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Análisis

Por qué es improbable que 2024 traiga una solución al conflicto entre Israel y Palestina

El humo se eleva sobre el barrio de Shujaiya en la Franja de Gaza, el 29 de diciembre de 2023.

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Ya antes del 7 de octubre era muy difícil encontrar alguna nota optimista sobre la situación en Gaza y Cisjordania. El generalizado abandono mediático y político en el que había caído el conflicto entre Israel y sus vecinos estaba siendo aprovechado sin desmayo por el extremista Gobierno liderado por Benjamin Netanyahu para acelerar su plan de lograr el dominio territorial de la Palestina histórica.

Por eso ahora, a la vista de lo que está deparando la operación de castigo israelí, no es extraño que la oscuridad parezca abarcarlo todo, dibujando un panorama absolutamente lúgubre sobre el inmediato futuro.

Por una parte, queda de manifiesto que el golpe de Hamás no sólo no ha logrado doblegar el supremacismo del Gobierno israelí, sino que tampoco ha movilizado a la comunidad internacional a favor de la causa palestina (más allá de palabras vacías y vanas resoluciones de la Asamblea General de la ONU), y ni siquiera ha provocado una escalada generalizada por parte de sus teóricos aliados regionales para obligar a las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) a tener que atender simultáneamente a varios frentes.

Lo único que ha logrado es retratar a sus enemigos como violadores sistemáticos del derecho internacional, a Washington mostrando sus vergüenzas y a la Unión Europea y a los gobiernos árabes como impotentes observadores de la tragedia. Pero todo eso ya lo sabíamos, sin necesidad de exponer a la población de Gaza a una masacre de proporciones bíblicas.

Y tampoco puede decirse que desde el punto de vista militar sus combatientes estén rindiendo a un nivel que obligue a las FDI a frenar en su ofensiva o a reformular sus planes.

Tampoco Israel, aunque la magnitud de la matanza y destrucción puedan hacer pensar lo contrario, puede presentar un mejor balance cuando el año finaliza. Tras el monumental fallo de valoración política de la amenaza (con Netanyahu en la diana) y con las lecciones aprendidas en las cinco operaciones de castigo realizadas en la Franja desde el arranque del siglo, las FDI están llevando a cabo una ofensiva que combina los ataques artilleros y aéreos con operaciones de tropas mecanizadas y acorazadas para no sólo degradar la capacidad militar de sus oponentes, sino también para castigar colectivamente a civiles desarmados y destruir sus medios de vida.

Simplemente, aplicando la doctrina Dahiya –que establece la conveniencia de golpear desproporcionadamente sin distinguir entre combatientes y civiles–, ha elevado el grado de castigo, con aportes tecnológicos tan sutiles como el programa de inteligencia artificial Habsora (Evangelio), hasta provocar una crisis humanitaria que no deja a nadie a salvo, en su empeño por dejar claro que no hay futuro para los palestinos en Gaza.

Por el camino Netanyahu y sus colegas de gabinete han terminado de arruinar la imagen de Israel como supuesta democracia, cumplidor de sus obligaciones como potencia ocupante, respetuoso del derecho internacional y alineado con los valores y principios que emanan de su propia religión.

Es el mismo Netanyahu que sueña con que, subido a la ola belicista, logrará mantenerse en el poder y eludir la cárcel, y que sabe que lo que está haciendo no tendrá coste alguno a corto plazo. Pero también debe saber que así ni logrará eliminar completamente a Hamás por vía militar ni conseguirá desmilitarizar Gaza ni, mucho menos, desradicalizar a los palestinos.

Por el contrario, y tras años demostrando su maestría para jugar a un victimismo histórico que le sirve de argumento para castigar y demonizar a quien no comulgue con sus planteamientos, bien puede suponer, aunque no quiera reconocerlo, que está sembrando el Territorio Ocupado de nuevos terroristas.

Sin solución a la vista

Y lo peor es que al mirar hacia adelante nada indica que el panorama apunte a algún tipo de solución. Por un lado, sólo cabe pensar que Hamás se va a radicalizar aún más y que la rabia y la desesperación de muchos de los que sobrevivan a la matanza van a impulsarlos a verse aún más tentados por recurrir a la violencia.

Por el otro lado, basta con escuchar las proclamas incendiarias de los portavoces políticos y militares israelíes, reclamando el aumento del castigo sin límites, la continuación de los ataques aunque haya algún nuevo intercambio de prisioneros y la limpieza étnica –con el eufemismo de las “migraciones voluntarias” hacia el Sinaí o hacia los países que estén dispuestos a recibir a los sobrevivientes–, para concluir que Netanyahu y los suyos van a seguir adelante.

Cuentan con su propia superioridad, con el inequívoco respaldo estadounidense (en un nuevo ejemplo de empecinamiento en situarse en el lado equivocado de la historia) y con la falta de voluntad del resto de gobiernos para ir más allá del lamento y la consternación.

La insistencia en que lo ocurrido en estos últimos dos meses supone un punto de inflexión, dando a entender que todo será distinto a partir de ahora y que el brutal impacto humano y político terminará por acelerar la búsqueda de una solución justa al conflicto, sólo puede explicarse desde la desmemoria histórica.

Tras seis guerras árabes-israelíes, dos Intifadas palestinas y más de setenta planes e iniciativas de paz fracasados, ya es tiempo de asumir que no hay solución a la vuelta de la esquina. Una imposibilidad que no deriva de la incapacidad para imaginar soluciones, sino de la constatación de la falta de voluntad por parte de quienes pueden forzar un acuerdo (especialmente EEUU, Israel y los palestinos) para salirse de los carriles por los que vienen transitando desde hace décadas. E Israel es quien más se aprovecha de ello.

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