliviana Marynés Salazar Gutiérrez, afirma que el contexto cultural es un factor determinante a la hora de entender las ritualidades de la vida y la muerte. Así, por ejemplo, en el ámbito urbano, las personas han tenido que acostumbrarse a entender a la muerte colectiva a través de los entierros masivos en los campos santos. Esto también implica un repensar sobre el ciclo de la vida y de la muerte como parte de la vida. “El hecho de no poder abrazar, tocar a la persona física que ha compartido contigo durante años, genera bastante dolor, genera parálisis emocional (…) mucha gente a pesar de que no ha podido abrazar, despedir personalmente (…) ha apelado a las oraciones, a sus propias creencias para despachar el espíritu aunque el cuerpo no se encuentre presente”, explicó la especialista.
Lucha contra el olvido
Cuauhtémoc de Gyves Pineda no pasó las últimas 24 horas en su hogar para ser velado, nadie estuvo presente para llorarle toda la noche, tampoco se encendieron velas ni se colocaron flores como se acostumbra en las muertes de los hogares de los pueblos zapotecas de México. La despedida con sus amigos fue a distancia y de forma virtual. Salió del hospital donde falleció la madrugada del 15 de abril y solo cruzó su natal Juchitán para llegar al panteón donde fue sepultado de inmediato.
No lo acompañaron los hombres que rodean el féretro y encabezan la procesión como se acostumbra en los funerales en esa tierra, tampoco acudieron las mujeres que visten con su enagua y huipil [vestimenta propia] oscuro, mucho menos la banda de música. No rendirle tributo a la muerte pesa para las familias zapotecas. Se fue y no volverá; solo quedan los olores de las flores que todos los días cubren su fotografía en un altar. Así cuentan los familiares de Cuauhtémoc a periodistas de este reportaje.
En esta región indígena del estado de Oaxaca, el rito de la muerte se ha esfumado para una veintena de familias que hasta el momento han perdido a su mamá, papá, hijo, hermano, tío o sobrino, en cuyas casas se hacen velorios sin cuerpo. Las familias siguen llorando esas ausencias porque tampoco hay visitas a panteones, una de las tradiciones más arraigadas en la cultura originaria del pueblo zapoteca en el sureño estado de México. El consuelo se guarda. Hay pandemia y les piden quedarse en casa. Según el antropólogo boliviano Milton Ezyaguirre, existe una visión comunitaria en los contextos indígenas donde la ritualidad de la muerte tiene un significado de gran importancia. “Una vez que entre el COVID-19 a nuestras comunidades, va a ser catastrófico porque ni hospitales tenemos (…) La forma de pensamiento todavía está articulado desde una perspectiva comunal, en esos lugares no hay policía, no hay ejército; entonces la dinámica es completamente diferente”, explica.
A seis mil kilómetros los pueblos originarios de la Amazonía viven su propio drama. Atrapados en una tragedia similar o peor, puesto que aún no terminan de sanar las heridas que dejaron los incendios forestales durante el segundo semestre de 2019. Combaten, a la par, la deforestación sin cuartel impulsada por el gobierno brasileño, o cobijada por los grupos armados ilegales en Colombia. Ahora, deben hacer frente a un enemigo nuevo e invisible, cuyas tácticas han hecho que el campo de batalla pueda ser cualquier escenario, los que tienen suerte en el hospital, otros tantos en sus casas, malokas [habitación], en la misma tierra húmeda de la selva o totalmente lejos de sus hogares y de sus rituales.
Un nombre más se suma a la lista de muertes indígenas: el 17 de junio se informó del fallecimiento del cacique brasileño Paulo Paikan, líder del movimiento indígena que se opuso a la construcción de una hidroeléctrica en Belo Monte, corazón de la Amazonia, en la década de los ochenta. Un luchador que falleció víctima de coronavirus en un hospital en Sao Paulo.
El grupo Articulación de los Pueblos Indígenas de Brasil (APIB), que rastrea las cifras del coronavirus entre los 900 mil indígenas del país, anunció a finales de junio más de 980 casos confirmados oficialmente y al menos 125 muertos. Es decir una tasa de mortalidad del 12,6%, prácticamente el doble de la tasa nacional del 6,4%. “El coronavirus se ha aprovechado de años de negligencia pública”, dijo Dinaman Tuxa, coordinador ejecutivo de la APIB y miembro del pueblo Tuxa en el noreste de Brasil. En su poblado, con 1.400 habitantes, no existen hospitales y la Unidad de Terapia Intensiva (Unidades de Cuidados Intensivos) más cercana está a cuatro horas y media en coche. Su principal forma de prevención ha sido el aislamiento completo.
Según un estudio del portal InfoAmazonia, la distancia promedio entre las aldeas indígenas y la UCI más cercana en Brasil es de 315 kilómetros. Para el 10% de las aldeas esa distancia se traduce entre 700 y 1.079 kilómetros. Más de 60 comunidades indígenas han confirmado casos positivos, muchos de ellos en la región amazónica, donde las personas solo pueden llegar a los hospitales en barco o avión. “Las comunidades indígenas, incluso las que tienen clínicas de salud básicas, simplemente no están preparadas para el coronavirus, lo que significa que las personas infectadas deben ser retiradas y a menudo viajan largas distancias”, dijo Joenia Wapichana, la primera congresista indígena en Brasil.
Por su parte, la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) detectó en mayo más de 500 casos de COVID-19 en una veintena de comunidades indígenas, de las cuales el 75% está en la Amazonia. La ONIC también ha pedido que no visiten lugares sagrados, una medida similar a la suspensión de las misas católicas y ritos de otros credos que congregan a grandes grupos en las zonas urbanas del continente.
El temor por los ancianos es un común denominador que las tribus indígenas de Colombia comparten con las de Brasil y Perú. Vulnerables por su edad, en sus comunidades cumplen el rol de guardianes de la historia oral de sus pueblos, de sus saberes y sus rituales. En muchos casos, son también los últimos hablantes de lenguas en peligro de extinción y son autoridades protectoras de ecosistemas amenazados. Su muerte supone el riesgo de desaparición de su cultura. “Son las enciclopedias vivientes que conservan la cosmovisión de estas poblaciones”, explicó Tiago Moreira dos Santos, antropólogo del Instituto Socioambiental en Brasil, a National Geographic.
En Perú, el coronavirus continúa expandiéndose por lugares recónditos del Amazonas. Los pueblos indígenas denunciaron que no existe atención gubernamental en salud, y temen que esta pandemia se convierta en un genocidio para las diferentes culturas que habitan en el interior de la selva. Según datos del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y El Caribe, la cantidad de personas sospechosas del virus en las comunidades nativas llega a 875, los casos confirmados ascienden a 456 y los fallecidos suman a 77. En un reporte publicado el pasado 8 de junio, el coronavirus se hace presente en por lo menos 68 comunidades nativas. Tasas muy altas de contagio y letalidad.
Pero a diferencia de lo que ocurre en las grandes y medianas ciudades donde, en el contexto de la pandemia, se han buscado nuevas formas de honrar la memoria de los muertos —la mayoría virtuales—, las comunidades indígenas dolorosamente han tenido que renunciar a ello bajo un manto de incertidumbre y desprotección sin parangón en las Américas.
En otros lugares, ni las medidas de control más severas han limitado a los familiares en su intento por acompañar a sus seres queridos hasta su última morada. Es el caso de Nicaragua, donde se acuñó la expresión de “entierro exprés”, para denominar la, cada vez más extendida, práctica de hacer los entierros en la noche, huyendo de los controles del régimen de Daniel Ortega. En tumbas improvisadas, la ausencia de rituales y ornamento contrasta con la devoción de los pocos familiares que se han visto obligados a estas prácticas.
Otros, abrumados, simplemente dejan caer sus brazos. En Beni Bolivia, Coralía Guasico esperó durante cinco horas para que el féretro de su esposo fuera enterrado en el nuevo cementerio habilitado para decesos por COVID-19, ubicado a ocho kilómetros de la caliente ciudad de Trinidad, fronteriza con Brasil. La noche cayó y los dolientes permanecían en el cementerio improvisado, no hubo señal alguna de los sepultureros y mucho menos del tractor prometido para cavar la fosa.
Al anochecer, el ataúd de Julio Barrios se llenó de mosquitos. Coralía se desesperó ante ese final para quien fue su compañero de vida por casi 20 años. Finalmente los sepultureros llegaron y le dijeron que lo mejor era que se fuera para la casa y que ellos enterrarían a su esposo en la madrugada cuando llegara el tractor. Ella obedeció y dejó el ataúd en manos de los sepultureros.
Coralía volvió a casa y, en compañía de sus hijos, desinfectó todas sus pertenencias sin que nadie dijera nada. El silencio fue el acompañante del funeral fantasma del que no pudieron ser partícipes. El nuevo ritual impuesto bajo la pandemia.