“Esto no está pasando, ¿verdad?”, pregunta agitado el doctor Randall, interpretado por Leonardo di Caprio en Don't look up. Randall insiste: “Kate, esto no es real, ¿verdad? Es solo una especie de realidad alternativa, ¿verdad? Di algo”. Y Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence), contesta: “Sólo quiero colocarme”. Es una escena apocalíptica de una película apocalíptica; pero también es un diálogo que bien podría estar describiendo la situación que está viviendo ahora Europa, a las puertas del invierno, con una guerra que va para largo en Ucrania, con bombardeos de civiles, y con unos efectos de la invasión rusa que tienen impacto en todo el mundo –agudizando el hambre en buena parte del sur del planeta–, pero también en un continente que está viendo cómo los precios se disparan mes a mes, como se camina hacia la recesión y cómo eso está afectando a la ciudadanía y, así mismo, a los gobiernos.
Reino Unido está sumido en una crisis sin fin, hasta tal punto que los medios sensacionalistas bromean sobre si Liz Truss, la primera ministra que se apresuró a desalojar a Boris Johnson –después de que este hiciera lo propio con Theresa May– va a durar en Downing Street más tiempo que lo que dura fresca una lechuga. El Partido Conservador, en una pulsión suicida acelerada, parece estar moviéndose para realizar un nuevo trueque que evite, por la vía del enroque, ir a unas elecciones generales que le auguran un batacazo histórico por tener al país a la deriva.
Emmanuel Macron, por su parte, llamado a ser un líder principal de la UE tras la marcha de Angela Merkel, ha vivido sus días de gloria en Praga, hace dos semanas, con el arranque de la Comunidad Política Europea que él ideó en mayo pasado. Pero las glorias en el siglo XXI pueden durar un nanosegundo en el metaverso, como decía alguien recientemente, y la de Macron se está viendo erosionada por los precios disparados en Francia y las batallas sindicales por aumentar los salarios, lo que está ocasionando racionamientos en gasolineras al borde de una huelga general convocada, entre otros, por el sindicato mayoritario, CGT.
Macron, que no derrotó con mucho margen a Marine Le Pen y que sufrió para ganar las legislativas no hace tanto ante el empuje también de Jean-Luc Mélenchon, ya vivió unos chalecos amarillos que pusieron en jaque su gobierno, el cual tuvo que remodelar varias veces, y, también, su presupuesto, que hubo de modificar ante Bruselas para dar cabida a las reivindicaciones de aquellos trabajadores.
Cuatro años después, las movilizaciones vuelven a las calles en Francia, donde no suelen parar hasta que sus promotores consiguen algo. Y suelen conseguirlo.
Y luego está Italia, miembro europeo del G7 junto con Francia y Reino Unido, que se encuentra a las puertas de hacer primera ministra a Giorgia Meloni, postfascista, después de haber colocado al frente de la Cámara de Diputados y del Senado a sendos ultraderechistas, Lorenzo Fontana (Lega) e Ignazio La Russa (Fratelli). Meloni será primera ministra con el voto de la Forza Italia de Silvio Berlusconi, la franquicia de los populares europeos en Italia, y está por ver cómo puede afectar eso a las dinámicas de los consejos de la UE, donde los 27 pugnan por encontrar el consenso en las respuestas a la invasión rusa de Ucrania y, también, en las respuestas a los efectos de esa invasión.
De momento, Italia ha optado por la extrema derecha, mientras que Macron está midiendo el tamaño de la ola de las movilizaciones, al tiempo que Bruselas se dispone a lanzar este martes una propuesta para atajar el mercado del gas que pueda lograr el consenso entre los 27 o, al menos, un apoyo suficiente.
Sin embargo, lo que ya se va sabiendo apunta a ser insuficiente para España y los otros 14 países que firmaron una carta a favor de un tope del gas en Europa, cosa que en los borradores que han circulado este lunes no aparecía. Vamos, ni siquiera aparecía como propuesta firme la extensión de la excepción ibérica al resto de Europa, es decir, limitar el precio del gas destinado a la electricidad, cosa que sí parecía defender la Comisión Europea, pero no así la todopoderosa Alemania.
Una todopoderosa Alemania que prefiere pagar el precio del gas caro, o súper caro, ahora que ya no le llega por el Nord Stream, en tanto que tiene dinero en el bolsillo, como demuestra su nuevo plan de 200.000 millones de euros para ayudar a las familias y empresas golpeadas por la crisis –España lleva 38.000 millones, un 3,2% del PIB, frente al 5% de Alemania– que genera dudas en muchos países y en parte de la Comisión Europea por los riesgos que comporta para la competencia leal y la unidad del mercado interior.
De momento, los socialdemócratas del canciller federal, Olaf Scholz, han conseguido aguantar bien en Baja Sajonia hace una semana, en unas elecciones que han registrado un batacazo de los liberales –en el gobierno de coalición federal, con verdes y SPD– y un fuerte incremento de la ultraderecha de AfD.
Una ultraderecha que quedó segunda en Suecia en las elecciones de hace un mes y que ha decidido dejar el Gobierno en manos de los conservadores, la tercera fuerza, y dar su apoyo desde fuera para desalojar a los socialdemócratas, partido más votado en los comicios.
“Kate, esto no es real, ¿verdad? Es solo una especie de realidad alternativa, ¿verdad?”, preguntaba el doctor Randall. Pero sí, está pasando: el impacto de la guerra está poniendo en jaque a los gobiernos de los tres países europeos del G7, así como a las economías del resto, a las puertas de tener que calentar los hogares, pagar las facturas en las industrias –las de azulejos en España ya empiezan con despidos– y empezar a sufrir por la escalada del euríbor.
El comisario europeo de Economía, Paolo Gentiloni, decía hace unas semanas que la clave para atajar la inflación, que es la que amenaza con llevar a Europa a la recesión, es atacar la crisis energética, y no tanto la política monetaria del BCE, que de tanto enfriar la economía con subidas de tipos puede acelerar las caídas del PIB. Pero no está claro que lo que presente el Ejecutivo comunitario este martes vaya a ser suficiente para unos líderes que se reúnen en Bruselas este jueves y viernes para hablar, básicamente, de energía, con la voluntad de dejar el debate encarrilado para que lo rematen sus ministros de Energía el 25 de octubre en Luxemburgo.
¿Demasiado optimista? En escasos días se despejarán las dudas, mientras países como Noruega y Estados Unidos hacen su agosto vendiendo gas a la UE, cuya dependencia del gas ruso ha pasado en ocho meses del 40% al 9%. Precisamente por eso, una idea que sí está presente en los borradores de la Comisión Europea, y que ha venido defendiendo España desde hace más de un año, es la de las compras conjuntas de gas a escala comunitaria. Según los documentos que circulan, la Comisión Europea fija incluso que esa compra conjunta sea obligatoria para el 15% de lo que se adquiere en la UE.
Y, en paralelo, la OTAN ya ha empezado con sus ejercicios de disuasión nuclear, en pleno contexto de bombardeos rusos sobre civiles en Ucrania con, según algunos países, drones de origen iraní, lo cual también podría tener una nueva derivada en relación con un endurecimiento aún mayor de las sanciones al régimen de Teherán, con el que la UE quería llegar a un acuerdo para resucitar el tratado de control nuclear JCPOA, algo que en estos momentos parece más complicado. Mientras tanto, el jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, ya ha dicho que si el presidente ruso, Vladímir Putin, decide un ataque nuclear, su ejército será “aniquilado”.
El fantasma de la recesión y tambores de guerra nuclear, avance de la extrema derecha, dificultades para responder a la crisis energética en la UE, precios disparados, hipotecas al alza y bombardeos de civiles. El impacto de la guerra, que va para largo, ya está poniendo en jaque a los grandes gobiernos europeos.